Al
comienzo del mes de mayo, Mes de la Virgen, contemplamos el 5° Misterio gozoso del Santo Rosario.
Jesús, al cumplir los doce años, es llevado por sus padres a Jerusalén.
Había vivido su infancia en Nazaret con
toda normalidad, creciendo en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los
hombres. María y José, que observaban todos los preceptos de la Ley, lo llevan
al Templo. Ya lo habían presentado al nacer. Pero la Ley prescribía que, a los
trece años cumplidos, los niños también debían acudir a Jerusalén en las tres
grandes fiestas (Pascua, De las Semanas, de los Tabernáculos). Las familias
piadosas de Israel los llevaban desde los doce años, para que así se
acostumbraran a cumplir este precepto de la Ley.
Lo primero que Benedicto XVI señala en su
libro sobre Jesús de Nazaret, al comentar este pasaje del Evangelio, es que
el Señor cumple la Ley. No es un revolucionario, sino un judío obediente y
dócil a lo que Yahvé había dispuesto para su Pueblo.
“En efecto, Jesús ha introducido en su misión de Hijo una
nueva fase en la relación con Dios, inaugurando en ella una nueva dimensión de
la relación del hombre con Dios. Pero esto no es un ataque a la piedad de
Israel. La libertad de Jesús no es la libertad del liberal. Es la libertad del
Hijo, y por ese mismo motivo es también la libertad de quienes son
verdaderamente piadosos” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret).
Jesús no vino a abolir la Ley, sino a
darle su plenitud (cfr. M5 5, 17). El verdadero contenido teológico al que
apunta el breve pasaje de Jesús a los doce años es la perfecta conjunción entre
la novedad radical que introduce el Señor y su fidelidad igualmente radical a
la Ley de Dios.
El sentido del precepto era recordar a
los israelitas que eran un Pueblo de peregrinos, un Pueblo siempre en Camino hacia
el Único Dios en el Único Templo donde se le debería honrar.
En el ambiente de la Sagrada Familia se
armonizan perfectamente la libertad de cada uno y la obediencia. Jesús podía
decidir en qué comitiva ir. Por eso, al regreso de Jerusalén a Nazaret, quizá
en la primera noche, sus padres no advierten que no va en el grupo de
peregrinos. Preocupados, María y José regresan a la Ciudad santa y, al tercer día,
encuentran a Jesús en el Templo, sentado en medio de los doctores, mientras los
escuchaba y hacía preguntas (cfr. Lc 2, 46).
Esas tres jornadas hacen referencia a
las que habría entre la Cruz y la Resurrección: días de ausencia de Jesús y de
gran sufrimiento, especialmente para su Madre que le dice:
«Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te
buscábamos angustiados» (Lc 2, 48).
María sentiría algo del dolor de la espada
que Simeón le había anunciado (cf. Lc 2, 35).
Toda la vida del Señor está envuelta en el
misterio. No podemos olvidar la distancia infinita que existe entre la
creatura y su Creador, aunque tampoco la cercanía que Dios, rico en
misericordia, ha querido que tengamos con Él.
Jesús responde a su Madre de manera
impresionante:
«Pero ¿cómo? ¿Me habéis buscado? ¿No sabíais dónde tiene que
estar un hijo? ¿Que tiene que estar en la casa de su padre, en las cosas del
Padre?» (cf. Lc 2, 49).
Jesús está donde «debe» estar: con el
Padre, en su casa.
La primera impresión es que Jesús
desobedece a sus padres. En realidad lo que hace es obedecer a su Padre. Le «debe»
obediencia en todo: su alimento es cumplir la voluntad de su Padre.
Jesús dice a sus discípulos, después
del episodio de Cesarea de Filipo, que Él «debe» sufrir mucho, ser rechazado, sufrir
la ejecución y resucitar (cf. Mc 8, 31).
María no comprende las palabras de Jesús,
pero las conserva en su corazón y allí las hace madurar poco a poco.
«Ellos no comprendieron lo que quería decir», y «su madre
conservaba todo esto en su corazón» (Lc 2, 50-51).
El Papa Benedicto XVI nos hace notar
que es necesaria la humildad para introducirnos en el misterio que el Padre nos
revela en su Hijo.
“Las palabras de Jesús son siempre más grandes que nuestra
razón. Superan continuamente nuestra inteligencia. Es comprensible la tentación
de reducirlas, manipularlas para ajustarlas a nuestra medida” (Jesús de
Nazaret).
María cree y conserva la Palabra en su
corazón.
En este contexto hay que entender las
palabras de Papa Francisco en su Exhortación Apostólica Gaudete et Exultate sobre la novedad a la que tenemos que estar
siempre abiertos.
“Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el
corazón pobre, donde puede entrar el Señor con su constante novedad” (n. 68). “María,
que supo descubrir la novedad que Jesús traía, cantaba: «Se alegra mi espíritu
en Dios, mi salvador» (Lc 1, 47)” (n. 124). “Dios siempre es novedad, que nos
empuja a partir una y otra vez y a desplazarnos para ir más allá de lo
conocido, hacia las periferias y las fronteras” (n. 135). “Esto [el
discernimiento] resulta especialmente importante cuando aparece una novedad en
la propia vida, y entonces hay que discernir si es el vino nuevo que viene de
Dios o es una novedad engañosa del espíritu del mundo o del espíritu del
diablo. En otras ocasiones sucede lo contrario, porque las fuerzas del mal nos
inducen a no cambiar, a dejar las cosas como están, a optar por el inmovilismo
o la rigidez. Entonces impedimos que actúe el soplo del Espíritu” (n. 168).
Es necesario siempre armonizar la
apertura a las sorpresas de Dios con la fidelidad a lo que “permanece”. El
domingo pasado leíamos en el Evangelio de la Misa las palabras de Jesús a sus
discípulos sobre la importancia de “permanecer” en su Palabra.
“Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros,
pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que
deis fruto abundante; así seréis discípulos míos” (Jn 15, 7).
María nos enseña a “permanecer” siempre
fieles. ¿Cómo? Meditando en nuestro corazón la Palabra y dejando que el Espíritu
nos llene de su Verdad, firme y fuerte y, al mismo tiempo, capaz de iluminar
todas las situaciones de nuestra vida en la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario