Tradicionalmente, el día que marca
la mitad de la Cuaresma es el jueves o feria quinta de la tercera semana. A
partir de ese día, ya se empiezan a notar en la liturgia los resplandores de la
Pascua.
Mañana celebraremos el Domingo IV de Cuaresma, que se llama
también “Domenica Laetare” por la
primera palabra de la Antífona de entrada: “Laetare Jerusalem…”, “Alégrate Jerusalén”.
El Evangelio que se proclamará, en
esta ocasión (Ciclo B) está tomado del capítulo
tercero del evangelio de san Juan. Es la segunda parte de la conversación
que tuvo Jesús con Nicodemo durante la Primera Pascua que pasó en Jerusalén
durante su vida pública.
Nicodemo era un personaje de
relieve, un judío influyente, probablemente
miembro del sanedrín, es decir, el órgano de mayor autoridad en el pueblo
judío, formado por 70 varones. En ese grupo había fariseos, escribas, letrados,
sacerdotes, etc. Muchos de ellos, quizá la mayoría, no veían con ojos buenos a
Jesús. Desde muy al principio de su ministerio público el Señor encontró una fuerte oposición del sanedrín que, finalmente,
decidió entregarlo a la autoridad romana para ser crucificado.
Nicodemo conoció a Jesús muy pronto
y, al contrario de sus demás compañeros, manifestó
una creciente admiración por Él: por sus palabras y por la noticia de los
milagros que hacía. Veía a Jesús como un maestro de Israel y le tenía gran respeto, pero temía que
los otros miembros del sanedrín lo
criticaran si se enteraban que mantenía una relación con él. Por eso iba a ver a Jesús de noche. A partir de
su primer contacto con el Señor, Nicodemo permanecer siempre fiel hasta su
muerte. Él se encargará de proveer la
mezcla de mirra y áloe (cien libras romanas: unos 33 kg) necesaria para su
sepultura (cfr. Jn 19. 39).
En la conversación que nos relata
san Juan en su evangelio (Jn 3, 1-21), el
primero en intervenir es Nicodemo: «Rabí, sabemos que has venido de parte
de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios
no está con él» (Jn 3, 2). Y el Señor le responde: «En verdad, en verdad te
digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios».
Nicodemo era un intelectual, versado en la Ley, que estaba preparado para
profundizar en la Palabra de Dios y en las realidades sobrenaturales. Por eso
Jesús le revela su designio salvífico de un modo que quizá no utilizó con la
gente más sencilla y sin tanta cultura. Le dice:
«En verdad, en
verdad te digo: El que no nazca de agua
y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne
es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya
dicho: “Tenéis que nacer de nuevo”; el viento sopla donde quiere y oyes su
ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido
del Espíritu» (Jn 3, 5-8).
Cuando Nicodemo le pregunta el
significado de estas palabras Jesús le responde lo que leeremos mañana en el
Evangelio de la Misa:
«Lo mismo que
Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del
hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó
Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no
perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 14-16).
De esta manera, le revela el
misterio de la Cruz. Jesús tomará sobre sí todo el mal del mundo (pecados,
enfermedades, dolores, penas, sufrimientos…), como si fuera una serpiente
venenosa, siendo un Cordero inocente, para
ser puesto en alto. (Jn 12, 23 ss).
El Libro de los Número se relata la rebelión de los israelitas contra Dios y
contra Moisés. El resultado fue el siguiente:
«El Señor envió
contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de
Israel. Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo: «Hemos pecado hablando
contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las
serpientes». Moisés rezó al Señor por el pueblo y el Señor le respondió: «Haz una serpiente abrasadora y colócala en un estandarte: los mordidos de
serpientes quedarán sanos al mirarla. Moisés hizo una serpiente de bronce y la
colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a alguien, este miraba a
la serpiente de bronce y salvaba la vida» (Num 21, 6-9).
¿Qué nos dice hoy el Espíritu Santo
a través de la lectura de estos textos? Que el Amor de Dios es tan grande que ha querido tomar sobre sí todo el
mal de la humanidad, para salvarnos y para poder darnos la oportunidad de tener vida eterna, de nacer de nuevo
por el agua y el Espíritu.
El Domingo “Laetare” se celebra en Roma en la Estación Cuaresmal de la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén,
una de las siete basílicas mayores. La Santa Cruz es fuerza para la debilidad, gloria para el oprobio,
vida para la muerte (cfr. San León Magno). Dos nos bendice con la Cruz. La Cruz
es nuestra única esperanza.
En la Cruz encontramos a la Virgen,
al pie de la Cruz, siempre: “stabat iuxta crucem Iesu”; de pie,
firme, fuerte, con un dolor inmenso. Ella
nos ayudará a no huir de la Cruz. Jesús nos la entregó como Madre, en la
Cruz. Si alguna vez encontramos la tendencia en nuestra alma a escaparnos de la
cruz, que sea Ella la que nos ate, la que nos sostenga, la que nos dé la mano. La
Cruz es, de alguna manera, el itinerario de nuestra vida, el de
nuestra existencia: desde la Cruz con Cristo a la gloria inmortal del Padre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario