Durante la
semana XXI durante el año hemos meditado, en la lectura continuada de la Misa,
textos de la tercera parte del Evangelio
de San Mateo, que se refieren al ministerio de Jesús en Jerusalén.
Esta parte
comienza con el capitulo 21. El
ambiente en el que se mueve el Señor es de
persecución por parte de los escribas y fariseos. Jesús desenmascara sus
intenciones y su doble vida.
Desde la confesión
de Pedro (Mt 16, 13-20, que leíamos el domingo pasado), el Señor anuncia a sus discípulos que tendrá que ser perseguido
(ver el Evangelio de este domingo XXII durante el año: Mt 16, 21-27).
“Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos
que tenía que ir a Jerusalén y padecer
allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que
tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21).
Pedro,
que no comprendía aún el significado de la cruz en la vida del Maestro, trata de disuadirlo. Pero Jesús lo
reprende y le hace ver que sus pensamientos no son de Dios, sino humanos. Para
seguir a Jesús hay que tomar la cruz y
negarse a sí mismo.
El martes
pasado celebramos la memoria del Martirio
de San Juan Bautista, el Precursor de la misión salvífica de Jesucristo.
El 29 de
agosto de 2011, en Castelgandolfo, el Papa Benedicto
XVI se dirigía a los fieles reunidos para la audiencia general de los
miércoles, y les dirigía unas palabras sobre cómo podemos imitar a Jesús en este aspecto esencial de su
doctrina.
“Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que
la pierda por mí, la encontrará” (Mt 16, 25).
Transcribimos
ahora las palabras del Papa Benedicto XVI, que nos podrán ayudar a sufrir con alegría y paz las persecuciones,
en esta época de la historia en que vivimos.
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Catequesis de Benedicto XVI
(Castelgandolfo, 29 de agosto de 2012)
Queridos
hermanos y hermanas:
Este
último miércoles del mes de agosto se celebra la memoria litúrgica del martirio de san Juan Bautista, el precursor
de Jesús. En el Calendario romano es el único santo de quien se celebra tanto
el nacimiento, el 24 de junio, como la muerte que tuvo lugar a través del
martirio. La memoria de hoy se remonta a la dedicación de una cripta de Sebaste, en Samaría, donde,
ya a mediados del siglo IV, se veneraba su cabeza. Su culto se extendió después
a Jerusalén, a las Iglesias de Oriente y a Roma, con el título de Decapitación de san Juan Bautista. En
el Martirologio romano se hace referencia a un segundo hallazgo de la preciosa
reliquia, transportada, para la ocasión, a la iglesia de San Silvestre en Campo Marzio, en Roma.
Estas
pequeñas referencias históricas nos ayudan a comprender cuán antigua y profunda es la veneración de san Juan Bautista. En
los Evangelios se pone muy bien de relieve su papel respecto a Jesús. En
particular, san Lucas relata su nacimiento, su vida en el desierto, su predicación; y san Marcos nos habla de su
dramática muerte en el Evangelio de hoy. Juan Bautista comienza su predicación
bajo el emperador Tiberio, en los años 27-28 d.C., y a la gente que se reúne
para escucharlo la invita abiertamente a
preparar el camino para acoger al Señor, a enderezar los caminos desviados
de la propia vida a través de una conversión radical del corazón (cf. Lc 3, 4).
Pero el Bautista no se limita a predicar
la penitencia, la conversión, sino que, reconociendo a Jesús como "el
Cordero de Dios" que vino a quitar el pecado del mundo (Jn 1, 29), tiene la profunda humildad de mostrar en
Jesús al verdadero Enviado de Dios, poniéndose a un lado para que Cristo
pueda crecer, ser escuchado y seguido. Como último acto, el Bautista testimonia con la sangre su fidelidad a los
mandamientos de Dios, sin ceder o retroceder, cumpliendo su misión hasta
las últimas consecuencias. San Beda, monje del siglo IX, en sus Homilías dice
así: "San Juan dio su vida por Cristo, aunque no se le ordenó negar a
Jesucristo; sólo se le ordenó callar la
verdad" (cf. Hom. 23: CCL122, 354). Así, al no callar la verdad, murió
por Cristo, que es la Verdad. Precisamente por el amor a la verdad no admitió componendas y no tuvo miedo de
dirigir palabras fuertes a quien había perdido el camino de Dios.
Vemos
esta gran figura, esta fuerza en la pasión, en la resistencia contra los poderosos. Preguntamos: ¿de dónde nace esta
vida, esta interioridad tan fuerte, tan recta, tan coherente, entregada de modo
tan total por Dios y para preparar el camino a Jesús? La respuesta es sencilla:
de la relación con Dios, de la oración,
que es el hilo conductor de toda su existencia. Juan es el don divino
durante largo tiempo invocado por sus padres, Zacarías e Isabel (cf. Lc 1, 13);
un don grande, humanamente inesperado, porque ambos eran de edad avanzada e
Isabel era estéril (cf. Lc 1, 7); pero nada es imposible para Dios (cf. Lc 1,
36). El anuncio de este nacimiento se produce precisamente en el lugar de la oración, en el templo de Jerusalén; más aún, se
produce cuando a Zacarías le toca el gran privilegio de entrar en el lugar más
sagrado del templo para hacer la ofrenda del incienso al Señor (cf. Lc 1,
8-20). También el nacimiento del Bautista está
marcado por la oración: el canto de alegría, de alabanza y de acción de
gracias que Zacarías eleva al Señor y que rezamos cada mañana en Laudes, el
"Benedictus", exalta la acción de Dios en la historia e indica
proféticamente la misión de su hijo Juan: preceder al Hijo de Dios hecho carne
para prepararle los caminos (cf. Lc 1, 67-79). Toda la vida del Precursor de
Jesús está alimentada por la relación
con Dios, en especial el período transcurrido en regiones desiertas (cf. Lc
1, 80); las regiones desiertas que son lugar de tentación, pero también lugar
donde el hombre siente su propia pobreza porque se ve privado de apoyos y
seguridades materiales, y comprende que el
único punto de referencia firme es Dios mismo. Pero Juan Bautista no es
sólo hombre de oración, de contacto permanente con Dios, sino también una guía en esta relación. El
evangelista san Lucas, al referir la oración que Jesús enseña a los discípulos,
el "Padrenuestro", señala que los discípulos formulan la petición con
estas palabras: "Señor enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos" (cf. Lc 11, 1).
Queridos
hermanos y hermanas, celebrar el martirio de san Juan Bautista nos recuerda también a nosotros,
cristianos de nuestro tiempo, que el
amor a Cristo, a su Palabra, a la Verdad, no admite componendas. La Verdad
es Verdad, no hay componendas. La vida cristiana exige, por decirlo así, el "martirio" de la fidelidad
cotidiana al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en
nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones.
Pero esto sólo puede tener lugar en nuestra vida si es sólida la relación con
Dios. La oración no es tiempo perdido,
no es robar espacio a las actividades, incluso a las actividades apostólicas,
sino que es exactamente lo contrario: sólo
si somos capaces de tener una vida de oración fiel, constante, confiada, será
Dios mismo quien nos dará la capacidad y la fuerza para vivir de un modo feliz
y sereno, para superar las dificultades y dar testimonio de él con valentía.
Que san Juan Bautista interceda por nosotros, a fin de que sepamos conservar
siempre el primado de Dios en nuestra vida. Gracias.
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