Las
lecturas del Domingo XXIII del
tiempo ordinario (Ciclo A) nos sugieren una reflexión sobre la relación que tenemos unos con otros en el camino
de la salvación.
Aunque la santidad es personal (es decir: cada
uno debe de responder ante Dios de los dones recibidos y esforzarse
personalmente para corresponder a ellos), no es menos cierto que no podemos desentendernos de la salvación
de los demás, porque todos estamos conectados unos con los otros.
La
Iglesia es un Misterio de Comunión
de los hombres con Dios y entre sí, por Cristo en el Espíritu Santo. La Eucaristía es el Centro y la Raíz de la vida cristiana (San José María Escrivá de Balaguer).
El hombre
es un ser que tiene entendimiento, voluntad y sentimientos. Pero también forma
parte de la esencia del hombre su dimensión
relacional. Somos mejores en la medida en que amamos y nos damos a los
demás. El hombre crece interiormente, pero solamente si sale de sí mismo, si
aprende a amar (porque ha sido creado a imagen de Dios, que es Amor).
Somos
responsables, por tanto, no solo de nuestra salvación sino también de la de los
demás. Dios dijo al profeta Ezequiel:
«Si tú no hablas para advertir al malvado que cambie de conducta, él es un
malvado y morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre» (Primera
Lectura).
En el
Evangelio de este domingo Jesús enseña a sus discípulos a practicar la corrección fraterna: «Si tu hermano peca contra ti,
repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano».
Así practicaremos el amor al prójimo (Segunda Lectura).
Por otra
parte, recordemos que todos somos
pecadores y que debemos estar abiertos a la conversión. «Ojalá escuchen hoy
la voz del Señor: "No endurezcan su corazón"» (Salmo Responsorial).
Jesús nos
pide que muramos a nosotros mismos, que perdamos
la vida por amor a Él y a nuestros hermanos. El Señor nos da ejemplo de
despojamiento total, para que sigamos sus pisadas.
Morir,
como los mártires, no es perder la vida, sino ganarla. El cristiano es un peregrino que va hacia la Casa del Padre.
Pero no rehúye las tareas de este mundo. No se limita a la salvación privada de
su alma, sino que se compromete con la verdad y el amor.
Cristo vino
al mundo para edificarse un Cuerpo:
los suyos. Su cuerpo le pertenece. Nuestro destino y nuestra verdad dependen de
nuestra relación con su cuerpo y con sus
miembros sufrientes. (cfr. J. Ratzinger, Escatología).
Hay que decir en seguida que el
ser del hombre no es una mónada cerrada,
sino que se encuentra referido a los
demás, en el amor y en el odio, y está inmerso en ellos. El propio ser se
encuentra presente en los otros como culpa o como gracia. El hombre no es meramente él mismo: es él mismo
en, con y por los otros. Y forma parte del propio destino del hombre el que lo
bendigan o lo maldigan, lo perdonen y cambien su culpa en amor. El encuentro con Cristo es encuentro con
todo su cuerpo, con mi culpa contra los miembros sufrientes de este cuerpo y
con su amor que perdona, un amor que brota de Cristo.
Sólo cuando se haya alcanzado la
salvación del universo y de todos los elegidos, será plena y total la salvación del individuo.
La comunión con Dios se da a través de la participación en el Cuerpo de
Cristo (dimensión sacramental y eclesiológica).
En el cielo no nos encontraremos
unos al lado de los otros, sino que los
unos con los otros son el cielo en cuanto unidos al Cristo Único y Total.
Es, al mismo tiempo penetración del todo en lo individual y adentramiento de lo
individual en el todo. Es una alegría en la que toda pregunta se resuelve y
alcanza su plenitud.
El cielo es estar con aquellos
que en conjunto forman el único Cuerpo de Cristo. En el cielo no cabe aislamiento alguno. Es la comunión abierta de los santos. El culto de los santos es la
apertura sin fallas de todo el Cuerpo de Cristo en la referencia mutua de sus
miembros y, al mismo tiempo, la cercanía insuperable del amor que está cierto de alcanzar a Dios en el otro y
al otro en Dios.
En la parusía se llegará a consumar la presencia de Cristo
en todo (los salvados y el universo).
Por eso
es fundamental el diálogo abierto,
sincero y lleno de caridad entre los hombres, como subrayó tanto el
Concilio Vaticano II. El dialogo con Dios (oración) no está separado del diálogo
con nuestros hermanos.
El diálogo cristiano con Dios
(relación) pasa a través de los hombres
(acontece en el nosotros de los hijos
de Dios). Se da en el “Cuerpo de Cristo”, en la comunión con el Hijo. El
diálogo es la verdadera fuente de vida
para el hombre (don de lenguas). En todo diálogo interhumano hay una exigencia de eternidad. En Cristo
resucitado dialogamos con los demás.
El amor a Nuestra Señora nos une a todos
en la Iglesia y en el Mundo, como estaban unidos y en oración los discípulos en
el Cenáculo, con María Madre de Jesús,
en la espera del Espíritu Santo.
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