San
Pablo, en su Carta a los Efesios, nos ofrece unos consejos preciosos sobre el
modo en que tenemos que buscar el gran
bien de la unidad, especialmente dentro de la Iglesia.
Cada uno de
los bautizados buscamos edificar el Cuerpo de Cristo “hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de
Dios, al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13).
Esto es
particularmente importante en las etapas de la historia de la Iglesia, como
ahora, en los que se ve más evidente la falta de unidad en la fe, e incluso una
“oculta apostasía”, como decía Juan
Pablo II, en muchos que afirman profesar la fe católica.
San
Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, escribe: “No olvides que la unidad es síntoma de vida: desunirse
es putrefacción, señal cierta de ser un cadáver” (Camino 940). “El Autor
no hace con estas palabras una observación pragmática ordenada al logro de unos
resultados concretos. Enuncia más bien un principio
capital de su concepción del Cristianismo y el modo de encarnarlo” (José
Morales, Introducción a Estudios sobre
Camino, p. 21).
San Pablo
señala que la verdadera unidad requiere madurez
humana y espiritual. Aunque Jesús nos pide hacernos como niños para entrar en el Reino de los cielos (cfr. Mt
19,14), al mismo tiempo, debemos comportarnos
como adultos, como personas maduras.
San
Josemaría solía decir que somos adultos que nos hacemos como niños por
amor a Dios.
Por lo
tanto, no deseamos ser como niños “que van de un lado a otro y están zarandeados por cualquier corriente
doctrinal, por el engaño de los hombres, por la astucia que lleva al error.
Por el contrario, viviendo la verdad con caridad [veritatem facientes in caritate], crezcamos en todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo,
de quien todo el cuerpo —compacto y unido por todas las articulaciones que lo
sostienen según la energía correspondiente a la función de cada miembro— va
consiguiendo su crecimiento para su
edificación en la caridad” (Ef 4, 14-16).
Esta idea
(“veritatem facientes in caritate”)
tiene un contenido riquísimo y constantemente
aplicable a la vida práctica. Así es como vamos edificando el cuerpo de
Cristo en la unidad.
San
Josemaría Escrivá la explica de la siguiente manera: “Se intransigente en la
doctrina y en la conducta [es
decir, se fuerte en la verdad, como una persona madura y coherente en la fe que
no va de un lado a otro] —Pero se blando
en la forma— Maza de acero poderosa envuelta en funda acolchada. Se
intransigente pero no seas cerril” (Camino
397).
Hoy, a
muchos católicos que son maduros y coherentes con su fe, se les tacha de
fariseos, rígidos y cerriles, porque
defienden la verdad de la doctrina que la Iglesia ha creído siempre. En
nuestra época, la tendencia general, de la mayoría, es más bien hacia el
laxismo moral y no hacia la rigidez.
Ante la confusión doctrinal que hay en muchos
ambientes, es importante se fuerte en la
fe, como aconseja san Pablo a los Colosenses y a su discípulo Tito: “Vivid
en él [en Cristo], enraizados y edificados sobre él, permaneciendo fuertes en la fe, tal como aprendisteis” (Col 2,
6-7); “que los ancianos sean sobrios, dignos y prudentes, fuertes en la fe, en la caridad y en la paciencia” (Tit 2, 2).
Ser
fuerte en la fe no significa tratar mal a las personas. Todo lo contrario. Un
católico que trata mal a los demás, se
descalifica a sí mismo como discípulo de Cristo. El Señor nos enseñó a no
rechazar a nadie, ni siquiera a quienes estén objetivamente en el error.
San Josemaría
Escrivá de Balaguer trata, en varios puntos de Camino de la santa intransigencia: “La transigencia es señal cierta de no tener la verdad —Cuando un hombre
transige en cosas de ideal, de honra o
de Fe, ese hombre es un hombre sin ideal, sin honra y sin Fe” (n. 394).
En conciencia,
no podemos transigir en cuestiones que afectan
directamente a la fe, aunque eso lleve
consigo la incomprensión y el rechazo de muchos. San Josemaría decía que es difícil
vivir la virtud de la intransigencia “pues puede presentar como cerril a quien
la ejerce” (texto del 12-V-1937).
La
intransigencia en cosas de fe no es hosquedad o acritud. El discípulo de Cristo
sabe que debe parecerse al Señor en su dulzura y amabilidad: “El corazón, a un lado. Primero, el deber —Pero, al
cumplir el deber, pon en ese cumplimiento el corazón: que es suavidad” (Camino 162). La conciencia bien formada
nos impone el deber de defender la verdad, con caridad: veritatem facientes in caritate.
En la edición crítica de Camino, el Profesor Pedro Rodríguez comenta
lo siguiente al respecto: “El "deber", es decir, la verdad
existencial, el seguimiento de la Verdad
que es Cristo: es el tema "veritatem facientes in caritate" (Ef
4, 15), que San Pablo formula en clave de correspondencia humana, y que Agustín
prolonga en clave de donación: "Parum est voluntate, etiam voluptate
traheris" –no sólo me atraes con la voluntad sino con el afecto”.
La
Liturgia de la Palabra de mañana (Domingo
26° durante el año), recoge tres textos (Ez 18, 25-28; Fil 2, 1-11 y Mt 21,
28-32) que, en el fondo, enseñan esta doctrina de Cristo: la necesidad de la conversión a la verdad (cfr. Primera Lectura) que se origina en una
disposición humilde (cfr. Segunda Lectura);
y la actitud llena de bondad del
Padre que respeta la libertad de los hijos que llama a trabajar en su viña
(cfr. Evangelio).
En la Primera Lectura, por ejemplo, Yahvé, a
través del profeta Ezequiel afirma que cuando el inocente se aparta de la
inocencia, muere por la maldad que cometió. En cambio, cuando el malvado se
arrepiente y practica el derecho y la justicia, salva su propia vida. Hay un bien y un mal, que no cambian con la
época o con las circunstancias personales. Cuando dos personas pecan contra
el sexto mandamiento, nunca su acción puede convertirse en buena, bajo ninguna
circunstancia (cfr. dos artículos de Leandro Bonnin, en InfoCatólica, que son
muy ilustrativos al respecto: aquí y aquí).
Es
momento de rezar intensamente por el
Papa y por la Iglesia: para que el Espíritu Santo se derrame
abundantemente, por la intercesión de Nuestra Señor, y nos conceda ser fuertes
en la fe y llenos de caridad hacia nuestros hermanos. Sólo así llegaremos a la
unidad que Jesucristo pidió insistentemente a su Padre en la última Cena: “ut omnes unum sint” (Jn 17, 21).
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