Faltaban seis meses para
la Pasión del Señor en Jerusalén. Jesús
se encontraba en el norte de Palestina, en la ciudad de Cesarea de Filipo,
acompañado por sus discípulos a quienes hace una pregunta comprometedora, que indica el deseo del Señor de
comenzar a prepararlos para la última etapa de su vida.
“¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. Así, conocemos a
través de la respuesta de los discípulos la opinión general de los israelitas
sobre Jesús. Efectivamente, la mayoría reconocía que era un enviado de Dios, un profeta (Elías, Jeremías…) o, incluso, el
mismo Juan Bautista resucitado. Algo así como sucedió con el profeta Eliseo,
que había recibido “el espíritu” de Elías cuando este gran profeta había sido
arrebatado en un carro de fuego a los cielos.
Jesús utiliza la
expresión “Hijo del hombre” que ya
había usado el profeta Daniel, y tenía carácter mesiánico.
Pero al Señor le interesa
que los discípulos manifiesten su pensamiento acerca de Él y, sobre todo, quiere suscitar su fe; es
decir, no sólo su opinión meramente humana, sino desea que le manifiesten su
plena adhesión como Hijo de Dios.
Por eso, a continuación,
les pregunta: “Y ustedes, ¿quién dicen
que soy yo?”. No puede ser más directo. Los apóstoles no pueden esquivar la
pregunta fundamental, después de más de dos años de haber convivido
estrechamente con Él.
Y, sin embargo, podemos suponer
que hubo un momento de silencio. El
que suele producirse cuando nos toman por sorpresa, sin que hayamos pensado
bien qué responder, y la respuesta implica también una toma de posición y un
compromiso.
Pedro, que era claramente
de temperamento primario y espontáneo, toma la palabra y se atreve a responder
por todos: “Tú eres el Cristo (el
Mesías), el Hijo del Dios vivo”. No solamente afirma que es el Mesías
anunciado por todos los profetas, que ya era una afirmación muy audaz y
comprometida. Además, le llama “el Hijo del Dios vivo”, lo que indica mucho
más: una profesión de fe en la naturaleza
divina del Señor.
Todavía Jesús no les había manifestado todo sobre
quién era Él. Lo haría, poco a poco, en el camino a Jerusalén (principalmente
durante su Transfiguración en el Monte Tabor), luego en la Última Cena y, por
fin con su pasión, muerte y resurrección.
La confesión de Pedro sobre la divinidad de Jesucristo, no era algo
que se debía a su perspicacia o a su sabiduría humana. Esa inspiración
confesada abiertamente era de Dios: “porque
esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos”.
Y esa profesión de fe, lleva a Jesús a confiar a Pedro su principal misión en
la Iglesia: ser roca, piedra, fundamento. Los
poderes del infierno no prevalecerán. Pedro recibe, además, el poder de
atar y desatar, que también dará a los demás apóstoles después de la
Resurrección, pero que ahora otorga a Pedro de manera especial. Es uno de los
momentos en que se funda el Primado del
Papa dentro de la Iglesia, sobre todos los fieles, incluidos los obispos,
sucesores de los apóstoles.
Cada uno de los 266 Obispos de Roma que ha habido hasta ahora, sus sujetos de esta
misión de Cristo y de esas promesas. No
prevalecerá el infierno sobre Pedro.
Al estudiar la historia
de la Iglesia, constatamos que lo que mantiene a los sucesores de Pedro en la
fe no son sus muchas o pocas cualidades
humanas. Ha habido de todo en su historia bimilenaria.
El mismo Pedro se equivocó durante su vida (la
primera vez fue inmediatamente después de su confesión, cuando intentaba
apartar a Cristo de la Cruz), y tuvo que
rectificar. Pablo le tuvo que hacer una corrección fraterna, llena de
caridad, pero también de energía y claridad. Pedro era humilde y no tenía afán de poder y codicia, sino espíritu
de servicio y deseo de anunciar a Cristo nítidamente.
Todos los santos han venerado a los Romanos Pontífices.
Los han respetado y los han amado, en momentos muy difíciles de la Iglesia. Son
un ejemplo para nosotros.
Cada Obispo de Roma es
diferente. Es un misterio del designio divino cómo el
Espíritu santo guía a la Iglesia. Pero la barca de Pedro no se hundirá.
Será zarandeada por el viento y las tormentas, pero nunca será anegada por las
olas. Las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella.
Conchita manifestó muchas veces su unidad afectiva y efectiva con el
sucesor de Pedro:
“Yo creo que la obediencia es el camino más seguro para la perfección. Yo personalmente quiero obedecer al Santo Padre a ciegas [es decir, en la oscuridad de la fe: que es el camino más luminoso] porque yo sé que si le obedezco estoy segura en el camino de Dios. Eso le pediría a todos, que obedezcan al Santo Padre, que obedezcan a la Iglesia, que obedezcan a su Obispo. Es el camino más seguro. Eso es lo que yo creo, la Virgen nos lo enseñó así también” (cfr. Entrevista concedida a Mons. Garmendia, obispo auxiliar de Nueva York, el 27 de agosto de 1981).
También merece la pena
seguir el consejo que nos da san
Josemaría Escrivá de Balaguer, que sufrió tanto por la noche oscura en que
vivía la Iglesia después del Concilio Vaticano II, pueden comunicarnos
esperanza y alegría en la época que vivimos.
“Esta Iglesia Católica es romana. Yo saboreo esta palabra: ¡romana! Me siento romano, porque romano quiere decir universal, católico; porque me lleva a querer tiernamente al Papa, 'il dolce Cristo in terra', como gustaba repetir Santa Catalina de Siena, a quien tengo por amiga amadísima” (Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972).
En el 100° aniversario de
las apariciones de Fátima, terminamos con unas palabras de Sor Lucía en la entrevista del 8 de marzo de 1998. Los cardenales
le preguntaron si ella querría ofrecer alguna idea particular, algún mensaje final para este mundo confuso de
hoy. A lo que respondió sin dudar:
“Quien no está con el Papa no está con Dios; y quien quiera estar con Dios tiene que estar con el Papa”.
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