Nuestra meta es la eternidad. Vivimos en este mundo con los pies en la
tierra, pero la cabeza en el Cielo.
Ya ahora podemos experimentar la vida eterna en nosotros, mediante la gracia de
Cristo, que nos ha conseguido con su muerte y resurrección.
Por eso, es necesario dedicar una reflexión al “silencio de la eternidad”, que deberá ser un importante referente
en nuestra peregrinación terrena.
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El silencio en el
Cielo
“En el Cielo no existe la
palabra. Allá arriba los bienaventurados se comunican sin palabras. Reina
un inmenso silencio de
contemplación, de comunión y de amor” (FS, p. 107).
“En la patria divina todas las
almas están unidas a Dios. Se alimentan de esa visión. Las almas se hallan
enteramente poseídas por su amor a Dios en un éxtasis absoluto. Existe un inmenso silencio, porque para
estar unidas a Dios las almas no tienen
necesidad de palabras. La angustia, las pasiones, los temores, el dolor,
las envidias, los odios y las inclinaciones desaparecen. Sólo existe ese
encuentro de corazón a corazón con Dios. El
Cielo es el corazón de Dios. Y ese corazón siempre será silencio” (FS, pp.
107-108).
“El silencio del Cielo es un silencio
de amor, de oración, de ofrenda y adoración” (FS, p. 109).
“Son muchas las reflexiones de los Padres de la Iglesia sobre estos
temas. Ellos sabían que el silencio es la suprema
libertad” (FS, p. 110).
“El silencio de la eternidad es consecuencia del amor infinito de
Dios. En el Cielo estaremos con Jesús, totalmente poseídos por Dios y bajo la
influencia del Espíritu Santo. El hombre
ya no será capaz de pronunciar una sola palabra. Ni siquiera la oración
será posible. Se convertirá en contemplación,
en mirada de amor y adoración. El Espíritu Santo abrasará las almas que marchen
al Cielo: estarán plenamente entregadas
al Espíritu” (FS, p. 112).
“En el Cielo, las almas están unidas a los ángeles y a los santos por
medio del Espíritu. Por eso ya no existe
palabra. Es un silencio sin fin, envuelto en el amor de Dios. La liturgia de la eternidad es silenciosa;
las almas no tienen otra cosa que hacer que asociarse al coro de los ángeles.
Se hallan solamente en contemplación. Aquí
en la tierra contemplar es estar ya en silencio. En el Cielo, en la visión
de Dios, ese silencio se convierte en un silencio de plenitud. El silencio de
la eternidad es un silencio de asombro y admiración” (FS, p. 112).
“La Iglesia sabe lo difícil que
le resulta al hombre comprender el silencio de la eternidad. En la tierra
hay pocas cosas capaces de hacernos entender la inmensidad del amor divino. En
la misa y en la Eucaristía, la consagración y la elevación son un pequeño anticipo del silencio eterno.
Si ese silencio alcanza verdadera calidad, somos capaces de entrever el
silencio del Cielo” (FS, p. 113).
“El recogimiento silencioso de Cristo es una gran lección para la humanidad. Desde el pesebre hasta la Cruz, el
silencio está constantemente presente, porque la cuestión del silencio es una cuestión de amor. El Amor no se
expresa con palabras: se encarna y se convierte en un mismo Ser con aquel que
ama de verdad (…). Si queremos prolongar la obra de Cristo en este mundo,
tenemos que amar el silencio, la soledad
y la oración” (FS, p. 118).
Silencio:
volver a nuestro origen
“El
silencio de Dios es una marca de fuego candente en el hombre que se acerca a
él. A través del silencio divino el hombre se vuelve hasta cierto punto un extranjero en este mundo. Se aleja de
la tierra y de sí mismo. El silencio nos empuja hacia esa tierra desconocida
que es Dios. Y esa tierra se convierte en
nuestra verdadera patria. Por medio del silencio regresamos a nuestro
origen celestial, donde únicamente reinan la calma, la paz, el reposo, la
contemplación y la adoración silentes del rostro radiante de Dios” (FS, p. 61).
Amor de Dios y
libertad humana
El Amor infinito y eterno de Dios “no cesa
de velar por nosotros, de esperarnos y llamarnos. Ahora bien, ese Amor no puede
hacer nada sin nosotros porque no es más que Amor, y porque ese Amor es esencialmente libertad, una
libertad que se dirige a nuestra libertad y no puede hacer nada sin ella, sin
su consentimiento” (FS, p. 197).
Cristo: camino para entrar de nuevo en el paraíso.
Isaías
dice que el Señor es para nosotros una
ciudad amurallada y Él “ha levantado, como defensa, muros y antemurales”
(Is 26, 1). Por el pecado, el hombre fue expulsado del paraíso, pero también de
sí mismo. Al encarnarse, Cristo ha venido a devolverle la posibilidad de entrar de nuevo en el paraíso y también
del camino hacia su interioridad.
Cristo es como un muro exterior que protege la Iglesia, pero también el muro
interior que protege nuestro edificio interior (cfr. FS, pp. 76-77).
Bendito y Alabado sea Dios por hacer brillar siempre la Verdad en medio de la oscuridad mediante sus fieles y verdaderos instrumentos: https://youtu.be/YSwYMiIpwX8
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