Terminamos hoy los post dedicados a difundir y comentar los
textos sobre el silencio en el
último libro del Cardenal Robert Sarah.
Y llegamos a la conclusión de que el
silencio nos ayuda a atisbar, aunque sea sólo un poco, el gran misterio de Dios, que es un Dios cercano pero, al mismo
tiempo, “habita en una luz inaccesible”. Es el Dios escondido, el “Totalmente
Otro”.
“¡Qué aventura tan extraordinaria —escribe el Cardenal Sarah— la de
querer reflexionar sobre el silencio del Cielo” (FS, p. 109). Podríamos
extenderlo más: la de querer reflexionar sobre el silencio; como él lo ha
intentado hacer en las casi 300 páginas de su libro en la edición castellana.
El último capítulo del libro (el 5°)
se titula: “Como un grito en el desierto”, y relata el encuentro del Cardenal Sarah con don Dysmas de Lassus, Padre
General de la Orden de los Cartujos, en la Grande Chartreuse.
El monasterio de la Grande Chartreuse (Gran Cartuja) es
el primero y la casa-madre de la Orden de los Cartujos. Está situado en la
comuna de Saint-Pierre-de-Chartreuse, en el departamento de Isère (Región Ródano-Alpes),
a pies del Grand Som, la cuarta cima más alta del macizo de la Chartreuse.
Las conversaciones entre los dos
prelados se desarrollan en torno al tema de la necesidad del silencio en el
mundo en que vivimos, que se aleja de Dios, en muchos aspectos.
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Descubrir el fondo del alma humana
“Lejos de Dios —dice el Cardenal
Sarah—, el silencio es un duro encontronazo con el propio yo y con las
realidades poco lúcidas que habitan en el
fondo de nuestra alma. A partir de ahí, el hombre entra en una lógica que
se asemeja a una negación de la realidad. Se embriaga con todos los ruidos
posibles para olvidarse de quién es.
El hombre postmoderno quiere anestesiar su propio ateísmo” (FS, p. 264).
“Nadie mejor que san Agustín nos ha
hecho avanzar en el conocimiento de la
realidad más esencial del hombre (…). Piensa que el conocimiento del hombre
conduce al Ser, a un Dios más íntimo que lo más íntimo de uno mismo” (FS, p.
219).
“El autor de la famosa frase Noverim me, noverim te (Soliloquios, 2,
1) [San Agustín: “Conocerme y concerté”],
afirma a lo largo de toda su obra que el
conocimiento propio y el conocimiento de Dios están íntimamente unidos. Ir
en busca de Dios no consiste en salir de sí mismo para hallar un objeto en el
mundo exterior, sino en separarse de este mundo y replegarse en uno mismo. “No quieras derramarte fuera; entra dentro de
ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad” (De vera religione, 39, 72)” (FS, p.
219).
“Para acceder a Dios, el hombre primero debe conocerse” (FS,
p. 219).
“El hombre no puede esperar conocer
a Dios sin haberse encontrado a sí mismo,
es decir, sin haber confesado ante los demás hombres sus buenas y malas
acciones para alabanza de Dios” (FS, pp. 219-220).
“El silencio es un elemento
sumamente necesario en la vida de cualquier hombre. Permite el recogimiento del alma. Protege al alma
de la pérdida de su identidad. Previene al alma frente a la tentación de apartarse de sí misma para
ocuparse de lo externo, lejos de Dios” (FS, p. 220).
“En los momentos importantes de la
vida el silencio se convierte en una necesidad
esencial. No obstante, no buscamos el silencio por sí mismo, como si fuera
nuestro fin: buscamos el silencio porque buscamos a Dios. Y le encontraremos si
guardamos silencio en lo más profundo de nuestro corazón” (FS, p. 220).
“El narcisismo del exceso de palabras es una tentación de
Satanás. Conlleva una forma de exterioridad detestable en la que el hombre se
recuesta en la superficie de sí mismo haciendo ruido para no escuchar a Dios” (FS,
p. 222).
“Muchas veces hablamos porque
creemos que los demás esperan que lo hagamos. No sabemos callar porque nuestro dique interior está tan agrietado
que ya no frena la marea de nuestras palabras. El silencio de Dios debería
enseñarnos que hay que callar a menudo” (FS, pp. 222-223).
“Sé que nadie ha visto ni entendido
jamás a Dios, excepto Aquel que viene en su nombre: este ha visto al Padre (Jn 6, 46). Pero sé también que Él me
habla cada día en lo más íntimo de mi
ser, y le escucho en el silencio que suscita la escucha mutua, el deseo de
comunión y de amor. Dios es una luz que
ilumina e irradia sin ruido. Su llama resplandece, pero su brillo es
silencioso. Dios brilla y resplandece como el sol. Arde como una hoguera, pero
es inaudible. Por eso me parece tan importante dejarnos inundar por el silencio de Dios, que es una palabra sin
voz” (FS, p. 226).
“El hombre no busca el silencio por
el silencio. El deseo del silencio en sí sería una aventura estéril y una
experiencia estética especialmente agotadora. En lo más hondo de su alma el hombre desea la presencia y la compañía
de Dios, del mismo modo que Cristo buscó a su Padre en el desierto, alejado
de los gritos y las pasiones de la multitud. Si le deseamos de verdad y si
estamos en su Presencia, las palabras
dejan de ser necesarias. Sólo la intimidad silenciosa con Dios es palabra,
diálogo y comunión (FS, p. 230).
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