Antes de ayer, Domingo XXIV durante el año, leíamos en la Liturgia de la Palabra las tres parábolas de la misericordia, que San Lucas relata en el capítulo 15 de su Evangelio. En su libro, Jesús de Nazaret (volumen I, pp. 243 a 253), Benedicto XVI hace una preciosa exégesis de la parábola de los dos hermanos. Transcribimos esas páginas, ahora, porque nos parecen muy ilustrativas para reflexionar, en estos momentos, sobre nuestra conversión. Destacamos en negritas algunas frases.
La parábola de los dos
hermanos
(el hijo pródigo y el
hijo que se quedó en casa) y del padre bueno (Lc 15, 11-32)
Esta parábola de
Jesús, quizás la más bella, se conoce también como la "parábola del hijo
pródigo". En ella, la figura del hijo pródigo está tan admirablemente
descrita, y su desenlace -en lo bueno y en lo malo- nos toca de tal manera el
corazón que aparece sin duda como el verdadero centro de la narración. Pero la
parábola tiene en realidad tres protagonistas. Joachim Jeremías y otros autores
han propuesto llamarla mejor la "parábola del padre bueno", ya que él
sería el auténtico centro del texto.
Pierre Grelot, en
cambio, destaca como elemento esencial la figura del segundo hijo y opina -a mi
modo de ver con razón- que lo más acertado sería llamarla "parábola de los
dos hermanos". Esto se desprende ante todo de la situación que ha dado
lugar a la parábola y que Lucas presenta del siguiente modo (Lc 15, 1 s):
"Se acercaban a Jesús los publicanos y pecadores a escucharle. Y los
fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: "Ese acoge a los pecadores
y come con ellos"". Aquí encontramos dos grupos, dos "hermanos":
los publicanos y los pecadores; los fariseos y los letrados. Jesús les responde
con tres parábolas: la de la oveja descarriada y las noventa y nueve que se
quedan en casa; después la de la dracma perdida; y, finalmente, comienza de
nuevo y dice: "Un hombre tenía dos hijos" (Lc 15, 11). Así pues, se trata de los dos.
El Señor retoma así
una tradición que viene de muy atrás: la temática de los dos hermanos recorre
todo el Antiguo Testamento, comenzando por Caín y Abel, pasando por Ismael e
Isaac, hasta llegar a Esaú y Jacob, y se refleja otra vez, de modo diferente,
en el comportamiento de los once hijos de Jacob con José. En los casos de
elección domina una sorprendente dialéctica entre los dos hermanos, que en el
Antiguo Testamento queda como una cuestión abierta. Jesús retoma esta temática
en un nuevo momento de la actuación histórica de Dios y le da una nueva
orientación. En el Evangelio de Mateo aparece un texto sobre dos hermanos
similar al de nuestra parábola: uno asegura querer cumplir la voluntad del
padre, pero no lo hace; el segundo se niega a la petición del padre, pero luego
se arrepiente y cumple su voluntad (cf. Mt 21, 28-32). También aquí se trata de
la relación entre pecadores y fariseos; también aquí el texto se convierte en
una llamada a dar un nuevo sí al Dios que nos llama.
Pero tratemos ahora de
seguir la parábola paso a paso. Aparece ante todo la figura del hijo pródigo,
pero ya inmediatamente, desde el principio, vemos también la magnanimidad del
padre. Accede al deseo del hijo menor de recibir su parte de la herencia y
reparte la heredad. Da libertad. Puede imaginarse lo que el hijo menor hará,
pero le deja seguir su camino.
El hijo se marcha
"a un país lejano". Los Padres han visto aquí sobre todo el
alejamiento interior del mundo del padre -del mundo de Dios-, la ruptura
interna de la relación, la magnitud de la separación de lo que es propio y de
lo que es auténtico. El hijo derrocha su herencia. Sólo quiere disfrutar.
Quiere aprovechar la vida al máximo, tener lo que considera una "vida en
plenitud". No desea someterse ya a ningún precepto, a ninguna autoridad:
busca la libertad radical; quiere vivir sólo para sí mismo, sin ninguna
exigencia. Disfruta de la vida; se siente totalmente
autónomo.
¿Acaso nos es difícil
ver precisamente en eso el espíritu de la rebelión moderna contra Dios y contra
la Ley de Dios? ¿El abandono de todo lo que hasta ahora era el fundamento
básico, así como la búsqueda de una libertad sin límites? La palabra griega
usada en la parábola para designar la herencia derrochada significa en el
lenguaje de los filósofos griegos "sustancia", naturaleza. El hijo
perdido desperdicia su "naturaleza", se desperdicia a sí mismo.
Al final ha gastado
todo. El que era totalmente libre ahora se convierte realmente en siervo, en un
cuidador de cerdos que sería feliz si pudiera llenar su estómago con lo que
ellos comían. El hombre que entiende la libertad como puro arbitrio, el simple
hacer lo que quiere e ir donde se le antoja, vive en la mentira, pues por su
propia naturaleza forma parte de una reciprocidad, su libertad es una libertad
que debe compartir con los otros; su misma esencia lleva consigo disciplina y
normas; identificarse íntimamente con ellas, eso sería libertad. Así, una falsa
autonomía conduce a la esclavitud: la historia, entretanto, nos lo ha
demostrado de sobra. Para los judíos, el cerdo es un animal impuro; ser
cuidador de cerdos es, por tanto, la expresión de la máxima alienación y el
mayor empobrecimiento del hombre. El que era totalmente libre se convierte en
un esclavo miserable.
Al llegar a este punto
se produce la "vuelta atrás". El hijo pródigo se da cuenta de que
está perdido. Comprende que en su casa era un hombre libre y que los esclavos
de su padre son más libres que él, que había creído ser absolutamente libre.
"Entonces recapacitó", dice el Evangelio (Lc 15, 17), y esta
expresión, como ocurrió con la del país lejano, repropone la reflexión
filosófica de los Padres: viviendo lejos de casa, de sus orígenes, dicen, este
hombre se había alejado también de sí mismo, vivía alejado de la verdad de su
existencia.
Su retorno, su
"conversión", consiste en que reconoce todo esto, que se ve a sí
mismo alienado; se da cuenta de que se ha ido realmente "a un país
lejano" y que ahora vuelve hacia sí mismo. Pero en sí mismo encuentra la
indicación del camino hacia el padre, hacia la verdadera libertad de
"hijo". Las palabras que prepara para cuando llegue a casa nos
permiten apreciar la dimensión de la peregrinación interior que ahora emprende.
Son la expresión de una existencia en camino que ahora -a través de todos los
desiertos- vuelve "a casa", a sí mismo y al padre. Camina hacia la
verdad de su existencia y, por tanto, "a casa". Con esta
interpretación "existencial" del regreso a casa, los Padres nos
explican al mismo tiempo lo que es la "conversión", el sufrimiento y
la purificación interna que implica, y podemos decir tranquilamente que, con
ello, han entendido correctamente la esencia de la parábola y nos ayudan a
reconocer su actualidad.
El padre ve al hijo "cuando
todavía estaba lejos", sale a su encuentro. Escucha su confesión y
reconoce en ella el camino interior que ha recorrido, ve que ha encontrado el
camino hacia la verdadera libertad. Así, ni siquiera le deja terminar, lo
abraza y lo besa, y manda preparar un gran banquete. Reina la alegría porque el
hijo "que estaba muerto" cuando se marchó de la casa paterna con su
fortuna, ahora ha vuelto a la vida, ha revivido; "estaba perdido y lo
hemos encontrado" (Lc 15, 32).
Los Padres han puesto
todo su amor en la interpretación de esta escena. El hijo perdido se convierte
para ellos en la imagen del hombre, el "Adán" que todos somos, ese
Adán al que Dios le sale al encuentro y le recibe de nuevo en su casa. En la
parábola, el padre encarga a los criados que traigan enseguida "el mejor
traje". Para los Padres, ese "mejor traje" es una alusión al
vestido de la gracia, que tenía originalmente el hombre y que después perdió
con el pecado. Ahora, este "mejor traje" se le da de nuevo, es el
vestido del hijo. En la fiesta que se prepara, ellos ven una imagen de la
fiesta de la fe, la Eucaristía festiva, en la que se anticipa el banquete
eterno. En el texto griego se dice literalmente que el hermano mayor, al
regresar a casa, oye "sinfonías y coros": para los Padres es una
imagen de la sinfonía de la fe, que hace del ser cristiano una alegría y una
fiesta.
Pero lo esencial del
texto no está ciertamente en estos detalles; lo esencial es, sin duda, la
figura del padre. ¿Resulta comprensible? ¿Puede y debe actuar así un padre?
Pierre Grelot ha hecho notar que Jesús se expresa aquí tomando como punto de
referencia el Antiguo Testamento: la imagen original de esta visión de Dios
Padre se encuentra en Oseas (cf. Os 11, 1-9). Allí se habla de la elección de
Israel y de su traición: "Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí;
sacrificaban a los Baales, e incensaban a los ídolos" (Os 11, 2). Dios ve
también cómo este pueblo es destruido, cómo la espada hace estragos en sus
ciudades (cf. Os 11, 6). Y entonces el profeta describe bien lo que sucede en
nuestra parábola: "¿Cómo te trataré, Efrain? ¿Acaso puedo abandonarte,
Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé
al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efrain; que soy Dios y no hombre,
santo en medio de ti..." (Os 11, 8 ss). Puesto que Dios es Dios, el Santo,
actúa como ningún hombre podría actuar. Dios tiene un corazón, y ese corazón se
revuelve, por así decirlo, contra sí mismo: aquí encontramos de nuevo, tanto en
el profeta como en el Evangelio, la palabra sobre la "compasión"
expresada con la imagen del seno materno. El corazón de Dios transforma la ira
y cambia el castigo por el perdón.
Para el cristiano
surge aquí la pregunta: ¿dónde está aquí el puesto de Jesucristo? En la
parábola sólo aparece el Padre. ¿Falta quizás la cristología en esta parábola?
Agustín ha intentado introducir la cristología, descubriéndola donde se dice
que el padre abrazó al hijo (cf. Lc 15, 20). "El brazo del Padre es el
Hijo", dice. Y habría podido remitirse a Ireneo, que describió al Hijo y
al Espíritu como las dos manos del Padre. "El brazo del Padre es el
Hijo": cuando pone su brazo sobre nuestro hombro, como "su yugo
suave", no se trata de un peso que nos carga, sino del gesto de aceptación
lleno de amor. El "yugo" de este brazo no es un peso que debamos
soportar, sino el regalo del amor que nos sostiene y nos convierte en hijos. Se
trata de una explicación muy sugestiva, pero es más bien una
"alegoría" que va claramente más allá del texto.
Grelot ha encontrado
una interpretación más conforme al texto y que va más a fondo. Hace notar que,
con esta parábola, con la actitud del padre de la parábola, como con las
anteriores, Jesús justifica su bondad para con los pecadores, su acogida de los
pecadores. Con su actitud, Jesús "se convierte en revelación viviente de
quien El llamaba su Padre". La consideración del contexto histórico de la
parábola, pues, delinea de por sí una "cristología implícita".
"Su pasión y su resurrección han acentuado aún más este aspecto: ¿cómo ha
mostrado Dios su amor misericordioso por los pecadores? Haciendo morir a Cristo
por nosotros "cuando todavía éramos pecadores" (Rm 5, 8). Jesús no
puede entrar en el marco narrativo de su parábola porque vive identificándose
con el Padre celestial, recalcando la actitud del Padre en la suya. Cristo
resucitado está hoy, en este punto, en la misma situación que Jesús de Nazaret
durante el tiempo de su ministerio en la tierra" (pp. 228 s). De hecho,
Jesús justifica en esta parábola su comportamiento remitiéndolo al del Padre,
identificándolo con El. Así, precisamente a través de la figura del Padre,
Cristo aparece en el centro de esta parábola como la realización concreta del
obrar paterno.
Y he aquí que aparece
el hermano mayor. Regresa a casa tras el trabajo en el campo, oye la fiesta en
la casa, se entera del motivo y se enoja. Simplemente, no considera justo que a
ese haragán, que ha malgastado con prostitutas toda su fortuna -el patrimonio
del padre-, se le obsequie con una fiesta espléndida sin pasar antes por una
prueba, sin un tiempo de penitencia. Esto se contrapone a su idea de la
justicia: una vida de trabajo como la suya parece insignificante frente al
sucio pasado del otro. La amargura lo invade: "En tantos años como te
sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito
para tener un banquete con mis amigos" (Lc 15, 29). El padre trata también
de complacerle y le habla con benevolencia. El hermano mayor no sabe de los
avatares y andaduras más recónditos del otro, del camino que le llevó tan
lejos, de su caída y de su reencuentro consigo mismo. Sólo ve la injusticia. Y
ahí se demuestra que él, en silencio, también había soñado con una libertad sin
límites, que había un rescoldo interior de amargura en su obediencia, y que no
conoce la gracia que supone estar en casa, la auténtica libertad que tiene como
hijo. "Hijo, tú estás siempre conmigo -le dice el padre-, y todo lo mío es
tuyo" (Lc 15, 31). Con eso le explica la grandeza de ser hijo. Son las
mismas palabras con las que Jesús describe su relación con el Padre en la
oración sacerdotal: "Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío" (Jn
17, 10).
La parábola se
interrumpe aquí; nada nos dice de la reacción del hermano mayor. Tampoco podría
hacerlo, pues en este punto la parábola pasa directamente a la situación real
que tiene ante sus ojos: con estas palabras del padre, Jesús habla al corazón
de los fariseos y de los letrados que murmuraban y se indignaban de su bondad
con los pecadores (cf. Lc 15, 2). Ahora se ve totalmente claro que Jesús
identifica su bondad hacia los pecadores con la bondad del padre de la
parábola, y que todas las palabras que se ponen en boca del padre las dice El
mismo a las personas piadosas. La parábola no narra algo remoto, sino lo que
ocurre aquí y ahora a través de El. Trata de conquistar el corazón de sus
adversarios. Les pide entrar y participar en el júbilo de este momento de
vuelta a casa y de reconciliación. Estas palabras permanecen en el Evangelio
como una invitación implorante. Pablo recoge esta invitación cuando escribe:
"En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios" (2Co 5,
20).
Así, la parábola se
sitúa, por un lado, de un modo muy realista en el punto histórico en que Jesús
la relata; pero al mismo tiempo va más allá de ese momento histórico, pues la
invitación suplicante de Dios continúa. Pero, ¿a quién se dirige ahora? Los
Padres, muy en general, han vinculado el tema de los dos hermanos con la
relación entre judíos y paganos. No les ha resultado muy difícil ver en el hijo
disoluto, alejado de Dios y de sí mismo, un reflejo del mundo del paganismo, al
que Jesús abre las puertas a la comunión de Dios en la gracia y para el que
celebra ahora la fiesta de su amor. Así, tampoco resulta difícil reconocer en
el hermano que se había quedado en casa al pueblo de Israel, que con razón
podría decir: "En tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una
orden tuya". Precisamente en la fidelidad a la Torá se manifiesta la
fidelidad de Israel y también su imagen de Dios.
Esta aplicación a los
judíos no es injustificada si se la considera tal como la encontramos en el
texto: como una delicada tentativa de Dios de persuadir a Israel, tentativa que
está totalmente en las manos de Dios. Tengamos en cuenta que, ciertamente, el
padre de la parábola no sólo no pone en duda la fidelidad del hijo mayor, sino
que confirma expresamente su posición como hijo suyo: "Hijo, tú estás
siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo". Sería más bien una interpretación
errónea si se quisiera transformar esto en una condena de los judíos, algo de
lo no se habla para nada en el texto.
Si bien es lícito
considerar la aplicación de la parábola de los dos hermanos a Israel y los
paganos como una dimensión implícita en el texto, quedan todavía otras
dimensiones. Las palabras de Jesús sobre el hermano mayor no aluden sólo a
Israel (también los pecadores que se acercaban a El eran judíos), sino al
peligro específico de los piadosos, de los que estaban limpios, "en
regla" con Dios como lo expresa Grelot (p. 229). Grelot subraya así la
breve frase: "Sin desobedecer nunca una orden tuya". Para ellos, Dios
es sobre todo Ley; se ven en relación jurídica con Dios y, bajo este aspecto, a
la par con Él. Pero Dios es algo más: han de convertirse del Dios-Ley al Dios más
grande, al Dios del amor. Entonces no abandonarán su obediencia, pero ésta
brotará de fuentes más profundas y será, por ello, mayor, más sincera y pura,
pero sobre todo también más humilde.
Añadamos ahora otro
punto de vista que ya hemos mencionado antes: en la amargura frente a la bondad
de Dios se aprecia una amargura interior por la obediencia prestada que muestra
los límites de esa sumisión: en su interior, también les habría gustado escapar
hacia la gran libertad. Se aprecia una envidia solapada de lo que el otro se ha
podido permitir. No han recorrido el camino que ha purificado al hermano menor
y le ha hecho comprender lo que significa realmente la libertad, lo que
significa ser hijo. Ven su libertad como una servidumbre y no están maduros
para ser verdaderamente hijos. También ellos necesitan todavía un camino;
pueden encontrarlo sencillamente si le dan la razón a Dios, si aceptan la
fiesta de Dios como si fuera también la suya. Así, en la parábola, el Padre nos
habla a través de Cristo a los que nos hemos quedado en casa, para que también
nosotros nos convirtamos verdaderamente y estemos contentos de nuestra fe.
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