sábado, 5 de mayo de 2018

Misterios gozosos (5)


Al comienzo del mes de mayo, Mes de la Virgen, contemplamos el 5° Misterio gozoso del Santo Rosario. Jesús, al cumplir los doce años, es llevado por sus padres a Jerusalén.

Resultado de imagen para Jesús entre los doctores, Giotto, h. 1302-1305. Padua, Capilla Scrovegni.

Había vivido su infancia en Nazaret con toda normalidad, creciendo en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres. María y José, que observaban todos los preceptos de la Ley, lo llevan al Templo. Ya lo habían presentado al nacer. Pero la Ley prescribía que, a los trece años cumplidos, los niños también debían acudir a Jerusalén en las tres grandes fiestas (Pascua, De las Semanas, de los Tabernáculos). Las familias piadosas de Israel los llevaban desde los doce años, para que así se acostumbraran a cumplir este precepto de la Ley.

Lo primero que Benedicto XVI señala en su libro sobre Jesús de Nazaret, al comentar este pasaje del Evangelio, es que el Señor cumple la Ley. No es un revolucionario, sino un judío obediente y dócil a lo que Yahvé había dispuesto para su Pueblo.

“En efecto, Jesús ha introducido en su misión de Hijo una nueva fase en la relación con Dios, inaugurando en ella una nueva dimensión de la relación del hombre con Dios. Pero esto no es un ataque a la piedad de Israel. La libertad de Jesús no es la libertad del liberal. Es la libertad del Hijo, y por ese mismo motivo es también la libertad de quienes son verdaderamente piadosos” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret).

Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle su plenitud (cfr. M5 5, 17). El verdadero contenido teológico al que apunta el breve pasaje de Jesús a los doce años es la perfecta conjunción entre la novedad radical que introduce el Señor y su fidelidad igualmente radical a la Ley de Dios.

El sentido del precepto era recordar a los israelitas que eran un Pueblo de peregrinos, un Pueblo siempre en Camino hacia el Único Dios en el Único Templo donde se le debería honrar.

En el ambiente de la Sagrada Familia se armonizan perfectamente la libertad de cada uno y la obediencia. Jesús podía decidir en qué comitiva ir. Por eso, al regreso de Jerusalén a Nazaret, quizá en la primera noche, sus padres no advierten que no va en el grupo de peregrinos. Preocupados, María y José regresan a la Ciudad santa y, al tercer día, encuentran a Jesús en el Templo, sentado en medio de los doctores, mientras los escuchaba y hacía preguntas (cfr. Lc 2, 46).

Esas tres jornadas hacen referencia a las que habría entre la Cruz y la Resurrección: días de ausencia de Jesús y de gran sufrimiento, especialmente para su Madre que le dice:

«Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados» (Lc 2, 48).

María sentiría algo del dolor de la espada que Simeón le había anunciado (cf. Lc 2, 35).     

Toda la vida del Señor está envuelta en el misterio. No podemos olvidar la distancia infinita que existe entre la creatura y su Creador, aunque tampoco la cercanía que Dios, rico en misericordia, ha querido que tengamos con Él.

Jesús responde a su Madre de manera impresionante:

«Pero ¿cómo? ¿Me habéis buscado? ¿No sabíais dónde tiene que estar un hijo? ¿Que tiene que estar en la casa de su padre, en las cosas del Padre?» (cf. Lc 2, 49).

Jesús está donde «debe» estar: con el Padre, en su casa.

La primera impresión es que Jesús desobedece a sus padres. En realidad lo que hace es obedecer a su Padre. Le «debe» obediencia en todo: su alimento es cumplir la voluntad de su Padre.

Jesús dice a sus discípulos, después del episodio de Cesarea de Filipo, que  Él «debe» sufrir mucho, ser rechazado, sufrir la ejecución y resucitar (cf. Mc 8, 31).

María no comprende las palabras de Jesús, pero las conserva en su corazón y allí las hace madurar poco a poco.

«Ellos no comprendieron lo que quería decir», y «su madre conservaba todo esto en su corazón» (Lc 2, 50-51).

El Papa Benedicto XVI nos hace notar que es necesaria la humildad para introducirnos en el misterio que el Padre nos revela en su Hijo.  

“Las palabras de Jesús son siempre más grandes que nuestra razón. Superan continuamente nuestra inteligencia. Es comprensible la tentación de reducirlas, manipularlas para ajustarlas a nuestra medida” (Jesús de Nazaret).

María cree y conserva la Palabra en su corazón.

En este contexto hay que entender las palabras de Papa Francisco en su Exhortación Apostólica Gaudete et Exultate sobre la novedad a la que tenemos que estar siempre abiertos.

“Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre, donde puede entrar el Señor con su constante novedad” (n. 68). “María, que supo descubrir la novedad que Jesús traía, cantaba: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1, 47)” (n. 124). “Dios siempre es novedad, que nos empuja a partir una y otra vez y a desplazarnos para ir más allá de lo conocido, hacia las periferias y las fronteras” (n. 135). “Esto [el discernimiento] resulta especialmente importante cuando aparece una novedad en la propia vida, y entonces hay que discernir si es el vino nuevo que viene de Dios o es una novedad engañosa del espíritu del mundo o del espíritu del diablo. En otras ocasiones sucede lo contrario, porque las fuerzas del mal nos inducen a no cambiar, a dejar las cosas como están, a optar por el inmovilismo o la rigidez. Entonces impedimos que actúe el soplo del Espíritu” (n. 168).

Es necesario siempre armonizar la apertura a las sorpresas de Dios con la fidelidad a lo que “permanece”. El domingo pasado leíamos en el Evangelio de la Misa las palabras de Jesús a sus discípulos sobre la importancia de “permanecer” en su Palabra.

“Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos” (Jn 15, 7).

María nos enseña a “permanecer” siempre fieles. ¿Cómo? Meditando en nuestro corazón la Palabra y dejando que el Espíritu nos llene de su Verdad, firme y fuerte y, al mismo tiempo, capaz de iluminar todas las situaciones de nuestra vida en la historia.



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