El
próximo lunes, 9 de abril, celebraremos en toda la Iglesia la Solemnidad de la Anunciación del Señor.
Estamos terminando la Semana de Pascua y la alegría de la Resurrección del
Señor invade nuestra alma.
Por otra
parte, el 16 de octubre de 2018 se
cumplen 15 años del final del Año del Rosario (2002-2003),
proclamado por San Juan Pablo II un año antes, con la publicación de la Carta
Apostólica Rosarium Virginis Mariae (RVM).
Hemos
pensado dedicar los posts de este
blog, a partir de ahora y durante las siguientes 20 semanas, a la contemplación del misterio de Cristo,
en los 20 misterios del Santo Rosario (ver El Santo Rosario, en Garabandal y este vídeo de Pueblo de María).
“El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter
mariano, es una oración centrada en la
cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad
de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio” (RVM, 1).
El Rosario era la oración predilecta de San
Juan Pablo II: “¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su
profundidad” (RVM, 2). Es un camino de
auténtica contemplación que se corresponde, de algún modo, con la “oración
del corazón”, u “oración de Jesús”, surgida sobre el humus del Oriente
cristiano (cfr. RVM, 5).
En el
Rosario contemplamos el rostro de Cristo y la
mejor manera de hacerlo es de la mano de Nuestra Señora, buscando los cinco aspectos de la contemplación de
Cristo que Ella nos enseña: 1) Recordar los misterios de Cristo, 2) Comprenderlos,
3) Configurarse con Él, 4) Rogarle a través de María (especialmente por la paz
y por la familia) y 5) Anunciar a Cristo con María (cfr. RVM, 12-17). “Nadie se
ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo”
(RVM, 10).
Iremos,
por tanto, señalando algunos puntos que nos puedan servir para contemplar con más fruto los misterios del Rosario. En primer
lugar, los gozosos.
Misterios
gozosos del Santo Rosario. La Anunciación del Señor o la Encarnación del Hijo de Dios
Se
aconseja rezar los misterios gozosos los
lunes y los sábados. El primero es la Anunciación del Señor, que
contemplaremos a continuación.
1. “Alégrate
María”
La
característica principal de estos misterios es “el gozo que produce el acontecimiento de la encarnación. Esto es
evidente desde la anunciación, cuando el saludo de Gabriel a la Virgen de
Nazaret se une a la invitación a la alegría mesiánica: "Alégrate, María"”
(RVM, 20).
“En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una
ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado
José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo:
«Alégrate, llena de
gracia, el Señor está contigo»” (Lc
1, 26-28).
¿Por qué
el Arcángel Gabriel comienza con estas palabras el anuncio de la encarnación
del Hijo de Dios? Porque no puede haber noticia más buena (Evangelio) para el
hombre caído. Es la Luz de Dios que se enciende
de una manera sorprendente y comienza a disipar las tinieblas del pecado.
La alegría
de la Virgen es silenciosa, contenida.
Sólo la guarda ella, en un principio: no se la comunica ni a José, su esposo. Es
la alegría y el silencio de Dios en
Ella. Así comienza la redención de los hombres. De este modo, tan oculto y
sencillo, inicia la revelación del designio salvífico de Dios.
¿Cuál es
la causa de la alegría de la Virgen? La gracia de la que está llena delante de
Dios: “El Señor está contigo”. La
presencia de Dios en nuestra vida, y de un Dios tan cercano que se ha querido
hacer uno de nosotros, es la razón de nuestra alegría permanente, que nadie nos
puede quitar. El saber que Dios nos ama
tanto, el conocer el amor de Dios
en profundidad es lo que más nos puede alegrar en esta vida.
“Si conocieras el amor de Dios”, dice
Jesús a la samaritana, junto al Pozo de Sicar. María nos enseña a conocer el
amor de Dios porque Ella lo experimentó toda su vida pero especialmente a
partir de que tuvo en su seno al Altísimo que se hizo Niño pequeño dentro de
Ella.
“Los ojos de su corazón se
concentran de algún modo en Él
ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los
meses sucesivos empieza a sentir su
presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus
ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo "envolvió
en pañales y le acostó en un pesebre" (Lc 2, 7)” (RVM, 10).
Siempre
que leemos el relato de la Anunciación lo deberíamos hacer de rodillas: tan sublime es todo lo que ahí se expresa con la mayor
sencillez.
Los santos —como san Josemaría— y los artistas cristianos, como Fra Angélico, se imaginan a
María recogida
en oración. Su alegría era una alegría con contenido. María era una mujer reflexiva, que meditaba en su
corazón todo lo que sucedía en Ella y a su alrededor.
2. La humildad
del Creador y la humildad de la creatura
Benedicto
XVI, en la homilía que pronunció en el Santuario de Loreto el 2 de septiembre
de 2007, decía que en la contemplación de este misterio podemos aprender la humildad del Creador y la humildad de la
creatura. La encarnación es un encuentro de dos humildades.
“Dios "ha
puesto los ojos en la humildad de su esclava" (Lc 1, 48). Dios aprecia
en María la humildad, más que cualquier otra cosa. Aquí, nuestro
pensamiento va naturalmente a la Santa Casa de Nazaret, que es el santuario
de la humildad: la humildad de Dios, que se hizo carne, se hizo
pequeño; y la humildad de María, que lo acogió en su seno. La humildad del
Creador y la humildad de la criatura” (Benedicto XVI, Homilía del 2-IX-2007).
Al
contemplar el primer misterio gozoso podemos fijarnos también en este otro rasgo de la Virgen que la hace ser tan
querida por Dios: la humildad.
“Ella se turbó
grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel.
El ángel le dijo:
«No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios.
Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.
Será grande, se llamará
Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre;
reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin»” (Lc
1, 29-33).
María es
consciente de la trascendencia de las palabras del Ángel. Por eso se “turba”, en su humildad. Es la reacción natural
de una joven que se sabe muy poca cosa y se asombra de la misión sublime a la
es llamada: ser la Madre de Dios.
El Papa
Benedicto XVI afirmaba que actualmente no
se valora debidamente la virtud de la humildad. El humilde parece que no
tiene nada que decir al mundo. Y sin embargo, este es el camino real, decía.
“Y no sólo porque la
humildad es una gran virtud humana, sino, en primer lugar, porque constituye
el modo de actuar de Dios mismo. Es el camino que eligió Cristo, el
mediador de la nueva Alianza, el cual, "actuando como un hombre
cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de
cruz" (Flp 2, 8)” (Ibidem).
Por eso,
el Papa aconsejaba a los jóvenes en Loreto:
“El mensaje es
este: no sigáis el camino del
orgullo, sino el de la humildad. Id contra corriente: no escuchéis
las voces interesadas y persuasivas que hoy, desde muchas partes, proponen modelos de vida marcados por
la arrogancia y la violencia, por la prepotencia y el éxito a toda costa, por
el aparecer y el tener, en detrimento
del ser” (Ibidem).
3. El fiat de la Virgen. La vocación de cada
hombre: maduración en la fe
El primer
día de la creación Dios dijo “Fiat Lux”,
“Qué la Luz exista”. Con la encarnación de Jesucristo, comienza el camino de la
Nueva Creación, que culminará el día de la Resurrección del Señor con un nuevo
estallido de Luz divina para el hombre y para el mundo.
Cristo es el Camino. En Él conocemos el
amor de Dios y conocemos la dignidad de cada hombre. Mirar a Cristo es la
vocación de todo hombre. Él desea salvarnos pero nos pide corresponder a la fe
que nos da a todos. La vocación personal es una maduración de nuestra fe en Cristo.
Dios quiere contar con nosotros, con nuestra
libertad. Al “Fiat lux” de la creación, responde María con su sencillo “fiat
mihi secundum verbum tuum”; “hágase en mí según tu palabra”.
“Y María dijo al ángel:
«¿Cómo será eso, pues no conozco varón?».
El ángel le contestó:
«El Espíritu Santo
vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso
el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios.
También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y
ya está de seis meses la que llamaban estéril, «porque para Dios nada hay imposible»».
María contestó:
«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».
Y el ángel se retiró” (Lc 1, 34-38).
Ante la pregunta de María sobre cómo podrá llevarse a cabo el designio salvífico
de Dios (el nombre de “Jesús” que debe poner a su Hijo significa “Dios salva”),
la respuesta del ángel, en el fondo
es sencilla: ten fe, Dios lo hará todo, “para Dios no hay nada imposible”.
El amor de Dios se manifiesta
para cada uno de modo diferente, porque todos somos hijos suyos “únicos”. No
hay dos almas iguales. Cada uno tenemos
una vocación personal, que también puede realizarse en uno de los muchos
caminos de santidad que se han abierto en la Iglesia.
Dios no deja sin vocación o sin
misión a nadie. Cada uno tenemos la tarea
de descubrir la propia vocación y de seguirla, confiando plenamente en que “quien
ha comenzado en nosotros una obra buena, Él la llevará a cabo hasta el día de
Cristo Jesús” (cfr. Fil 1, 6).
Dios es
quien escoge a cada hombre para una misión. A partir de la Encarnación a todos
nos llama a mirar a Cristo porque en
Él podemos conocer a Dios y conocer al
hombre, es decir, a cada uno de nosotros.
Dios cuenta con nosotros. Para Él
cada hombre vale toda la Sangre de
Cristo (cfr. 1 Cor 6, 20). Hemos sido creados a imagen suya. Esta es una
gran enseñanza del misterio que contemplamos. Él es capaz de escoger a una
humilde doncella de un pequeño pueblo de Israel en la Madre de Dios, la Mujer
del Apocalipsis vestida de sol, con la luna a sus pies y sobre su cabeza una
corona de doce estrellas (cfr. Apoc 12, 1).
Hace años, al principio de su
pontificado, Juan Pablo II nos animaba a contemplar el misterio de la
Encarnación, y a reconocer la gran
dignidad de cada persona humana.
«Al
recordar que “el Verbo se hizo carne”, es decir, que el Hijo de Dios se hizo hombre, debemos tomar conciencia de lo grande que
se hace todo hombre a través de este misterio; es decir, ¡a través de la
Encarnación del Hijo de Dios! Cristo, efectivamente, fue concebido en el seno
de María y se hizo hombre para revelar
el amor eterno del Creador y Padre, así como para manifestar la dignidad de
cada uno de nosotros» (Juan Pablo II,
Alocución en el rezo del Angelus,
Santuario de Jasna Gora, 5-VI-79).
“No temas, María”. Son las mismas palabras que Jesús dice a sus discípulos
en el día de la Resurrección: “No teman”. El secreto para ser fiel a la vocación
personal es confiar totalmente en Dios, como lo hace María: “fiat mihi secundum
verbum tuum”.
Al final de esta reflexión, pedimos
al Señor que, por mediación de la Santísima Virgen, nos conceda penetrar más profundamente en este misterio.
«Por el
misterio de la Encarnación del Verbo, en
los ojos de nuestra alma, ha brillado la luz nueva de tu resplandor, para que
contemplando a Dios visiblemente, seamos por Él arrebatados al amor de las
cosas invisibles» (Prefacio de Navidad).
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