En cada
uno de los Misterios gozosos del Santo Rosario se manifiesta, de modo
particular, la alegría de la Encarnación
del Hijo de Dios. No hay otro suceso en la historia de la humanidad que más
nos llene de gozo.
El Tercer
Misterio gozoso es el que ocupa el
centro de los cinco. No sólo por su posición entre ellos sino, sobre todo,
porque en él se ven cumplidas todas las expectativas de Israel, representado principalmente
por María y José.
Desde hacía nueve meses esperaban al
Salvador. Así lo había anunciado el Ángel: el nombre del Hijo del Altísimo
sería Jesús, que significa “Dios salva”. Sin embargo, pronto aprenderán, la
Virgen y el Santo Patriarca, que el modo como se irían desarrollando las cosas
no era quizá como cualquiera de nosotros lo hubiera planeado, sino muy
distinto. Dios quiere venir al mundo de una manera llena de sencillez y
humildad. Además, quiere que los que estarán más cerca de Él participen, desde
el principio de su pobreza y de sus sufrimientos.
En efecto,
María y José comprenden que Dios es el
que tiene la iniciativa siempre. Su misión es dejarse llevar por su
Providencia admirable, sin oponerse a lo que va sucediendo en su vida con
normalidad. Por ejemplo, cuando se promulga el censo de Quirino para todos los
habitantes de Israel, ellos, con toda naturalidad, se disponen para ir al
pueblo que es origen de su estirpe: Belén de Judá. No les extraña tampoco que,
al llegar a Belén, no encuentren una posada para que María pueda dar a luz a su
Niño. ¡Qué paradojas! El Rey del Universo no tiene dónde reclinar su cabeza, ya
desde su nacimiento.
Tienen que salir de Belén y alojarse en una
gruta a las afueras de la población, que sirve como establo para los
animales. Y ahí, en esa pobreza sorprendente, en esa situación dolorosa, nace
Jesús, como un implacable guerrero, en el silencio de la noche, desciende a una
tierra de exterminio, dice la Sagrada Escritura. Quiere venir al mundo como un
niño pequeño, inerme, indefenso, desvalido. Es el Dios Tres veces Santo,
Omnipotente y Eterno, Suma Verdad y Suma Bondad y, al mismo tiempo, es un niño
que llora de frío y necesita que su Madre lo envuelva en unos pañales y lo
recueste en el pesebre.
¡Que grandes lecciones nos da Jesús en este
Misterio! En primer lugar la lección de su gran Amor por los hombres. No rechaza
el abajarse hasta lo más ínfimo para manifestarnos cuándo le importamos cada
uno de nosotros. Quiere ser nuestro Hermano. Quiere pasar por todas las etapas
de la vida por la que pasa cada hombre o mujer.
Nos da también otras lecciones: de
humildad, de paciencia (sabe esperar 30 años antes de comenzar su misión de
anunciar el Reino), de obediencia a la Voluntad de su Padre, de pobreza y
desprendimiento.
Recientemente,
el Papa Francisco, en la Exhortación
Apostólica Gaudete et Exultate, comenta
cada una de las bienaventuranzas. Y, al detenerse en la primera de ellas, “bienaventurados
los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos”, dice lo
siguiente:
“Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el
corazón pobre, donde puede entrar el Señor con su constante novedad. Esta
pobreza de espíritu está muy relacionada con aquella «santa indiferencia» que
proponía san Ignacio de Loyola, en la cual alcanzamos una hermosa libertad
interior” (nn. 68 y 69).
Esa “santa indiferencia”, o abandono en la Providencia
divina, es la clave para vivir en este mundo como vivió el Señor. Le
interesa profundamente todo lo humano pero, al mismo tiempo, nos enseña a
valorarlo en su justa medida. Los verdaderos valores no son los que vemos con
nuestros ojos y tocamos con nuestras manos, es decir, las cosas materiales,
sino los que vemos con nuestro espíritu, que nos da a conocer lo que
trasciende. No es que sean despreciables las cosas de este mundo. No lo son
porque todas han sido creadas por Dios. Pero Dios no quiere que nos quedemos en
ellas, sino que sean como un trampolín que nos lleva a lo eterno, a lo que no
pasa.
Jesús, en
el Tercer Misterio gozoso, nos enseña a
tener la madurez de una persona adulta y sabia, pero la sencillez de un niño
recién nacido. Él lo dirá claramente durante su vida pública: “dejad que
los niños se acerquen a mí”; “de los que se hacen como niños es el Reino de los
Cielos”.
Platón,
en el Timeo cuenta de un bárbaro que
«había emitido un juicio irónico: afirmaba que los griegos eran aei paides, eterno niños: Platón no ve
ahí reproche alguno, sino una alabanza de la esencia griega. Consta que los
griegos querían ser un pueblo de filósofos, y no de tecnócratas; de eternos
niños, pues, que veían en la admiración el más alto estado de la existencia
humana. Sólo así se explica el significativo hecho de que los griegos no
hiciesen uso práctico alguno de sus innumerables inventos». Hay un tácito
parentesco entre el alma griega y el mensaje del evangelio. «No debe perecer la
admiración en el hombre, la capacidad de sorprenderse y de escuchar, que no se
pregunta sólo por la utilidad, sino que percibe la armonía de las esferas y se
alegra precisamente por lo que no es de utilidad para los hombres» (cfr. J.
Ratzinger, El Dios de Jesucristo,
Salamanca 1980, pp. 66-71),.
La infancia espiritual o vida de infancia
es, como afirmaba continuamente san Josemaría Escrivá de Balaguer, un camino
muy seguro para alcanzar la santidad. En el Diccionario de San Josemaría
encontramos el siguiente párrafo:
“Pequeñez y grandeza, humildad y audacia, debilidad y
reciedumbre, voluntad enérgica y docilidad (Camino, 871), sencillez y
prudencia, alegría íntima en el sufrimiento (Camino, 873): esas aparentes
paradojas –que reflejan el espíritu del Evangelio y de las bienaventuranzas
(cfr. ARELUNO, 1988, p. 169)– van mostrando los perfiles de la infancia espiritual.
Su raíz profunda es la filiación divina; su fundamento operativo necesario es
la humildad de la criatura que se abre a la grandeza de Dios. Va siempre
acompañada de una fe firme, de una esperanza inquebrantable y de un amor tierno
y fuerte, que ponen en quienes se saben hijos pequeños de Dios una particular
facilidad para olvidar las penas y descubrir en todo motivos de alegría, de
optimismo y de perseverancia, sobre todo, en el pedir: "Perseverar. –Un
niño que llama a una puerta, llama una y dos veces, y muchas veces..., y fuerte
y largamente, ¡con desvergüenza! Y quien sale a abrir ofendido, se desarma ante
la sencillez de la criaturita inoportuna... –Así tú con Dios" (Camino,
893)” (Voz “Infancia espiritual”, de María Elena Guerra Pratas).
Terminamos con una referencia a María,
en relación a la práctica de la infancia espiritual.
“La noción de infancia espiritual está caracterizada también
en la doctrina de san Josemaría por una intensa acentuación mariana. El
abandono en manos de Dios es, al mismo tiempo, por indiscutibles razones
teológicas, abandono en las manos maternales de María: "forma suprema de
la vida teologal" (ARELLANO, 1988, p. 167). San Josemaría ruega ese don
filial a la Madre de Dios y de los hombres: "Infancia sobrenatural: vida
de Fe, vida de Amor, vida de Abandono. Fiat. Madre Inmaculada, ¡Tú lo
harás!" (CECH, p. 24). Y lo vivió acogiéndose a su maternal protección
(cfr. C, 884, 898; AD, 290). Ella es Modelo de humilde confianza en Dios:
"El canto humilde y gozoso de María, en el «Magníficat», nos recuerda la
infinita generosidad del Señor con quienes se hacen como niños, con quienes se
abajan y sinceramente se saben nada" (F, 608). Y es también Maestra en el
arte de hacerse como niños ante Dios: "el misterio de María nos hace ver
que, para acercarnos a Dios, hay que hacerse pequeños. En verdad os digo
–exclamó el Señor dirigiéndose a sus discípulos–, que si no os volvéis y hacéis
semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18, 3).
Hacernos niños: renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que
nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de
nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser
pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los
niños, pedir como piden los niños. Y todo eso lo aprendemos tratando a
María" (ECP, 143). La hija predilecta de Dios es el prototipo de la vida
de infancia” (Ibidem).
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