“Ego cogito cogitationis pacis, et non
aflictionis” (Jer 29, 11). Con este breve texto del Libro de Jeremías,
comienza la Liturgia del Domingo XXXIII
del Tiempo Ordinario, en el Canto de entrada.
Aunque en
el Antiguo Testamento Yahvé se presente como un Dios Justiciero, es también un
Dios de Paz. La palabra “Justiciero” nos parece quizá dura y no nos gusta, de
entrada, llamarle a Dios así. ¿Por qué? Porque en nuestra época vemos la
justicia, ordinariamente, como algo frío, que castiga, que muchas veces se
equivoca o que está corrompida. La
justicia humana es imperfecta y puede ser odiosa, en ocasiones. Pero la Justicia de Dios es otra cosa
totalmente diferente.
“Porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los
caminos de ustedes son mis caminos —oráculo del Señor—. Como el cielo se alza
por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los
caminos y a los pensamientos de ustedes” (Is, 55 8-9).
En la Justicia
de Dios van siempre unidas la Verdad y la
Misericordia.
En este post reproducimos el Mensaje del Papa Francisco para la Primera
Jornada Mundial de los Pobres, que será mañana, 19 de noviembre de 2017. Esta iniciativa suya es una muestra clara
del deseo que tiene el Papa de que imitemos
a Jesús, que se hizo pobre, vivió entre los pobres y tuvo una especial
predilección por ellos: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3).
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MENSAJE
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
I
JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
Domingo
XXXIII del Tiempo Ordinario
19 de noviembre de 2017
19 de noviembre de 2017
No
amemos de palabra sino con obras
1. «Hijos
míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1 Jn 3,18).
Estas palabras del apóstol Juan expresan un imperativo que ningún cristiano
puede ignorar. La seriedad con la que el «discípulo amado» ha transmitido hasta
nuestros días el mandamiento de Jesús se hace más intensa debido al contraste
que percibe entre las palabras vacías presentes a menudo en
nuestros labios y los hechos concretos con los que tenemos que
enfrentarnos. El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha
de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres.
Por otro lado, el modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo
recuerda con claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero (cf. 1
Jn 4,10.19); y nos amó dando todo, incluso su propia vida (cf. 1
Jn 3,16).
Un amor
así no puede quedar sin respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es
decir, sin pedir nada a cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón
que cualquier persona se siente impulsada a corresponder, a pesar de sus
limitaciones y pecados. Y esto es posible en la medida en que acogemos en
nuestro corazón la gracia de Dios, su caridad misericordiosa, de tal manera que
mueva nuestra voluntad e incluso nuestros afectos a amar a Dios mismo y al
prójimo. Así, la misericordia que, por así decirlo, brota del corazón de la
Trinidad puede llegar a mover nuestras vidas y generar compasión y obras de
misericordia en favor de nuestros hermanos y hermanas que se encuentran
necesitados.
2. «Si el
afligido invoca al Señor, él lo escucha» (Sal 34,7). La Iglesia
desde siempre ha comprendido la importancia de esa invocación. Está muy
atestiguada ya desde las primeras páginas de los Hechos de los Apóstoles, donde
Pedro pide que se elijan a siete hombres «llenos de espíritu y de sabiduría»
(6,3) para que se encarguen de la asistencia a los pobres. Este es sin duda uno
de los primeros signos con los que la comunidad cristiana se presentó en la
escena del mundo: el servicio a los más pobres. Esto fue posible porque
comprendió que la vida de los discípulos de Jesús se tenía que manifestar en
una fraternidad y solidaridad que correspondiese a la enseñanza principal del
Maestro, que proclamó a los pobres como bienaventurados y herederos del
Reino de los cielos (cf. Mt 5,3).
«Vendían
posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada
uno» (Hch 2,45). Estas palabras muestran claramente la profunda
preocupación de los primeros cristianos. El evangelista Lucas, el autor sagrado
que más espacio ha dedicado a la misericordia, describe sin retórica la
comunión de bienes en la primera comunidad. Con ello desea dirigirse a los
creyentes de cualquier generación, y por lo tanto también a nosotros, para
sostenernos en el testimonio y animarnos a actuar en favor de los más
necesitados. El apóstol Santiago manifiesta esta misma enseñanza en su carta
con igual convicción, utilizando palabras fuertes e incisivas: «Queridos
hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para
hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que le aman?
Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y sin embargo, ¿no son los
ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los tribunales?
[...] ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene
obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana
andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice:
“Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario
para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí
sola está muerta» (2,5-6.14-17).
3. Ha
habido ocasiones, sin embargo, en que los cristianos no han escuchado
completamente este llamamiento, dejándose contaminar por la mentalidad mundana.
Pero el Espíritu Santo no ha dejado de exhortarlos a fijar la mirada en lo
esencial. Ha suscitado, en efecto, hombres y mujeres que de muchas maneras han
dado su vida en servicio de los pobres. Cuántas páginas de la historia, en
estos dos mil años, han sido escritas por cristianos que con toda sencillez y
humildad, y con el generoso ingenio de la caridad, han servido a sus hermanos
más pobres.
Entre
ellos destaca el ejemplo de Francisco de Asís, al que han seguido muchos santos
a lo largo de los siglos. Él no se conformó con abrazar y
dar limosna a los leprosos, sino que decidió ir a Gubbio
para estar con ellos. Él mismo vio en ese encuentro el punto
de inflexión de su conversión: «Cuando vivía en el pecado me parecía algo muy
amargo ver a los leprosos, y el mismo Señor me condujo entre ellos, y los traté
con misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me
convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3; FF 110).
Este testimonio muestra el poder transformador de la caridad y el estilo de
vida de los cristianos.
No
pensemos sólo en los pobres como los destinatarios de una buena obra de
voluntariado para hacer una vez a la semana, y menos aún de gestos improvisados
de buena voluntad para tranquilizar la conciencia. Estas experiencias, aunque
son válidas y útiles para sensibilizarnos acerca de las necesidades de muchos
hermanos y de las injusticias que a menudo las provocan, deberían introducirnos
a un verdadero encuentro con los pobres y dar lugar a un compartir que
se convierta en un estilo de vida. En efecto, la oración, el camino del
discipulado y la conversión encuentran en la caridad, que se transforma en
compartir, la prueba de su autenticidad evangélica. Y esta forma de vida
produce alegría y serenidad espiritual, porque se toca con la mano la carne
de Cristo. Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que
toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres, como confirmación de la
comunión sacramental recibida en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en
la sagrada liturgia, se deja encontrar por la caridad compartida en los rostros
y en las personas de los hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales
las palabras del santo Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar el cuerpo de
Cristo, no lo despreciéis cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístico
con ornamentos de seda, mientras que fuera del templo descuidáis a ese otro
Cristo que sufre por frío y desnudez» (Hom. in Matthaeum, 50,3: PG 58).
Estamos
llamados, por lo tanto, a tender la mano a los pobres, a encontrarlos, a
mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para hacerles sentir el calor del amor que
rompe el círculo de soledad. Su mano extendida hacia nosotros es también una
llamada a salir de nuestras certezas y comodidades, y a reconocer el valor que
tiene la pobreza en sí misma.
4. No
olvidemos que para los discípulos de Cristo, la pobreza es ante todo vocación
para seguir a Jesús pobre. Es un caminar detrás de él y con él, un camino
que lleva a la felicidad del reino de los cielos (cf. Mt 5,3; Lc 6,20).
La pobreza significa un corazón humilde que sabe aceptar la propia condición de
criatura limitada y pecadora para superar la tentación de omnipotencia, que nos
engaña haciendo que nos creamos inmortales. La pobreza es una actitud del
corazón que nos impide considerar el dinero, la carrera, el lujo como objetivo
de vida y condición para la felicidad. Es la pobreza, más bien, la que crea las
condiciones para que nos hagamos cargo libremente de nuestras responsabilidades
personales y sociales, a pesar de nuestras limitaciones, confiando en la
cercanía de Dios y sostenidos por su gracia. La pobreza, así entendida, es la
medida que permite valorar el uso adecuado de los bienes materiales, y también
vivir los vínculos y los afectos de modo generoso y desprendido (cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, nn. 25-45).
Sigamos,
pues, el ejemplo de san Francisco, testigo de la auténtica pobreza. Él,
precisamente porque mantuvo los ojos fijos en Cristo, fue capaz de reconocerlo
y servirlo en los pobres. Si deseamos ofrecer nuestra aportación efectiva al
cambio de la historia, generando un desarrollo real, es necesario que
escuchemos el grito de los pobres y nos comprometamos a sacarlos de su
situación de marginación. Al mismo tiempo, a los pobres que viven en nuestras
ciudades y en nuestras comunidades les recuerdo que no pierdan el sentido de la
pobreza evangélica que llevan impresa en su vida.
5.
Conocemos la gran dificultad que surge en el mundo contemporáneo para
identificar de forma clara la pobreza. Sin embargo, nos desafía todos los días
con sus muchas caras marcadas por el dolor, la marginación, la opresión, la
violencia, la tortura y el encarcelamiento, la guerra, la privación de la
libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la
emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la
esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada. La pobreza
tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses,
pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista inacabable y
cruel nos resulta cuando consideramos la pobreza como fruto de la injusticia
social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferencia
generalizada.
Hoy en
día, desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que
se acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada
de la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza
la propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Ante
este escenario, no se puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados. A la
pobreza que inhibe el espíritu de iniciativa de muchos jóvenes, impidiéndoles
encontrar un trabajo; a la pobreza que adormece el sentido de responsabilidad e
induce a preferir la delegación y la búsqueda de favoritismos; a la pobreza que
envenena las fuentes de la participación y reduce los espacios de la
profesionalidad, humillando de este modo el mérito de quien trabaja y produce;
a todo esto se debe responder con una nueva visión de la vida y de la sociedad.
Todos
estos pobres —como solía decir el beato Pablo VI— pertenecen a la Iglesia por
«derecho evangélico» (Discurso
en la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II,
29 septiembre 1963) y obligan a la opción fundamental por ellos. Benditas las
manos que se abren para acoger a los pobres y ayudarlos: son manos que traen
esperanza. Benditas las manos que vencen las barreras de la cultura, la
religión y la nacionalidad derramando el aceite del consuelo en las llagas de
la humanidad. Benditas las manos que se abren sin pedir nada a cambio, sin
«peros» ni «condiciones»: son manos que hacen descender sobre los hermanos la
bendición de Dios.
6. Al
final del Jubileo de la Misericordia quise ofrecer a la Iglesia la Jornada
Mundial de los Pobres, para que en todo el mundo las comunidades cristianas
se conviertan cada vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los
últimos y los más necesitados. Quisiera que, a las demás Jornadas mundiales
establecidas por mis predecesores, que son ya una tradición en la vida de
nuestras comunidades, se añada esta, que aporta un elemento delicadamente
evangélico y que completa a todas en su conjunto, es decir, la predilección de
Jesús por los pobres.
Invito a
toda la Iglesia y a los hombres y mujeres de buena voluntad a mantener, en esta
jornada, la mirada fija en quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo
nuestra solidaridad. Son nuestros hermanos y hermanas, creados y amados por el
Padre celestial. Esta Jornada tiene como objetivo, en primer
lugar, estimular a los creyentes para que reaccionen ante la cultura del
descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del encuentro. Al mismo tiempo,
la invitación está dirigida a todos, independientemente de su confesión
religiosa, para que se dispongan a compartir con los pobres a través de
cualquier acción de solidaridad, como signo concreto de fraternidad. Dios creó
el cielo y la tierra para todos; son los hombres, por desgracia, quienes han
levantado fronteras, muros y vallas, traicionando el don original destinado a
la humanidad sin exclusión alguna.
7. Es mi
deseo que las comunidades cristianas, en la semana anterior a la Jornada
Mundial de los Pobres, que este año será el 19 de noviembre, Domingo XXXIII
del Tiempo Ordinario, se comprometan a organizar diversos momentos de encuentro
y de amistad, de solidaridad y de ayuda concreta. Podrán invitar a los pobres y
a los voluntarios a participar juntos en la Eucaristía de ese domingo, de tal
modo que se manifieste con más autenticidad la celebración de la Solemnidad de
Cristo Rey del universo, el domingo siguiente. De hecho, la realeza de Cristo
emerge con todo su significado más genuino en el Gólgota, cuando el Inocente
clavado en la cruz, pobre, desnudo y privado de todo, encarna y revela la
plenitud del amor de Dios. Su completo abandono al Padre expresa su pobreza
total, a la vez que hace evidente el poder de este Amor, que lo resucita a nueva
vida el día de Pascua.
En ese
domingo, si en nuestro vecindario viven pobres que solicitan protección y
ayuda, acerquémonos a ellos: será el momento propicio para encontrar al Dios
que buscamos. De acuerdo con la enseñanza de la Escritura (cf. Gn 18,
3-5; Hb 13,2), sentémoslos a nuestra mesa como invitados de
honor; podrán ser maestros que nos ayuden a vivir la fe de manera más
coherente. Con su confianza y disposición a dejarse ayudar, nos muestran de
modo sobrio, y con frecuencia alegre, lo importante que es vivir con lo
esencial y abandonarse a la providencia del Padre.
8. El
fundamento de las diversas iniciativas concretas que se llevarán a cabo durante
esta Jornada será siempre la oración. No hay que
olvidar que el Padre nuestro es la oración de los pobres. La
petición del pan expresa la confianza en Dios sobre las necesidades básicas de
nuestra vida. Todo lo que Jesús nos enseñó con esta oración manifiesta y recoge
el grito de quien sufre a causa de la precariedad de la existencia y de la
falta de lo necesario. A los discípulos que pedían a Jesús que les enseñara a
orar, él les respondió con las palabras de los pobres que recurren al único
Padre en el que todos se reconocen como hermanos. El Padre nuestro es
una oración que se dice en plural: el pan que se pide es «nuestro», y esto
implica comunión, preocupación y responsabilidad común. En esta oración todos
reconocemos la necesidad de superar cualquier forma de egoísmo para entrar en
la alegría de la mutua aceptación.
9. Pido a
los hermanos obispos, a los sacerdotes, a los diáconos —que tienen por vocación
la misión de ayudar a los pobres—, a las personas consagradas, a las
asociaciones, a los movimientos y al amplio mundo del voluntariado que se
comprometan para que con esta Jornada Mundial de los Pobres se
establezca una tradición que sea una contribución concreta a la evangelización
en el mundo contemporáneo.
Que esta
nueva Jornada Mundial se convierta para nuestra conciencia
creyente en un fuerte llamamiento, de modo que estemos cada vez más convencidos
de que compartir con los pobres nos permite entender el Evangelio en su verdad
más profunda. Los pobres no son un problema, sino un recurso al cual acudir
para acoger y vivir la esencia del Evangelio.
Vaticano,
13 de junio de 2017
Memoria
de San Antonio de Padua
Francisco
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