Las lecturas de la Liturgia de la
Palabra del Domingo XXXII (Ciclo A)
durante el año, nos llevan a desear
vivamente el encuentro con Jesucristo, la Verdadera Sabiduría.
“Radiante e inmarcesible es la sabiduría, la ven con facilidad
los que la aman y quienes la buscan la
encuentran” (Sab 6, 12).
Con estas
palabras comienza la Primera Lectura, tomada del Libro de la Sabiduría.
La
Iglesia, en estas últimas semanas del Año Litúrgico, nos va orientando hacia el final de los tiempos y preparándonos para la
Segunda Venida de Jesucristo. Ciertamente no conocemos el día ni la hora de
ese suceso (cfr. el Evangelio de la Misa: Mt 25, 13), pero lo que sí sabemos es
que la vuelta del Señor nos sorprenderá,
pues llegará cuándo menos nos lo imaginemos, como sucedió en la parábola de las diez vírgenes:
“A medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a
su encuentro!”” (Mt 25, 6).
Algunos
estudiosos, como Antonio Yagüe (ver
los últimos vídeos subidos en su canal de YouTube), relacionan ingeniosamente
las señales que aparecen en la Sagrada
Escritura, en la Astronomía Sagrada y en las apariciones marianas de los
últimos siglos; y sostienen, con gran convicción, la proximidad ya muy cercana de la Venida del Señor.
Las
reflexiones son serias y bien fundamentadas. No cabe duda. Como decía el Cardenal Newman, el mejor método para
probar la existencia de Dios es la
convergencia de datos: tan claros y abundantes, que constituyen un firme argumento de credibilidad.
Sin
embargo, es algo incierto que nos
quede ya muy poco para comenzar con la Gran Tribulación, o que el Señor vaya a
volver, por ejemplo, en torno al año 2020, aunque haya muchos datos que apuntan a esa posibilidad.
A nuestro
juicio, no constituye una temeridad o insensatez sostener esas hipótesis, pero
tampoco estamos obligados a asegurar que son totalmente fiables. Siempre hay un margen de inseguridad en
la fe humana (con un indudable componente sobrenatural) sólo basada en los datos
estudiados por expertos, aunque sean tomados de la Sagrada Escritura o de
apariciones marianas con alto grado de fiabilidad, como las ocurridas en
Garabandal.
Nosotros nos inclinamos a pensar que sí hay muchas
señales de la cercana Vuelta del Señor. Por eso, las lecturas de la
Liturgia en estos próximos días (incluidas las dos primeras semanas del
Adviento), nos parece que pueden ser una ocasión
privilegiada para reavivar nuestro deseo de estar en vela, como las
vírgenes prudentes de la parábola:
“Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al
banquete de bodas, y se cerró la puerta (Mt 25, 10)”.
Los Nuevos Cielos y la Nueva Tierra (cfr.
Apocalipsis, 21 y 22), son la meta de nuestra vida. Es lo que más deseamos.
Llegar a vivir en plena unión con Dios es el gran anhelo de nuestro corazón, porque Dios nos ha creado para vivir en el Paraíso (que, en un principio, era
el Paraíso terrenal y ahora, después de la caída de nuestros primeros padres, el
Nuevo Paraíso, que nos ha prometido). La Jerusalén Celestial es nuestra Casa.
En estos días de noviembre, al rezar el Primer
Prefacio de difuntos, lo recordamos:
“En él [Cristo] brilla
la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, a quienes la certeza de
morir nos entristece, nos consuela la
promesa de la futura inmortalidad. Porque para los que creemos en ti, la
vida no termina, sino que se transforma, y al deshacerse esta morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.
Para
entrar en el Banquete Celestial, es esencial ir junto al Esposo, que es Jesucristo.
Es “en Cristo” donde brilla la esperanza de nuestra futura resurrección. Él es
la Sabiduría anunciada en la Primera Lectura de la Misa de este domingo.
Lo
verdaderamente importante —y particularmente ahora, en nuestra época— es “vivir en Cristo” (Fil 1, 21): ponerlo
en el centro de nuestra vida, en todos los
momentos y circunstancias. Para los que aman a Cristo, leíamos en el
Libro de la Sabiduría, es fácil descubrir la Sabiduría. Los que la buscan, la encuentran.
El Salmo 62, que rezaremos mañana, es muy
expresivo al respecto:
“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne
tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” (Ps 62, 2).
“Al que
madruga, Dios le ayuda”, dice un refrán castellano. Y así es. Madrugar es un signo de amor. Es una
señal de querer esperar, en vela, al Sol
Naciente del Amanecer Celestial. Es buscar con todo el corazón el encuentro
con el Amado, de una manera plena y definitiva.
“Quien madruga por ella [la Sabiduría] no se cansa, pues la
encuentra sentada a su puerta. Meditar sobre ella es prudencia consumada y el
que vela por ella pronto se ve libre de preocupaciones” (Sab 6, 14-15).
Más
adelante, el Libro de la Sabiduría continua
dándonos buenos consejos para esperar el Reino de los Cielos, que ya está
cerca.
“Su verdadero comienzo es el
deseo de instrucción, el afán de instrucción es amor, el amor es la
observancia de sus leyes, el respeto de las leyes es garantía de inmortalidad y
la inmortalidad acerca a Dios; por tanto, el deseo de la sabiduría conduce al
reino” (Sab 17-20).
El deseo de instrucción —de conocimiento
de la Palabra de Dios; de conocimiento de la Revelación, a través de la fe de
la Iglesia— y el cumplimiento de las
Leyes divinas (los Mandamientos, las Enseñanzas del Señor que nos llegan
por medio de su Esposa, la Iglesia), son el Camino hacia el Reino.
Concluimos
con una reflexión sobre la Segunda
Lectura de la Misa de mañana, tomada del a Primera Carta de San Pablo a los
Tesalonicenses, sobre la Parusía
(Segunda Venida de Jesucristo). El Apóstol habla
de la resurrección, en el Retorno de Cristo, que será doble:
“Pues el
mismo Señor, a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá
del cielo, y los muertos en Cristo
resucitarán en primer lugar; después
nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos llevados con ellos
entre nubes al encuentro del Señor, por los aires. Y así estaremos siempre con
el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras” (1 Tes 4, 16-18).
Todo esto
lo estudia muy detenidamente Antonio Yagüe en los vídeos que hemos mencionado
más arriba.
La Mujer vestida de sol con la luna a sus pies
(cfr. Apoc 12, 1), tal como está
representada en la imagen de la Virgen de Guadalupe, es la Mujer del Apocalipsis, la Reina de todas las naciones, Nuestra
Madre Inmaculada. En Ella, “vida dulzura y esperanza nuestra”, Madre de la
Sabiduría, ponemos toda nuestra
confianza en estos momentos de la historia.
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