Hoy se cumplen 85 años de la Fundación del Opus Dei, que nació en Madrid, el 2 de octubre de 1928. San Josemaría Escrivá de Balaguer, joven sacerdote de 26 años, "vio" lo que el Señor quería de él. "Recibió la iluminación sobre la Obra" que Dios había proyectado, desde la eternidad, para estos tiempos en los que vivimos, "hasta que haya hombres sobre la tierra".
Fue una iluminación sobrenatural. Se trató de una gracia extraordinaria, de una intervención especial de Dios en la vida de un hombre, pero con repercusiones importantes en la historia de la Iglesia y del mundo.
San Josemaría estuvo en Garabandal en el verano de 1962. Hace poco, pudimos hablar por teléfono con Jacinta, una de las niñas a las que se apareció la Virgen. Ella vive en California. Le preguntamos si recordaba la visita que hizo Josemaría a su pueblo. Jacinta dijo que ella no la recordaba, porque pasaron por Garabandal muchos sacerdotes en esa época, pero nos comentó que la que sí recordaba muy bien a San Josemaría era Mari Cruz, otra de las niñas videntes, que actualmente vive en España. Ver más datos en Garabandal - mensajes y estudios.
Con motivo de este aniversario, reproducimos un artículo de François Gondrand, que lleva por título: "Madrid, 2 de octubre de 1928" (ver fuente).
"La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre. Hace muchos años que el Señor la inspiraba a un instrumento inepto y sordo, que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de mil novecientos veintiocho" (San Josemaría Escrivá de Balaguer).
Muy de mañana, un
joven sacerdote de veintiséis años está celebrando la Santa Misa en la Capilla
de la planta baja de la Casa de los Misioneros de San Vicente de Paúl, en la
madrileña calle de García de Paredes. Es uno de los seis sacerdotes que están
haciendo unos ejercicios espirituales, comenzados dos días antes en dicha Casa.
Ese día la Iglesia
celebra la fiesta de los Santos Ángeles Custodios, como lo recuerda la liturgia
de la Misa: la colecta, la epístola –«Mira que enviaré al ángel mío para que te
guíe, y guarde en el viaje, hasta introducirte en el país que te he preparado.
Reverénciale y escucha su voz: por ningún caso le menosprecies...» (Ex. XXIII,
20–21)– y también el canto del Alleluia: «Bendecid al Señor todos vosotros, que
componéis su milicia, ministros suyos, que hacéis su voluntad» (Ps. CII, 21). Y
antes de iniciarse el Canon, el Prefacio:... «Per quem maiestatem tuam
laudant angeli: Sanctus, Sanctus, Sanctus...»
Llega el momento
supremo de la consagración, en el que se opera el misterio de amor de la
Transubstanciación: «Esto es mi Cuerpo... Este es el cáliz de mi Sangre...» Y
luego, la invocación a la Santísima Trinidad, por Cristo, con Él y en Él.
Después, la Comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo... Finalmente, nueva
invocación a los ángeles, la bendición final y el último Evangelio, el de San
Juan: «En el principio existía el Verbo...»
Tras las preces al pie
del altar, Josemaría Escrivá –que así se llama ese joven sacerdote– se va
despojando de los ornamentos, mientras reza las oraciones acostumbradas. Acto
seguido, comienza una larga acción de gracias.
Después de un desayuno
frugal, que no interrumpe el silencio y el recogimiento de estos ejercicios
cerrados, vuelve a su habitación. Sentado junto a la mesa de trabajo, ajeno a los
rumores de la calle, que llegan débilmente, sigue ordenando algunas notas que
ha ido tomando durante los últimos meses: resoluciones, propósitos, breves
invocaciones, llamadas repetidas, insinuaciones percibidas en la oración,
largamente meditadas desde entonces.
No ha hecho más que
empezar a releer algunas cuando, de repente, se da cuenta de que todo aquello
se ha ordenado por sí solo, iluminado por una luz completamente nueva, como un
rompecabezas cuyas piezas se hubiesen colocado en su lugar automáticamente;
como un cuadro del que hasta entonces sólo hubiese visto algunos detalles y que
ahora contempla en su totalidad...
Visión de una realidad
buscada incansablemente, a menudo a tientas, y sólo entrevista, que ahora se
impone con clara evidencia al espíritu y al corazón: miles, millones de almas
que elevan sus oraciones a Dios en toda la superficie de la tierra;
generaciones y generaciones de cristianos, inmersos en toda clase de
actividades humanas, ofreciendo al Señor sus tareas profesionales y las mil
preocupaciones de una vida ordinaria; horas y horas de trabajo intenso,
constante, que sube hacia el cielo como un incienso de agradable aroma desde
los cuatro puntos cardinales... Una multitud formada por ricos y pobres,
jóvenes y ancianos, de todos los países y de todas las razas. Millones y
millones de almas, a través de los tiempos y a lo largo del mundo... Un latir
invisible que recorre y riega la superficie de la tierra.
Miles, millones de
almas como un volteo incesante de campanas que repican y cuyas vibraciones
suben y suben, y se mezclan, y se amplifican... Campanas... Precisamente ahora,
desde hace unos instantes, llega hasta su cuarto el eco de las campanas de una
iglesia cercana. A unos cientos de metros de allí, a vuelo de pájaro, en la glorieta
de Cuatro Caminos, las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles
voltean en honor de su Santa Patrona. Benedicite Dominum, omnes angeli
eius... (Ps. CII, 20).
Miles, millones de
criaturas celestiales, presentan al Señor, por mediación de la Reina de los
Ángeles, la ofrenda valiosa de unas vidas vividas totalmente para Él, de cara a
Él, en Él, entre gozos y lágrimas. Y la humilde prosa de esas vidas ordinarias
queda convertida en verso heroico, en grandioso poema de amor divino.
–¡Así que era eso, Señor!
–¡Así que era eso, Señor!
«Gozo, ¡lágrimas de
gozo!»
Aquí estoy, Señor,
porque me has llamado... (I Sam. III, 5, 6 y 9).
Inmensidad de la
grandeza y de la misericordia de Dios... gloria al Padre, gloria al Hijo,
gloria al Espíritu Santo, gloria a la Santísima Trinidad. Gloria a Santa María,
Madre de Dios.
Profunda, intensa,
amplia, caudalosa como los ríos que van a dar a la mar, surge una acción de
gracias que nunca terminará.
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