Hoy se cumplen 35 años del inicio del Pontificado de Juan Pablo II, que será canonizado el próximo 27 de abril. Además, estamos en el Mes del Rosario. Por eso, nos parece que vale la pena volver a leer el texto de dos alocuciones del Papa pronunciadas el 2 y 9 de octubre de 1983, hace ahora treinta años.
El Rosario,
plegaria en favor del hombre
Ángelus
2 de
octubre de 1983
1. En
este mes de octubre, consagrado por tradición al Santo Rosario, quiero dedicar
la alocución del Angelus a hablar de esta plegaria tan entrañable al corazón de
los católicos, tan amada por mí y tan recomendada por los Papas predecesores
míos.
En este
Año Santo extraordinario de la Redención, también el Rosario adquiere
perspectivas nuevas y se llena de intenciones más fuertes y más amplias que en
el pasado. Hoy no se trata de pedir grandes victorias. como en Lepanto y Viena,
sino que, más bien, se trata de pedir a María que nos haga valerosos
combatientes contra el espíritu del error y del mal, con las armas del
Evangelio, que son la cruz y la Palabra de Dios.
La
plegaria del Rosario es oración del hombre en favor del hombre: es la oración
de la solidaridad humana, oración colegial de los redimidos, que refleja el
espíritu y las intenciones de la primera redimida, María, Madre e imagen de la
Iglesia: oración en favor de todos los hombres del mundo y de la historia,
vivos o difuntos, llamados a formar con nosotros Cuerpo de Cristo y a ser, con
El, coherederos de la gloria del Padre.
2. Al
considerar las orientaciones espirituales que sugiere el Rosario, oración
sencilla y evangélica (cf. Marialis cultus, 46), volvemos a encontrar las
intenciones que San Cipriano señalaba en el «Padre nuestro». Escribía él: «El
Señor, maestro de paz y de unidad, no quiso que orásemos individualmente y
solos. Efectivamente, no decimos: "Padre mío, que estás en los
cielos", ni "Dame mi pan de cada día". Nuestra oración es por
todos; de manera que, cuando rezamos, no lo hacemos por uno solo, sino por todo
el pueblo, ya que con todo el pueblo somos una sola cosa» (De dominica oratione,
8).
El Rosario
se dirige insistentemente a quien es la expresión más alta de la humanidad en
oración, modelo de la Iglesia orante y que suplica, en Cristo, la misericordia
del Padre. Lo mismo que Cristo «vive siempre para interceder por nosotros» (cf.
Hech 7, 25), también María continúa en el cielo su misión de Madre y se hace
voz de cada hombre y en favor de cada hombre, hasta la consumación perfecta del
número de los elegidos (cf. Lumen gentium,
62). Al rezarle le suplicamos que nos asista durante todo el tiempo de nuestra
vida presente y, sobre todo, en el momento decisivo para nuestro destino
eterno, que será la «hora de nuestra muerte».
El
Rosario es oración que indica la perspectiva del reino de Dios y orienta a los
hombres para recibir los frutos de la redención.
En este
mes de octubre dedicado tradicionalmente al Santo Rosario, quiero recordar a
todos que ésta es una oración del hombre para el hombre; es la oración de la
solidaridad humana que refleja el espíritu de María, madre e imagen de la
Iglesia. El Rosario se dirige a Aquella que es la expresión más alta de la
humanidad.
El Rosario,
memoria continuada de la redención
Ángelus
9 de
octubre de 1983
1.
Entre los muchos aspectos que los Papas, los Santos y los estudiosos han puesto
de relieve en el Rosario, en este Año Jubilar hay que recordar obligadamente
uno. El Santo Rosario es una memoria continuada de la redención, en sus etapas
más importantes: la Encarnación del Verbo, su Pasión y Muerte por nosotros, la
Pascua que El inauguró y que se consumará eternamente en los cielos.
Efectivamente,
al considerar los elementos contemplativos del Rosario, esto es, los misterios
en torno a los cuales se desgrana la oración vocal, podemos captar mejor por
qué esta guirnalda de Ave ha sido llamada «Salterio de la Virgen». Igual que
los Salmos recordaban a Israel las maravillas del Exodo y de la salvación
realizada por Dios, y llamaban constantemente al pueblo a la fidelidad a la
Alianza del Sinaí, del mismo modo el Rosario recuerda continuamente al pueblo
de la Nueva Alianza los prodigios de misericordia y de poder que Dios ha
desplegado en Cristo en favor del hombre, y lo llama a la fidelidad respecto a
sus compromisos bautismales. Nosotros somos su pueblo, El es nuestro Dios.
2. Pero
este recuerdo de los prodigios de Dios y esta llamada constante a la fidelidad
pasa, en cierto modo, a través de María, la Virgen fiel. La repetición del Ave
nos ayuda a penetrar, poco a poco, cada vez más hondamente en el profundísimo
misterio del Verbo Encarnado y salvador (cf. Lumen gentium, 65), «a través del
corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor» (Marialis cultus, 47).
Porque también María, como Hija de Sión y heredera de la espiritualidad
sapiencial de Israel, cantó los prodigios del Exodo; pero, como la primera y
más perfecta discípula de Cristo, anticipó y vivió la Pascua de la Nueva
Alianza, guardando y meditando en su corazón cada palabra y gesto del Hijo,
asociándose a El con fidelidad incondicional, indicando a todos el camino de la
Nueva Alianza: «Haced lo que El os diga» (Jn 2, 5). Hoy, glorificada en el
cielo, manifiesta realizado en Ella el itinerario del nuevo pueblo hacia la
tierra prometida.
3. Que
el Rosario, pues, nos sumerja en los misterios de Cristo, y proponga en el
rostro de la Madre a cada uno de los fieles y a toda la Iglesia el modelo
perfecto de cómo se acoge, se guarda y se vive cada palabra y acontecimiento de
Dios, en el camino todavía en marcha de la salvación del mundo.
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