Faltan pocas semanas para que celebremos la solemnidad de Cristo Rey (24 de noviembre de 2013), fecha en que concluirá el Año de la Fe, inaugurado por Benedicto XVI el 11 de octubre de 2012. Nos parece que, en estas semanas, puede ser oportuno releer algunas de las catequesis de nuestro amado Papa, Benedicto XVI, para volver a descubrir cuáles son los fundamentos de nuestra fe y cómo podemos alimentarla cada día. Cfr. la Carta Apostólica Porta Fidei).
«La fe es adherirse a quien me da
confianza y esperanza»
(Benedicto XVI, 24 oct 2012)
Queridos hermanos y hermanas
El pasado miércoles, con el
comienzo del Año de la Fe, comencé una nueva serie de catequesis sobre la fe.
Hoy quisiera reflexionar con ustedes sobre lo elemental: ¿qué es la fe? ¿tiene
sentido la fe en un mundo donde la ciencia y la tecnología han abierto nuevos
horizontes hasta hace poco impensables? ¿qué significa creer hoy en día? En
efecto, en nuestro tiempo es necesaria una educación
renovada en la fe, que abarque por cierto el conocimiento de sus verdades y de
los acontecimientos de la salvación, pero que, en primer lugar, nazca de un
verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarlo, de confiar en Él, de
modo que abrace toda nuestra vida.
En
la actualidad, junto con tantos signos buenos, crece también en nuestro
alrededor un desierto espiritual. A veces, se tiene la sensación – ante ciertos
acontecimientos de los que recibimos noticias cada día – de que el mundo no se
encamina hacia la construcción de una comunidad más fraterna y pacífica, las
mismas ideas de progreso y bienestar muestran también sus sombras. A pesar de
la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de los avances de la
tecnología, el hombre de hoy no parece ser verdaderamente más libre, más
humano, permanecen todavía muchas formas de explotación, de manipulación, de
violencia, de opresión, de injusticia ... Además, un cierto tipo de cultura ha
educado a moverse sólo en el horizonte
de las cosas, en lo posible, a creer sólo en lo que vemos y tocamos con
nuestras manos. Pero por otro lado, aumenta también el número de personas
que se sienten desorientadas y que tratan de ir más allá de una visión puramente horizontal de la realidad,
que están dispuestas a creer en todo y su contrario. En este contexto, vuelven
a surgir algunas preguntas fundamentales, que son mucho más concretas de lo que
parecen a primera vista: ¿qué sentido tiene vivir? ¿hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las generaciones
futuras? ¿en qué dirección orientar las decisiones de nuestra libertad para
lograr en la vida un resultado bueno y feliz resultado ser un éxito y una vida
feliz? ¿qué nos espera más allá del
umbral de la muerte?
De
estas preguntas que no se logran apagar, emerge cómo el mundo de la
planificación, del cálculo exacto y de la experimentación, en una palabra, el
conocimiento de la ciencia, si bien son importantes para la vida humana, no son suficientes. Nosotros necesitamos no sólo el pan
material, necesitamos amor, sentido y esperanza, un fundamento seguro, un
terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en
la crisis, en la oscuridad, en las dificultades y problemas cotidianos. La fe
nos dona precisamente esto: en una confiada entrega a un "Tú", que es
Dios, el cual me da una certeza diferente, pero no menos sólida que la que
proviene del cálculo exacto o de la ciencia.
La
fe no es un mero asentimiento intelectual del hombre a las verdades
particulares sobre Dios, es un acto con el cual me entrego libremente a un Dios
que es Padre y me ama, es adhesión a un
"Tú" que me da esperanza y confianza. Ciertamente, esta unión con
Dios no carece de contenido: con
ella, sabemos que Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, que hizo ver su
rostro y se acercó realmente a cada uno de nosotros. Aún más, Dios ha revelado
que su amor al hombre, a cada uno de nosotros es sin medida: en la Cruz, Jesús
de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre nos muestra, en la forma más luminosa,
hasta dónde llega este amor, hasta darse a sí mismo hasta el sacrificio total.
Con
el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el
fondo de nuestra humanidad, para volverla a llevar hacia Él, para elevarla
hasta que alcance su altura. La fe es
creer en este amor de Dios, que nunca falla ante la maldad de los hombres,
ante el mal y la muerte, sino que es capaz de transformar todas las formas de
esclavitud, brindando la posibilidad de la salvación
Tener
fe, entonces, es encontrar a ese
"Tú," a Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor
indestructible, que no sólo aspira a la eternidad, sino que la dona; es
entregarme a Dios con la actitud confiada de un niño, que sabe que todas sus
dificultades y todos sus problemas están a salvo en el "tú" de la
madre. Y esta posibilidad de la
salvación por medio de la fe es un don que Dios ofrece a todos los hombres.
Creo que deberíamos meditar más a menudo - en nuestra vida cotidiana,
caracterizada por problemas y situaciones a veces dramáticas – sobre el hecho
de que creer cristianamente implica ese
entregarme con confianza al sentido profundo que me sostiene - a mí y al
mundo – ese sentido que no somos capaces de darnos nosotros mismos, sino que
sólo podemos recibir como don, y que es el cimiento sobre el cual podemos vivir
sin miedos. Y debemos ser capaces de proclamar y anunciar esta certeza
liberadora y tranquilizadora de la fe, con palabras y con nuestras acciones
para mostrarla con nuestra vida como cristianos.
A
nuestro alrededor, sin embargo, vemos
cada día que muchas personas son indiferentes o se niegan a aceptar este
anuncio. Al final del Evangelio de Marcos, hoy tenemos palabras duras de
Resucitado que dice: "El que crea y
se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará." (Marcos 16:16).
Se perderá a sí mismo. Los invito a reflexionar sobre esto. La confianza en la
acción del Espíritu Santo, siempre nos debe empujar a predicar el Evangelio, a
dar testimonio valiente de la fe; pero, además de la posibilidad de una
respuesta positiva al don de la fe, también existe el riesgo de rechazo del Evangelio, de no querer recibir el encuentro vital con Cristo. San Agustín ya
ponía este problema en un comentario sobre la parábola del sembrador:
"Nosotros hablamos - decía- tiramos la semilla, esparcimos la semilla. Hay
quienes desprecian, hay los que critican, los que se burlan. Si les tememos, no
tenemos nada que sembrar y el día de la cosecha perderemos la cosecha. Así
pues, venga la semilla de la buena tierra" (Discursos sobre la disciplina
cristiana, 13,14: PL 40, 677-678). El rechazo, por lo tanto, no nos debe
desalentar. Como cristianos, somos testigos de este suelo fértil, nuestra fe,
incluso dentro de nuestros límites, demuestra que hay buena tierra, donde la
semilla de la Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia, paz y
amor, de nueva humanidad, de salvación. Y toda la historia de la Iglesia, con
todos los problemas, demuestra también que existe la tierra buena, existe la
semilla buena que da fruto.
Pero
preguntémonos: ¿de dónde saca el hombre
aquella apertura de corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho
visible en Jesucristo, muerto y resucitado, para recibir su salvación, para que
Él y su Evangelio sean la guía y la luz de la existencia? Respuesta:
Podemos creer en Dios porque Él viene a nosotros y nos toca, porque el Espíritu
Santo, don del Señor resucitado, nos hace capaces de acoger el Dios vivo. La fe
es, pues, ante todo un don sobrenatural,
un don de Dios. El Concilio Vaticano II afirma, cito: " Para profesar esta
fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, y son necesarios los
auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y
da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad"(Constitución
dogmática. Dei Verbum, 5). La base de nuestro camino de fe es el bautismo, el
sacramento que nos da el Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios en Cristo,
y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree, sin
prevenir la gracia del Espíritu; y no creemos solos, sino junto con los
hermanos. A partir del Bautismo cada creyente está llamado a re-vivir y hacer
su propia confesión de fe, junto con sus hermanos.
La
fe es un don de Dios, pero también es un acto profundamente humano y libre. El
Catecismo de la Iglesia Católica lo dice claramente: "Sólo es posible
creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es
menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a
la libertad ni a la inteligencia del hombre "(n. 154). Es más, las implica
y los exalta, en una apuesta de vida que es como un éxodo, es decir: un salir de sí mismos, de los propias
seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de
Dios que nos muestra su camino para con seguir la verdadera libertad,
nuestra identidad humana, la verdadera alegría de corazón, la paz con todos. Creer es confiarse libremente y con alegría
al plan providencial de Dios en la historia, como lo hizo el patriarca
Abraham, como lo hizo María de Nazaret. La fe es, pues, un consentimiento con
el que nuestra mente y nuestro corazón dicen su "sí" a Dios,
confesando que Jesús es el Señor. Y este
"sí" transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de
sentido, que la hace nueva, rica de alegría y esperanza fiable.
Queridos
amigos, nuestro tiempo requiere
cristianos que han sido aferrados por Cristo, que crezcan en la fe a través
de la familiaridad con las Sagradas Escrituras y los Sacramentos. Personas que sean casi como un libro abierto que
narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia del Dios que
nos sostiene en el camino y nos abre a la vida que no tendrá fin. Gracias.
Muy oportuna esta inserción
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