El 28 de marzo de
2007, Benedicto XVI presentaba, en sus catequesis de los miércoles, la figura
de San Ireneo de Lyon, Padre de la Iglesia del siglo II que subrayó fuertemente
la importancia de mantenerse fieles a la Tradición de la Iglesia.
Hoy, hace cuatro
meses, el 28 de febrero, dejó la Sede de Pedro nuestro querido Papa Emérito
Benedicto. Y hoy, 28 de junio, la Iglesia celebra la memoria de San Ireneo,
mártir. Por otra parte, mañana, celebraremos la Solemnidad de San Pedro y San
Pablo y, podemos decir que, dentro del calendario litúrgico, es un día
especialmente dedicado a rezar por el Papa y manifestar nuestra unidad hacia él.
Por lo tanto, oremos por el Papa Francisco, y también por el Papa Emérito
Benedicto. Pidámosle al Espíritu Santo que a ambos los conserve, los vivifique,
los haga felices en esta tierra y no permita que ninguno de ellos caiga en las
manos de sus enemigos.
A continuación,
ofrecemos la catequesis de Benedicto XVI sobre San Ireneo de Lyon (28 de marzo
de 2007). Destacamos en negritas algunas frases significativas.
Queridos
hermanos y hermanas:
En las catequesis
sobre las grandes figuras de la Iglesia de los primeros siglos llegamos hoy a
la personalidad eminente de san Ireneo de Lyon. Sus noticias biográficas nos
vienen de su mismo testimonio, que nos ha llegado hasta nosotros gracias a
Eusebio en el quinto libro de la «Historia eclesiástica».
Ireneo nació con toda
probabilidad en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía) entre los años 135 y 140, donde
en su juventud fue alumno del obispo Policarpo, quien a su vez era discípulo
del apóstol Juan. No sabemos cuándo se transfirió de Asia Menor a Galia, pero
la mudanza debió coincidir con los primeros desarrollos de la comunidad
cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a Ireneo en el colegio de
los presbíteros.
Precisamente en ese
año fue enviado a Roma para llevar una
carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a
Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires,
entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años,
fallecido a causa de los malos tratos en la cárcel. De este modo, a su regreso,
Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al
ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202-203, quizá con el
martirio.
Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Del buen pastor tiene la prudencia, la
riqueza de doctrina, el ardor misionero. Como escritor, busca un doble objetivo: defender
la verdadera doctrina de los asaltos de los herejes, y exponer con claridad la verdad de la fe. A estos dos objetivos
responden exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros
«Contra las herejías» y «La exposición de la predicación apostólica», que puede
ser considerada también como el «catecismo de la doctrina cristiana» más
antiguo. En definitiva, Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.
La Iglesia del siglo
II estaba amenazada por la «gnosis», una doctrina que afirmaba que la fe
enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, pues
no son capaces de comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados,
los intelectuales —se llamaban «gnósticos»— podrían comprender lo que se
escondía detrás de estos símbolos y de este modo formarían un cristianismo de
élite, intelectualista.
Obviamente este
cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes
corrientes con pensamientos con frecuencia extraños y extravagantes, pero
atrayentes para muchas personas. Un elemento común de estas diferentes
corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios Padre de
todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el
mundo, afirmaban la existencia junto al Dios bueno de un principio negativo.
Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la materia.
Arraigándose
firmemente en la doctrina bíblica de la creación, Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las
realidades corporales. Reivindica con decisión la originaria santidad de la
materia, del cuerpo, de la carne, al igual que del espíritu. Pero su obra
va mucho más allá de la confutación de la herejía: se puede decir, de hecho,
que se presenta como el primer gran
teólogo de la Iglesia, que creó la teología sistemática; él mismo habla del
sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe. En el
centro de su doctrina está la cuestión de la «regla de la fe» y de su
transmisión. Para Ireneo la «regla de la fe» coincide en la práctica con el
«Credo» de los apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para
interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio,
nos ayuda a comprender lo que quiere decir, la manera en que tenemos que leer
el mismo Evangelio.
De hecho, el Evangelio predicado por Ireneo es el que
recibió de Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de Policarpo se remonta
al apóstol Juan, de quien Policarpo era discípulo. De este modo, la
verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe
sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el impartido por los obispos
que lo han recibido gracias a una cadena interrumpida que procede de los
apóstoles. Éstos no han enseñado otra cosa que esta fe sencilla, que es también
la verdadera profundidad de la revelación de Dios. De este modo, nos dice
Ireneo, no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para
intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común
de todos. Sólo es apostólica esta fe, procede de los apóstoles, es decir, de
Jesús y de Dios.
Al adherir a esta fe
transmitida públicamente por los apóstoles a sus sucesores, los cristianos
tienen que observar lo que dicen los obispos, tienen que considerar
específicamente la enseñanza de la
Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad:
de hecho, tiene su origen en las columnas del colegio apostólico, Pedro y
Pablo. Con la Iglesia de Roma tienen que estar en armonía todas las Iglesias,
reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la
única fe común de la Iglesia. Con estos argumentos, resumidos aquí de manera
sumamente breve, Ireneo confuta en sus fundamentos las pretensiones de estos
gnósticos, de estos intelectuales: ante todo, no poseen una verdad que sería
superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se
lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio
y monopolio de pocos, sino que todos las
pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los apóstoles, y
sobre todo del obispo de Roma. En particular, al polemizar con el carácter
«secreto» de la tradición gnóstica, y al constatar sus múltiples conclusiones
contradictorias entre sí, Ireneo se preocupa por ilustrar el concepto genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en
tres puntos.
a) La Tradición
apostólica es «pública», no privada
o secreta. Para Ireneo no hay duda alguna de que el contenido de la fe
transmitida por la Iglesia es el recibido de los apóstoles y de Jesús, el Hijo
de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiere conocer la verdadera
doctrina le basta conocer «la Tradición que procede de los apóstoles y la fe
anunciada a los hombres»: tradición y fe
que «nos han llegado a través de la sucesión de los obispos» («Contra las
herejías» 3, 3 , 3-4). De este modo, coinciden sucesión de los obispos,
principio personal, Tradición apostólica y principio doctrinal.
b) La Tradición
apostólica es «única». Mientras el
gnosticismo se divide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única
en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, Ireneo llama «regula
fidei» o «veritatis»: y dado que es única, crea unidad a través de los pueblos,
a través de las diferentes culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a
pesar de las diferentes lenguas y culturas. Hay una expresión preciosa de san
Ireneo en el libro «Contra las herejías»: «La Iglesia que recibe esta
predicación y esta fe [de los apóstoles], a pesar de estar diseminada en el
mundo entero, la guarda con cuidado, como si habitase en una casa única; cree
igualmente a todo esto, como quien tiene una sola alma y un mismo corazón; y
predica todo esto con una sola voz, y así lo enseña y trasmite como si tuviese
una sola boca. Pues si bien las lenguas en el mundo son diversas, única y
siempre la misma es la fuerza de la tradición. Las iglesias que están en las
Germanias no creen diversamente, ni trasmiten otra cosa las iglesias de las
Hiberias, ni las que existen entre los celtas, ni las de Oriente, ni las de
Egipto ni las de Libia, ni las que están en el centro del mundo» (1, 10, 1-2).
Ya en ese momento, nos encontramos en el año 200, se puede ver la universalidad
de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une
estas realidades tan diferentes, de Alemania a España, de Italia a Egipto y
Libia, en la común verdad que nos reveló Cristo.
c) Por último, la
Tradición apostólica es como él dice en griego, la lengua en la que escribió su
libro, «pneumática», es decir,
espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, se dice «pneuma». No se
trata de una transmisión confiada a la capacidad de los hombres más o menos
instruidos, sino al Espíritu de Dios,
que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la «vida» de
la Iglesia, que la hace siempre joven, es decir, fecunda de muchos carismas.
Iglesia y Espíritu para Ireneo son inseparables: «Esta fe», leemos en el tercer
libro de «Contra las herejías», «la hemos recibido de la Iglesia y la
custodiamos: la fe, por obra del Espíritu de Dios, como depósito precioso
custodiado en una vasija de valor rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también
a la vasija que la contiene… Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de
Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia» (3,
24, 1).
Como se puede ver,
Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición. Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo, pues
esta Tradición siempre está internamente vivificada por el Espíritu Santo, que
la hace vivir de nuevo, hace que pueda ser interpretada y comprendida en la
vitalidad de la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser
transmitida de manera que aparezca como
tiene que ser, es decir, «pública», «única», «pneumática», «espiritual». A
partir de cada una de estas características, se puede llegar a un fecundo
discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en el hoy de la Iglesia. Más en general,
según la doctrina de Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está
firmemente anclada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra
permanente de santificación de Espíritu. Esta doctrina es como una «senda
maestra» para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los
confines del diálogo sobre los valores, y para dar un empuje siempre nuevo a la
acción misionera de la Iglesia, a la fuerza de la verdad que es la fuente de
todos los auténticos valores del mundo.
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