sábado, 8 de junio de 2019

Acción santificante del Espíritu


En la víspera de la Solemnidad de Pentecostés, llegamos al tercer aspecto de la acción del Espíritu en la Iglesia. En esta ocasión nos referiremos a la acción santificante del Espíritu en las almas que son Templo del Espíritu Santo y preparan la Nueva Jerusalén.  

Resultado de imagen para Iconos antiguos sobre el Espíritu Santo 

Ahora, mientras vivimos en esta tierra, ya preparamos el Banquete celestial, las Bodas del Cordero. De hecho, cada vez que participamos en la Santa Misa, estamos metidos en la Liturgia celestial. Cada vez que comemos el Cuerpo del Señor, tenemos en nosotros una prenda de la vida futura.

En la Eucaristía, hecha posible por la invocación del sacerdote al Espíritu Santo durante la epíclesis de la Misa, es donde con mayor verdad y profundidad nos sumergimos en la Vida Eterna, la Nueva Vida que Cristo nos ha ganado con su Resurrección y Ascensión a los Cielos, y que nos otorga por la acción del Espíritu Santo.

El Cuerpo y la Sangre de Cristo, bajo las especies sacramentales del pan y del vino, nos proporcionan la Gracia del Espíritu, que es como el Vino Nuevo del que hablaba Jesús, que no se puede meter en odres viejos (cfr. Mc 2, 22).

San Agustín, en uno de sus sermones, lo expresa muy bien cuando describe lo que sucedió después que los discípulos hubieron recibido el Espíritu Santo el día de Pentecostés.

“Estos hombres están bebidos y llenos de mosto (Act. 2,  1-13)  Algo cierto había en sus burlas y sarcasmos. Un vino nuevo llenaba estos odres nuevos. Cuando se leyó el Evangelio oísteis decir: Nadie echa vino nuevo en odres viejos (Mt 9 1-17). El sensual no entiende las cosas del espíritu. La sensualidad es  decrepitud, la gracia es remozamiento, y cuanto más el hombre se remoce y mejore, tanto más penetra y gusta de las verdad. Un vino nuevo fermentaba en sus entrañas y de aquél fermento fluían las palabras en todas las lenguas” (SAN AGUSTIN, Sermo 267).   

El Espíritu es Vino Nuevo que nos rejuvenece, que nos renueva: “Envía tu Espíritu y serán creados. Y renovarás la faz de la tierra”. El Espíritu es de libertad, no de sujeción. Hay que entender bien esta última frase. La sujeción, la obediencia, es fundamental en el Misterio de la Redención. Juega un papel primordial.

Sin embargo, nuestra sujeción es a Dios, a Jesucristo (a quien están sometidas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra: cfr. Col 1, 16). También nos sometemos unos a otros (por ejemplo, los hijos a los padres; los ciudadanos a la autoridad constituida, etc.), por amor a Dios. Nos hacemos “todo para todos para salvarlos a todos” (1 Cor 9, 22).  

Precisamente, la capacidad de “someternos” a un plan de oración, a un horario, a las exigencias de un trabajo, a un plan  de vida…, es lo que nos llevará a conseguir las metas altas que nos hemos propuesto. Los hábitos buenos (las virtudes) se adquieren por la repetición de actos menudos, hechos constantemente y con perseverancia durante mucho tiempo.

Así es como se consigue la verdadera libertad desde el punto de vista humano; y también la libertad de los hijos de Dios, si todo ese esfuerzo lo hacemos por amor a Dios, para manifestar a Cristo que Él es Nuestro Rey y Señor.

Desde nuestro Bautismo, la efusión del Espíritu Santo en nuestra alma es constante. Todo depende de qué tanto le dejemos actuar en nosotros. Si somos dóciles, humildes y estamos deseosos de escuchar su Voz, notaremos inmediatamente su acción. Notaremos, especialmente su Amor, como sucedió en la vida de los primeros cristianos.

"El amor de Dios ha llenado nuestro corazón mediante el E.S. que se nos ha dado" (Rom 5, 5).

Se trata de un Amor sobrenatural, es decir, de la Caridad, que nos lleva a amar a Dios y a nuestros hermanos por amor a Dios.

“Es el Espíritu Santo muy amante del reposo y quietud; pero de ese reposo que siente el alma cuando no busca ni quiere otra cosa que a su Dios” (Francisca Javiera de Valle, Decenario del Espíritu Santo, p. 54).  

Estas son las dos coordenadas en las que hemos de movernos si queremos que el Espíritu Santo encuentre en nosotros una disposición buena, y pueda actuar plenamente en nuestra alma. En primer lugar el recogimiento y el silencio: el reposo y la quietud, que se consigue si somos almas contemplativas, si procuramos convertir en oración toda nuestra vida. En segundo lugar, la búsqueda continua del cumplimiento de la voluntad de Dios en las cosas pequeñas de cada día, siendo fieles a nuestros deberes más menudos, “somentiéndonos” a lo que la Providencia divina pone en nuestro camino; aceptando totalmente lo que Dios quiere de nosotros hoy y ahora.

También podríamos resumir las dos cualidades que se requieren para que el Espíritu Santo actúe en nuestras almas, con dos palabras: oración y mortificación, que son como el fundamento de toda la vida cristiana. Así, nuestra “acción” (nuestra vivencia de la caridad cristiana; nuestro apostolado), estará siempre sólidamente fundada.

Francisca Javiera del Valle (1856-1930), una mujer palentina que, en el primer tercio del siglo XX escribió un libro precioso sobre el Gran Desconocido, encarece mucho la importancia de la mortificación. El Espíritu Santo es fruto de la Cruz.

“La santidad se adquiere por la mortificación y en ella se perfecciona por la mortificación; a los muy mortificados suele Dios darles a gustar de estas cosas como para premiar su continuado trabajo” (Ibidem).

Esta mortificación, que no es otra cosa que el sometimiento del amor propio al amor de Dios, cuesta esfuerzo, pero es camino seguro para encontrar la verdadera alegría y, con ella, todos los frutos del Espíritu Santo en nuestra alma.

“Y por esto al continuado vencimiento en todo que el alma tiene, con el fin único de agradar a Dios, es el darle Dios estas cosas de dulzuras y consolaciones en premio” (Ibidem).

Terminamos con unas palabras de Francisca Javiera del Valle que, en su Decenario al Espíritu Santo, nos alienta a seguir el camino de Jesús: enterrarse como el grano de trigo para dar mucho fruto.   

“Pues animémonos nosotros a imitarles en esto y a mortificarnos sólo por dar gusto a Dios con ello y manifestarle con esto nuestro amor puro y desinteresado, para lograr con todo ello el amor a Dios en esta vida y continuar amándole por los siglos sin fin. Así sea” (Ibidem).

Mañana, Solemnidad de Pentecostés, queremos estar junto a Nuestra Señora, para que nos ayude a recibir al Espíritu Santo con las mejores disposiciones posibles.  



No hay comentarios:

Publicar un comentario