sábado, 29 de diciembre de 2018

Gloria a Dios en el Cielo

Los ángeles de la Navidad cantan una sola canción: “Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). Otra versión dice: “a los hombres que ama el Señor”.   

Adoración de los pastores - Colección - Museo Nacional del Prado 

Recientemente, Mons. Fernando Ocáriz, Prelado del Opus Dei, escribía: “Cada año, el eco de este canto llena el mundo entero, avivando en nosotros una alegre esperanza” (Mensaje de Navidad, 16 de diciembre de 2018) (ver aquí).

Lo primero es la gloria de Dios. Toda la creación le da gloria, lo alaba, lo bendice, le da gracias. La creación entera se alegra con el nacimiento del Niño Dios, del Hijo, de la Palabra de Dios Vivo. Si contemplamos con detenimiento el Misterio de la Encarnación, deberíamos de saltar de gozo y permanecer así sin dejar de dar gloria a Dios.

Pero también la segunda parte del canto angélico es importante: “y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”. San Ireneo de Lyon lo expresaba muy bien cuando escribía: “gloria Dei vivens homo; vita autem hominis cognitio Dei”. “La gloria de Dios es que el hombre viva; y la vida del hombre es el conocimiento de Dios”.

Dios desea que le demos gloria —principalmente los seres espirituales de la creación: los ángeles y los hombres— tomándonos en serio la vida que Él nos ha dado: viviendo plenamente. Y ¿cómo vivimos plenamente? Buscando un conocimiento amoroso de Dios.

Nuestra vida será plena sólo en la medida en que busquemos, con todas nuestras fuerzas, conocer más y mejor a Dios, para tratar de amarlo con el Amor con que Él nos ama. El hombre de “buena voluntad” el aquel que es amado por Dios y que procura dedicar todas sus fuerzas a amar a su Creador, Redentor y Santificador.

Para amar a Dios hay un solo Camino: Cristo. Por eso Mons. Ocáriz nos dice en un video reciente (21 de diciembre de 2018) (ver aquí) que “la Navidad es siempre una ocasión de contemplar a Dios en un Niño”. Mirar con calma y profundidad a Jesús, hecho Niño, nos introduce en el Misterio impresionante de Dios. Todas las palabras y las acciones de Jesús nos dan a conocer el “modo de ser de Dios”, es decir, que Dios es Amor.   

San Pablo, en la Carta a los Gálatas dice: “yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20). Tenemos que creer en el Amor de Dios por nosotros. Es un modo de enfocar la Navidad (cfr. video citado arriba).

Es lo mismo que dice San Juan: “Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4, 16).   

El conocimiento en el gran Amor que Dios nos tiene no se adquiere sólo por la razón. No basta. Mirando al Niño en el pesebre, hay que pedirle fe: “¡Auméntanos la fe! Para verte como Dios, como Amor de Dios por nosotros”.   

En Belén, Dios nos da grandes lecciones de fe, de amor, de humildad…, si sabemos mirar contemplativamente todo lo que ahí ocurre. Lo hacemos cuando leemos despacio el capítulo 2° de San Lucas y lo meditamos en la oración tratando de meternos en las escenas del Evangelio.

Jesús está en brazos de su Madre. María lo contempla extasiada. Tenía una fe inmensa y también un amor inmenso. Su fe está envuelta en la oscuridad del Misterio pero, a la vez, es luminosa como la luz del sol.
  
No es obstáculo la pobreza del establo para que Nuestra Señora estuviera radiante de alegría con su Niño. Está rodeada de unos pobres animales y de unos pobres pastores, pero en ellos la Virgen ve el diseño misterioso de Dios que ama la pobreza, lo insignificante y lo pequeño a los ojos de los hombres.

Nuestra Madre, al mirar a su Hijo, ve también a todos los hombres de la tierra, especialmente a quienes están más necesitados y solos. Nosotros podemos también aprender esta lección de Belén: Jesús viene a traer su Luz a los pobres. En esta Navidad nuestro corazón se llena de ternura y compasión por todos, porque todos somos pobres creaturas con necesidad de cariño.

Durante estos días santos podemos intentar darnos un poco más a los demás, a las personas con quienes convivimos diariamente, en la familia, en la convivencia social. Todos son hijos de Dios. Todos necesitan descubrir —creer— que Dios nos ama.

Si en cada familia cristiana se cuida el ambiente de Navidad —de alegría, de preocupación por servir, de esmerarse en tener detalles de delicadeza con todos— ¡qué distinto será el mundo en que vivimos!

La familia es el lugar donde aprendemos a darnos a los demás. Sólo así seremos constructores de la paz en el mundo. “En la tierra paz a los hombres de buena voluntad”. Es la “buena voluntad” de aprender a amar, porque creemos en el Amor que Dios nos manifiesta.

Todo esto no es algo fácil. La santidad es difícil. Lo “natural” no es el altruismo, sino el egoísmo, porque continúan en el mundo los efectos del pecado y el mal. Para conseguir la paz de Dios hay que luchar intensamente contra todas nuestras malas tendencias. Para llegar a ser “hombres de buena voluntad” es preciso el sacrificio continuo. Como dice el conocido villancico: Jesús “vino para padecer” y enseñarnos el camino de la Cruz que nos lleva a la Gloria.

¡El mundo está tan necesitado de paz! Pero, por eso mismo, también de lucha. Los antiguos decían: “Si vis pax, para bellum”. “Si quieres la paz, prepara la guerra”. No se trata de una guerra contra el vecino, sino contra nosotros mismos. No puede haber paz en el mundo si no hay paz en los corazones.

¿Y dónde está la paz? San Pablo nos dice: “Cristo es nuestra Paz” (Ef 2, 14). Así seremos sembradores de paz y de alegría: si buscamos a Cristo y lo llevamos a los demás, principalmente con nuestra coherencia de vida: siendo “otro Cristo”, “el mismo Cristo”. “Mihi enim vivere Christus est”. “Mi vivir es Cristo” (Fil 1, 21).

María nos enseñará a encontrar a Jesús en este Tiempo de Navidad y en nuestra vida ordinaria, donde Él nos espera siempre. 
  

No hay comentarios:

Publicar un comentario