sábado, 25 de noviembre de 2017

El Reino Nuevo de Cristo

Hace un año, en el día de la Solemnidad de Cristo Rey de 2016, terminaba el Año de la Misericordia que convocó el Papa Francisco. Un Año Jubilar especial, en el que podemos decir que las Puertas del Cielo estuvieron abiertas y el Espíritu Santo derramó abundantes gracias para toda la Humanidad.


Ha pasado un año, desde entonces, que ha sido también de muchas gracias, pues hemos celebrado el 100° aniversario de las apariciones de la Virgen en Fátima.

El día de Cristo Rey tiene una fascinación especial. Nos recuerda muchas cosas muy entrañables y es una fuente inagotable para nuestra meditación. Jesús es Rey del Universo. Su Reinado es un reinado universal y eterno; de verdad y de vida, de santidad y de gracia; de justicia, de amor y de paz (cfr. Prefacio de la Solemnidad de Cristo Rey).

El Señor es “Rex regum et Dominus dominantium”: Rey de reyes y Señor de los que dominan. Así volverá al final de los tiempos, como Rey, rasgando las nubes. Todo le será sometido.

Pero su Reinado no es de este mundo. Él mismo lo dijo a Pilato cuando le preguntó si era Rey. Jesús desea reinar en los corazones de los hombres. Desea que nosotros reinemos con Él y le pongamos en la entraña y en la cumbre de todas las actividades humanas, a través de nuestro trabajo y en la vida ordinaria.

San Josemaría Escrivá de Balaguer tuvo una gracia muy especial el 7 de agosto de 1931, cuando celebraba la Santa Misa en uno de los altares laterales del Patronato de Enfermos, en la Calle de Santa Engracia, en Madrid. Era el capellán de esa institución. Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerse -acababa de hacer in mente la ofrenda del Amor Misericordioso-, vino a su pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: “et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum” (Jn 12, 32). Y comprendió que serán los hombres y las mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vio triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas.  

La “Ofrenda al Amor Misericordioso” que rezó san Josemaría es la siguiente: "Padre Santo, por el Corazón Inmaculado de María, os ofrezco a Jesús vuestro Hijo muy amado, y me ofrezco a mí mismo, en El, por El y con El, a todas sus intenciones, y en nombre de todas las criaturas".

El Señor nos pide que, con nuestra vida de discípulos suyos, le pongamos muy en alto en todas las actividades humanas. Así, Él podrá venir a tomar posesión de su Reino.

Cristo es Rey y Pastor, como David. Pero es un Rey de Paz. "El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo..." (Sal 22, 1-4). El verdadero pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; Aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto.

En un mensaje que recibió Marga el 21 de octubre de 2015, Jesús le decía lo siguiente (parte del mensaje; las negritas son nuestras, y también lo que está entre paréntesis cuadrados):
“Camináis hacia la Resurrección de la carne. Pero el Reino Nuevo en la tierra no es el Reino [definitivo y último] con los cuerpos resucitados de todos los santos, y con los cuerpos condenados también resucitados eternamente condenados en el infierno. No. Todavía tenéis que vivir aquí el Reinado del Anticristo y el Reinado de Cristo [es decir, el Reino Nuevo en la tierra], posterior.
En el Reinado del Anticristo reinan, como sucesores de Adán y Eva pecando, la Falsa Iglesia y el Falso Cristo. Eva muerde la manzana y se la da a Adán. Ambos  caen.
El Reinado del Cristo [en la tierra transformada] es con la Nueva Eva y el Nuevo Adán. Eva: la Mujer, la Madre y Virgen. Adán: Cristo (…).
La Nueva Eva, la Mujer, María, es la Iglesia.
Cuando toda la Iglesia haya sido hecha María, Yo ven­dré a reinar. Habré podido venir a  reinar (…).
Se trata de hacer a toda la Iglesia, María (…) [es decir, mariana: impregnada de la humildad y el amor de María].
Tu momento [el tiempo de acción de Marga] es el reinado del Anticristo. Tu momento son los tres años del reinado de Satanás. Son los tres años donde mi Iglesia parecerá muerta, y que ha triunfado la muerte sobre mis elegidos.
Los tres años serán acortados (cfr. Mt 24, 22) por las súplicas de  una Madre junto con sus elegidos, junto con los corazones maternales.
Al igual que Yo resucité con las primeras horas del alba del tercer día, así, contado por años, lo haré con las prime­ras luces del alba del tercer año [que empezará con el reinado del Anticristo].
Al igual en la muerte de la Iglesia (…).
El día del comienzo del Reinado del Anticristo, también será un día de Cristo Rey”.

El 22 de noviembre de 2015, Fiesta de Cristo Rey, hubo una profanación de la Sagrada Eucaristía en Pamplona. Una persona, dijo que había robado 248 For­mas Consagradas, mientras disimulaba que iba a comulgar en la mano. A continuación colocó las Formas Consagradas en un plato junto a fotos vejatorias. Después, con ellas formó la palabra «pederastia» en el suelo. Esto se cometió en la Sala de Exposiciones del Ayunta­miento de Pamplona.

A pesar de los sacrilegios que van dándose en todo el mundo, podemos tener la plena confianza de que, después de esta época oscura (que se irá intensificando, especialmente cuando inicie el reinado del Anticristo), brillará de nuevo la Luz de Cristo Rey, en el Nuevo Reino, en el que la Iglesia será toda de María.



sábado, 18 de noviembre de 2017

“Yo tengo designios de paz, no de aflicción” (Jer 29, 11)

Ego cogito cogitationis pacis, et non aflictionis” (Jer 29, 11). Con este breve texto del Libro de Jeremías, comienza la Liturgia del Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, en el Canto de entrada.


Aunque en el Antiguo Testamento Yahvé se presente como un Dios Justiciero, es también un Dios de Paz. La palabra “Justiciero” nos parece quizá dura y no nos gusta, de entrada, llamarle a Dios así. ¿Por qué? Porque en nuestra época vemos la justicia, ordinariamente, como algo frío, que castiga, que muchas veces se equivoca o que está corrompida. La justicia humana es imperfecta y puede ser odiosa, en ocasiones. Pero la Justicia de Dios es otra cosa totalmente diferente.

“Porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos —oráculo del Señor—. Como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes” (Is, 55 8-9).

En la Justicia de Dios van siempre unidas la Verdad y la Misericordia.

En este post reproducimos el Mensaje del Papa Francisco para la Primera Jornada Mundial de los Pobres, que será mañana, 19 de noviembre de 2017. Esta iniciativa suya es una muestra clara del deseo que tiene el Papa de que imitemos a Jesús, que se hizo pobre, vivió entre los pobres y tuvo una especial predilección por ellos: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3).

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MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
I JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario
19 de noviembre de 2017
No amemos de palabra sino con obras

1. «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1 Jn 3,18). Estas palabras del apóstol Juan expresan un imperativo que ningún cristiano puede ignorar. La seriedad con la que el «discípulo amado» ha transmitido hasta nuestros días el mandamiento de Jesús se hace más intensa debido al contraste que percibe entre las palabras vacías presentes a menudo en nuestros labios y los hechos concretos con los que tenemos que enfrentarnos. El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres. Por otro lado, el modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo recuerda con claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero (cf. 1 Jn 4,10.19); y nos amó dando todo, incluso su propia vida (cf. 1 Jn 3,16).
Un amor así no puede quedar sin respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es decir, sin pedir nada a cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón que cualquier persona se siente impulsada a corresponder, a pesar de sus limitaciones y pecados. Y esto es posible en la medida en que acogemos en nuestro corazón la gracia de Dios, su caridad misericordiosa, de tal manera que mueva nuestra voluntad e incluso nuestros afectos a amar a Dios mismo y al prójimo. Así, la misericordia que, por así decirlo, brota del corazón de la Trinidad puede llegar a mover nuestras vidas y generar compasión y obras de misericordia en favor de nuestros hermanos y hermanas que se encuentran necesitados.

2. «Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha» (Sal 34,7). La Iglesia desde siempre ha comprendido la importancia de esa invocación. Está muy atestiguada ya desde las primeras páginas de los Hechos de los Apóstoles, donde Pedro pide que se elijan a siete hombres «llenos de espíritu y de sabiduría» (6,3) para que se encarguen de la asistencia a los pobres. Este es sin duda uno de los primeros signos con los que la comunidad cristiana se presentó en la escena del mundo: el servicio a los más pobres. Esto fue posible porque comprendió que la vida de los discípulos de Jesús se tenía que manifestar en una fraternidad y solidaridad que correspondiese a la enseñanza principal del Maestro, que proclamó a los pobres como bienaventurados y herederos del Reino de los cielos (cf. Mt 5,3).
«Vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,45). Estas palabras muestran claramente la profunda preocupación de los primeros cristianos. El evangelista Lucas, el autor sagrado que más espacio ha dedicado a la misericordia, describe sin retórica la comunión de bienes en la primera comunidad. Con ello desea dirigirse a los creyentes de cualquier generación, y por lo tanto también a nosotros, para sostenernos en el testimonio y animarnos a actuar en favor de los más necesitados. El apóstol Santiago manifiesta esta misma enseñanza en su carta con igual convicción, utilizando palabras fuertes e incisivas: «Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que le aman? Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y sin embargo, ¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los tribunales? [...] ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: “Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta» (2,5-6.14-17).

3. Ha habido ocasiones, sin embargo, en que los cristianos no han escuchado completamente este llamamiento, dejándose contaminar por la mentalidad mundana. Pero el Espíritu Santo no ha dejado de exhortarlos a fijar la mirada en lo esencial. Ha suscitado, en efecto, hombres y mujeres que de muchas maneras han dado su vida en servicio de los pobres. Cuántas páginas de la historia, en estos dos mil años, han sido escritas por cristianos que con toda sencillez y humildad, y con el generoso ingenio de la caridad, han servido a sus hermanos más pobres.
Entre ellos destaca el ejemplo de Francisco de Asís, al que han seguido muchos santos a lo largo de los siglos. Él no se conformó con abrazar y dar limosna a los leprosos, sino que decidió ir a Gubbio para estar con ellos. Él mismo vio en ese encuentro el punto de inflexión de su conversión: «Cuando vivía en el pecado me parecía algo muy amargo ver a los leprosos, y el mismo Señor me condujo entre ellos, y los traté con misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3; FF 110). Este testimonio muestra el poder transformador de la caridad y el estilo de vida de los cristianos.
No pensemos sólo en los pobres como los destinatarios de una buena obra de voluntariado para hacer una vez a la semana, y menos aún de gestos improvisados de buena voluntad para tranquilizar la conciencia. Estas experiencias, aunque son válidas y útiles para sensibilizarnos acerca de las necesidades de muchos hermanos y de las injusticias que a menudo las provocan, deberían introducirnos a un verdadero encuentro con los pobres y dar lugar a un compartir que se convierta en un estilo de vida. En efecto, la oración, el camino del discipulado y la conversión encuentran en la caridad, que se transforma en compartir, la prueba de su autenticidad evangélica. Y esta forma de vida produce alegría y serenidad espiritual, porque se toca con la mano la carne de Cristo. Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres, como confirmación de la comunión sacramental recibida en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en la sagrada liturgia, se deja encontrar por la caridad compartida en los rostros y en las personas de los hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales las palabras del santo Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo despreciéis cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístico con ornamentos de seda, mientras que fuera del templo descuidáis a ese otro Cristo que sufre por frío y desnudez» (Hom. in Matthaeum, 50,3: PG 58).
Estamos llamados, por lo tanto, a tender la mano a los pobres, a encontrarlos, a mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para hacerles sentir el calor del amor que rompe el círculo de soledad. Su mano extendida hacia nosotros es también una llamada a salir de nuestras certezas y comodidades, y a reconocer el valor que tiene la pobreza en sí misma.

4. No olvidemos que para los discípulos de Cristo, la pobreza es ante todo vocación para seguir a Jesús pobre. Es un caminar detrás de él y con él, un camino que lleva a la felicidad del reino de los cielos (cf. Mt 5,3; Lc 6,20). La pobreza significa un corazón humilde que sabe aceptar la propia condición de criatura limitada y pecadora para superar la tentación de omnipotencia, que nos engaña haciendo que nos creamos inmortales. La pobreza es una actitud del corazón que nos impide considerar el dinero, la carrera, el lujo como objetivo de vida y condición para la felicidad. Es la pobreza, más bien, la que crea las condiciones para que nos hagamos cargo libremente de nuestras responsabilidades personales y sociales, a pesar de nuestras limitaciones, confiando en la cercanía de Dios y sostenidos por su gracia. La pobreza, así entendida, es la medida que permite valorar el uso adecuado de los bienes materiales, y también vivir los vínculos y los afectos de modo generoso y desprendido (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 25-45).
Sigamos, pues, el ejemplo de san Francisco, testigo de la auténtica pobreza. Él, precisamente porque mantuvo los ojos fijos en Cristo, fue capaz de reconocerlo y servirlo en los pobres. Si deseamos ofrecer nuestra aportación efectiva al cambio de la historia, generando un desarrollo real, es necesario que escuchemos el grito de los pobres y nos comprometamos a sacarlos de su situación de marginación. Al mismo tiempo, a los pobres que viven en nuestras ciudades y en nuestras comunidades les recuerdo que no pierdan el sentido de la pobreza evangélica que llevan impresa en su vida.

5. Conocemos la gran dificultad que surge en el mundo contemporáneo para identificar de forma clara la pobreza. Sin embargo, nos desafía todos los días con sus muchas caras marcadas por el dolor, la marginación, la opresión, la violencia, la tortura y el encarcelamiento, la guerra, la privación de la libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada. La pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista inacabable y cruel nos resulta cuando consideramos la pobreza como fruto de la injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferencia generalizada.
Hoy en día, desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Ante este escenario, no se puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados. A la pobreza que inhibe el espíritu de iniciativa de muchos jóvenes, impidiéndoles encontrar un trabajo; a la pobreza que adormece el sentido de responsabilidad e induce a preferir la delegación y la búsqueda de favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes de la participación y reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de este modo el mérito de quien trabaja y produce; a todo esto se debe responder con una nueva visión de la vida y de la sociedad.
Todos estos pobres —como solía decir el beato Pablo VI— pertenecen a la Iglesia por «derecho evangélico» (Discurso en la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 29 septiembre 1963) y obligan a la opción fundamental por ellos. Benditas las manos que se abren para acoger a los pobres y ayudarlos: son manos que traen esperanza. Benditas las manos que vencen las barreras de la cultura, la religión y la nacionalidad derramando el aceite del consuelo en las llagas de la humanidad. Benditas las manos que se abren sin pedir nada a cambio, sin «peros» ni «condiciones»: son manos que hacen descender sobre los hermanos la bendición de Dios.

6. Al final del Jubileo de la Misericordia quise ofrecer a la Iglesia la Jornada Mundial de los Pobres, para que en todo el mundo las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados. Quisiera que, a las demás Jornadas mundiales establecidas por mis predecesores, que son ya una tradición en la vida de nuestras comunidades, se añada esta, que aporta un elemento delicadamente evangélico y que completa a todas en su conjunto, es decir, la predilección de Jesús por los pobres.
Invito a toda la Iglesia y a los hombres y mujeres de buena voluntad a mantener, en esta jornada, la mirada fija en quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra solidaridad. Son nuestros hermanos y hermanas, creados y amados por el Padre celestial. Esta Jornada tiene como objetivo, en primer lugar, estimular a los creyentes para que reaccionen ante la cultura del descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del encuentro. Al mismo tiempo, la invitación está dirigida a todos, independientemente de su confesión religiosa, para que se dispongan a compartir con los pobres a través de cualquier acción de solidaridad, como signo concreto de fraternidad. Dios creó el cielo y la tierra para todos; son los hombres, por desgracia, quienes han levantado fronteras, muros y vallas, traicionando el don original destinado a la humanidad sin exclusión alguna.

7. Es mi deseo que las comunidades cristianas, en la semana anterior a la Jornada Mundial de los Pobres, que este año será el 19 de noviembre, Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, se comprometan a organizar diversos momentos de encuentro y de amistad, de solidaridad y de ayuda concreta. Podrán invitar a los pobres y a los voluntarios a participar juntos en la Eucaristía de ese domingo, de tal modo que se manifieste con más autenticidad la celebración de la Solemnidad de Cristo Rey del universo, el domingo siguiente. De hecho, la realeza de Cristo emerge con todo su significado más genuino en el Gólgota, cuando el Inocente clavado en la cruz, pobre, desnudo y privado de todo, encarna y revela la plenitud del amor de Dios. Su completo abandono al Padre expresa su pobreza total, a la vez que hace evidente el poder de este Amor, que lo resucita a nueva vida el día de Pascua.
En ese domingo, si en nuestro vecindario viven pobres que solicitan protección y ayuda, acerquémonos a ellos: será el momento propicio para encontrar al Dios que buscamos. De acuerdo con la enseñanza de la Escritura (cf. Gn 18, 3-5; Hb 13,2), sentémoslos a nuestra mesa como invitados de honor; podrán ser maestros que nos ayuden a vivir la fe de manera más coherente. Con su confianza y disposición a dejarse ayudar, nos muestran de modo sobrio, y con frecuencia alegre, lo importante que es vivir con lo esencial y abandonarse a la providencia del Padre.

8. El fundamento de las diversas iniciativas concretas que se llevarán a cabo durante esta Jornada será siempre la oración. No hay que olvidar que el Padre nuestro es la oración de los pobres. La petición del pan expresa la confianza en Dios sobre las necesidades básicas de nuestra vida. Todo lo que Jesús nos enseñó con esta oración manifiesta y recoge el grito de quien sufre a causa de la precariedad de la existencia y de la falta de lo necesario. A los discípulos que pedían a Jesús que les enseñara a orar, él les respondió con las palabras de los pobres que recurren al único Padre en el que todos se reconocen como hermanos. El Padre nuestro es una oración que se dice en plural: el pan que se pide es «nuestro», y esto implica comunión, preocupación y responsabilidad común. En esta oración todos reconocemos la necesidad de superar cualquier forma de egoísmo para entrar en la alegría de la mutua aceptación.

9. Pido a los hermanos obispos, a los sacerdotes, a los diáconos —que tienen por vocación la misión de ayudar a los pobres—, a las personas consagradas, a las asociaciones, a los movimientos y al amplio mundo del voluntariado que se comprometan para que con esta Jornada Mundial de los Pobres se establezca una tradición que sea una contribución concreta a la evangelización en el mundo contemporáneo.

Que esta nueva Jornada Mundial se convierta para nuestra conciencia creyente en un fuerte llamamiento, de modo que estemos cada vez más convencidos de que compartir con los pobres nos permite entender el Evangelio en su verdad más profunda. Los pobres no son un problema, sino un recurso al cual acudir para acoger y vivir la esencia del Evangelio.

Vaticano, 13 de junio de 2017
Memoria de San Antonio de Padua
Francisco



sábado, 11 de noviembre de 2017

La Verdadera Sabiduría es Cristo

Las lecturas de la Liturgia de la Palabra del Domingo XXXII (Ciclo A) durante el año, nos llevan a desear vivamente el encuentro con Jesucristo, la Verdadera Sabiduría.


“Radiante e inmarcesible es la sabiduría, la ven con facilidad los que la aman y quienes la buscan la encuentran” (Sab 6, 12).

Con estas palabras comienza la Primera Lectura, tomada del Libro de la Sabiduría.

La Iglesia, en estas últimas semanas del Año Litúrgico, nos va orientando hacia el final de los tiempos y preparándonos para la Segunda Venida de Jesucristo. Ciertamente no conocemos el día ni la hora de ese suceso (cfr. el Evangelio de la Misa: Mt 25, 13), pero lo que sí sabemos es que la vuelta del Señor nos sorprenderá, pues llegará cuándo menos nos lo imaginemos, como sucedió en la parábola de las diez vírgenes:

“A medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!”” (Mt 25, 6).

Algunos estudiosos, como Antonio Yagüe (ver los últimos vídeos subidos en su canal de YouTube), relacionan ingeniosamente las señales que aparecen en la Sagrada Escritura, en la Astronomía Sagrada y en las apariciones marianas de los últimos siglos; y sostienen, con gran convicción, la proximidad ya muy cercana de la Venida del Señor.

Las reflexiones son serias y bien fundamentadas. No cabe duda. Como decía el Cardenal Newman, el mejor método para probar la existencia de Dios es la convergencia de datos: tan claros y abundantes, que constituyen un firme argumento de credibilidad.

Sin embargo, es algo incierto que nos quede ya muy poco para comenzar con la Gran Tribulación, o que el Señor vaya a volver, por ejemplo, en torno al año 2020, aunque haya muchos datos que apuntan a esa posibilidad.

A nuestro juicio, no constituye una temeridad o insensatez sostener esas hipótesis, pero tampoco estamos obligados a asegurar que son totalmente fiables. Siempre hay un margen de inseguridad en la fe humana (con un indudable componente sobrenatural) sólo basada en los datos estudiados por expertos, aunque sean tomados de la Sagrada Escritura o de apariciones marianas con alto grado de fiabilidad, como las ocurridas en Garabandal.

Nosotros nos inclinamos a pensar que sí hay muchas señales de la cercana Vuelta del Señor. Por eso, las lecturas de la Liturgia en estos próximos días (incluidas las dos primeras semanas del Adviento), nos parece que pueden ser una ocasión privilegiada para reavivar nuestro deseo de estar en vela, como las vírgenes prudentes de la parábola:

“Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta (Mt 25, 10)”.

Los Nuevos Cielos y la Nueva Tierra (cfr. Apocalipsis, 21 y 22), son la meta de nuestra vida. Es lo que más deseamos. Llegar a vivir en plena unión con Dios es el gran anhelo de nuestro corazón, porque Dios nos ha creado para vivir en el Paraíso (que, en un principio, era el Paraíso terrenal y ahora, después de la caída de nuestros primeros padres, el Nuevo Paraíso, que nos ha prometido). La Jerusalén Celestial es nuestra Casa. En estos días de noviembre, al rezar el Primer Prefacio de difuntos, lo recordamos:  

“En él [Cristo] brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, a quienes la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque para los que creemos en ti, la vida no termina, sino que se transforma, y al deshacerse esta morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.

Para entrar en el Banquete Celestial, es esencial ir junto al Esposo,  que es Jesucristo. Es “en Cristo” donde brilla la esperanza de nuestra futura resurrección. Él es la Sabiduría anunciada en la Primera Lectura de la Misa de este domingo.

Lo verdaderamente importante —y particularmente ahora, en nuestra época— es “vivir en Cristo” (Fil 1, 21): ponerlo en el centro de nuestra vida, en todos los  momentos y circunstancias. Para los que aman a Cristo, leíamos en el Libro de la Sabiduría, es fácil descubrir la Sabiduría. Los que la buscan, la encuentran.

El Salmo 62, que rezaremos mañana, es muy expresivo al respecto:

“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” (Ps 62, 2).  

“Al que madruga, Dios le ayuda”, dice un refrán castellano. Y así es. Madrugar es un signo de amor. Es una señal de querer esperar, en vela, al Sol Naciente del Amanecer Celestial. Es buscar con todo el corazón el encuentro con el Amado, de una manera plena y definitiva.

“Quien madruga por ella [la Sabiduría] no se cansa, pues la encuentra sentada a su puerta. Meditar sobre ella es prudencia consumada y el que vela por ella pronto se ve libre de preocupaciones” (Sab 6, 14-15).
   
Más adelante, el Libro de la Sabiduría continua dándonos buenos consejos para esperar el Reino de los Cielos, que ya está cerca.

“Su verdadero comienzo es el deseo de instrucción, el afán de instrucción es amor, el amor es la observancia de sus leyes, el respeto de las leyes es garantía de inmortalidad y la inmortalidad acerca a Dios; por tanto, el deseo de la sabiduría conduce al reino” (Sab 17-20).

El deseo de instrucción —de conocimiento de la Palabra de Dios; de conocimiento de la Revelación, a través de la fe de la Iglesia— y el cumplimiento de las Leyes divinas (los Mandamientos, las Enseñanzas del Señor que nos llegan por medio de su Esposa, la Iglesia), son el Camino hacia el Reino.

Concluimos con una reflexión sobre la Segunda Lectura de la Misa de mañana, tomada del a Primera Carta de San Pablo a los Tesalonicenses, sobre la Parusía (Segunda Venida de Jesucristo). El Apóstol habla de la resurrección, en el Retorno de Cristo, que será doble:

“Pues el mismo Señor, a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar; después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos llevados con ellos entre nubes al encuentro del Señor, por los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras” (1 Tes 4, 16-18).

Todo esto lo estudia muy detenidamente Antonio Yagüe en los vídeos que hemos mencionado más arriba.

La Mujer vestida de sol con la luna a sus pies (cfr. Apoc 12, 1),  tal como está representada en la imagen de la Virgen de Guadalupe, es la Mujer del Apocalipsis, la Reina de todas las naciones, Nuestra Madre Inmaculada. En Ella, “vida dulzura y esperanza nuestra”, Madre de la Sabiduría, ponemos toda nuestra confianza en estos momentos de la historia.



sábado, 4 de noviembre de 2017

La Eucaristía: sacramento de las transformaciones

En los dos mensajes que Nuestra Señora dio a las niñas en San Sebastián de Garabandal, primero de modo directo y luego a través del Arcángel San Miguel, la Virgen les habló de la Eucaristía.  


En el mensaje del 18 de octubre de 1961, les pidió: “Tenemos que visitar al Santísimo con frecuencia”. Y el 18 de junio de 1965, les dijo: “La Eucaristía cada vez se le da menos importancia”.

Para contribuir a llevar a cabo este deseo de la Virgen, y conocer mejor el Misterio de la Eucaristía, puede ser oportuno leer y meditar las palabras que dirigió el Cardenal Joseph Ratzinger, en Benevento, en octubre de 2002, a los participantes en un Congreso Eucarístico organizado por esa diócesis, que tenía como lema “Eucaristía, Comunión y Solidaridad”.

En la conclusión de esa intervención, el futuro Benedicto XVI explica cómo, Cristo anticipa en la Última Cena el Sacrificio de la Cruz, y pone en marcha lo que él llama las cinco transformaciones del Misterio de la Redención.

Transcribimos, a continuación, esas reflexiones del actual Papa emérito.

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Conclusión: Eucaristía como sacramento de las transformaciones

Volvamos a la santísima Eucaristía. ¿Qué sucedió realmente en la noche en que Cristo fue entregado? Escuchemos al respecto el Canon romano, el corazón de la "Eucaristía" de la Iglesia en Roma: «La víspera de su pasión, Jesús tomó el pan en sus santas y venerables manos, y, elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso, dando gracias te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros". Del mismo modo, acabada la cena, tomó este cáliz glorioso en sus santas y venerables manos, dando gracias te bendijo y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía».

¿Qué sucede aquí, en estas palabras? En primer lugar, nos viene a la mente la palabra transubstanciación. El pan se convierte en el cuerpo, en su cuerpo. El pan de la tierra se convierte en el pan de Dios, el "maná" del cielo, con el cual Dios alimenta a los hombres no sólo en la vida terrena, sino también en la perspectiva de la resurrección, más aún, ya la inicia. El Señor, que habría podido convertir las piedras en pan, que podía suscitar de las piedras hijos de Abraham, quiso que el pan se convirtiera en el cuerpo, en su cuerpo. Pero, ¿es posible esto? ; ¿cómo puede realizarse?

Tampoco nosotros podemos evitar las preguntas que se hacía la gente en la sinagoga de Cafarnaúm. Él está ahí, ante sus discípulos, con su cuerpo; ¿cómo puede decir sobre el pan: "esto es mi cuerpo"? Es importante ahora poner mucha atención a lo que el Señor dijo en verdad. No dijo simplemente: "esto es mi cuerpo", sino "esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros". Puede llegar a ser don, porque es donado. Por medio del acto de donación llega a ser capaz de comunicación, como transformado él mismo en don. Lo mismo podemos observar en sus palabras sobre el cáliz. Cristo no dice simplemente: "esta es mi sangre", sino "esta es mi sangre, que será derramada por vosotros". Por ser derramada, en cuanto derramada, puede ser donada.

Pero aquí surge una nueva pregunta: ¿qué significa "será entregado", "será derramada"? ¿Qué sucede aquí? En verdad, Jesús es asesinado, es clavado en la cruz y muere entre tormentos. Su sangre es derramada, primero en el huerto de los Olivos por el sufrimiento interior con respecto a su misión, y luego en la flagelación, en la coronación de espinas, en la crucifixión y, después de su muerte, cuando le traspasan el corazón. Lo que sucede aquí es, ante todo, un acto de violencia, de odio, que tortura y destruye.

En este punto nos encontramos un segundo nivel de transformación, aún más profundo: él transforma desde dentro el acto de violencia de los hombres contra él en un acto de entrega en favor de esos mismos hombres, en un acto de amor. Eso se puede reconocer dramáticamente en la escena del huerto de los Olivos. Lo que dice en el Sermón de la montaña, ahora lo realiza: no responde a la violencia con la violencia, como habría podido hacer, sino que pone fin a la violencia, transformándola en amor. El acto de asesinato, de la muerte, es transformado en amor; la violencia es vencida por el amor. Esta es la transformación fundamental, en la que se basa todo lo demás. Es la verdadera transformación, que el mundo necesita; la única que puede redimir al mundo.

Dado que Cristo, con un acto de amor, transformó y venció desde dentro la violencia, ha quedado transformada la muerte misma: el amor es más fuerte que la muerte. Permanece para siempre. y así en esta transformación se contiene la transformación, más amplia, de la muerte en resurrección, del cuerpo muerto en cuerpo resucitado. Si el primer hombre era un alma viva, como dice san Pablo, el nuevo Adán, Cristo, será en este acontecimiento espíritu que da vida (cf. 1 Co 15, 45). El resucitado es donación, es espíritu que da vida y, como tal, comunicable, más aún, comunicación. Eso significa que no se asiste a ninguna despedida de la materia; es más, de este modo la materia alcanza su fin: sin el acontecimiento material de la muerte y su superación interior, todo este conjunto de cosas no sería posible. y así, en la transformación de la resurrección, todo el Cristo sigue subsistiendo, pero ahora transformado de tal modo que el ser cuerpo y el entregarse ya no se excluyen, sino que están implicados uno en otro.

Antes de dar el próximo paso, tratemos de ver sintéticamente una vez más y de comprender todo este conjunto de realidades. En el momento de la última Cena, Jesús anticipa ya el acontecimiento del Calvario. Acoge la muerte en cruz y con su aceptación transforma el acto de violencia en un acto de donación, de autoefusión como dice san Pablo a propósito de su inminente martirio: "Aun cuando mi sangre fuera derramada como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegraría y congratularía con vosotros" (Flp 2,17). En la última Cena la cruz ya está presente, es aceptada y transformada por Jesús. Esta transformación primera y fundamental atrae hacia sí lo demás: el cuerpo mortal es transformado en el cuerpo de la resurrección: en el "espíritu que da vida". A partir de aquí resulta posible la tercera transformación: los dones del pan y del vino, que son dones de la creación ya la vez fruto del trabajo humano, de la "transformación" de la creación, son transformados, de forma que en ellos se hace presente el Señor mismo que se entrega, su donación, él mismo, pues él es don.

El acto de donación no es algo de él, es él mismo. A partir de aquí la mirada se abre a dos transformaciones ulteriores, que son esenciales en la Eucaristía desde el instante de su institución: el pan transformado, el vino transformado, en el que el Señor mismo se entrega como espíritu que da vida, está presente para transformarnos a nosotros, los hombres, a fin de que lleguemos a ser un solo pan con él y luego un solo cuerpo con él. La transformación de los dones, que es sólo la continuación de las transformaciones fundamentales de la cruz y la resurrección, no es el punto final, sino a su vez sólo un inicio. El fin de la Eucaristía es la transformación de los que la reciben en la auténtica comunión con su transformación.

Así, el fin es la unidad, la paz, que nosotros mismos, como individuos separados, que viven los unos junto a los otros o los unos contra los otros, llegamos a ser con Cristo y en él un organismo de donación, para vivir con vistas a la resurrección y al mundo nuevo. Así resulta visible la quinta y última transformación, que caracteriza este sacramento: a través de nosotros, los transformados, que hemos llegado a ser un solo cuerpo, un solo espíritu que da vida, toda la creación debe ser transformada. Toda a creación debe llegar a ser "una nueva ciudad", un nuevo paraíso, morada viva de Dios: Dios todo en todos (cf. 1 Co 15,28). Así describe san Pablo el fin de la creación, que debe configurarse a partir de la Eucaristía. Así la Eucaristía es un proceso de transformación, en el que estamos implicados, fuerza de Dios para la transformación del odio y de la violencia, fuerza de Dios para la transformación del mundo.

Por tanto, oremos para que el Señor nos ayude a celebrarla ya vivirla de este modo. Así pues, oremos para que él nos transforme a nosotros y transforme al mundo juntamente con nosotros en la nueva Jerusalén.