sábado, 30 de septiembre de 2017

"Viviendo la verdad con caridad" (Ef 4, 13)

San Pablo, en su Carta a los Efesios, nos ofrece unos consejos preciosos sobre el modo en que tenemos que buscar el gran bien de la unidad, especialmente dentro de la Iglesia.


Cada uno de los bautizados buscamos edificar el Cuerpo de Cristo  “hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13).

Esto es particularmente importante en las etapas de la historia de la Iglesia, como ahora, en los que se ve más evidente la falta de unidad en la fe, e incluso una “oculta apostasía”, como decía Juan Pablo II, en muchos que afirman profesar la fe católica.   

San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, escribe: “No olvides que la unidad es síntoma de vida: desunirse es putrefacción, señal cierta de ser un cadáver” (Camino 940). “El Autor no hace con estas palabras una observación pragmática ordenada al logro de unos resultados concretos. Enuncia más bien un principio capital de su concepción del Cristianismo y el modo de encarnarlo” (José Morales, Introducción a Estudios sobre Camino, p. 21).

San Pablo señala que la verdadera unidad requiere madurez humana y espiritual. Aunque Jesús nos pide hacernos como niños para entrar en el Reino de los cielos (cfr. Mt 19,14), al mismo tiempo, debemos comportarnos como adultos, como personas maduras.

San Josemaría solía decir que somos adultos que nos hacemos como niños por amor a Dios.

Por lo tanto, no deseamos ser como niños “que van de un lado a otro y están zarandeados por cualquier corriente doctrinal, por el engaño de los hombres, por la astucia que lleva al error. Por el contrario, viviendo la verdad con caridad [veritatem facientes in caritate], crezcamos en todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo —compacto y unido por todas las articulaciones que lo sostienen según la energía correspondiente a la función de cada miembro— va consiguiendo su crecimiento para su edificación en la caridad” (Ef 4, 14-16).

Esta idea (“veritatem facientes in caritate”) tiene un contenido riquísimo y constantemente aplicable a la vida práctica. Así es como vamos edificando el cuerpo de Cristo en la unidad.

San Josemaría Escrivá la explica de la siguiente manera: “Se intransigente en la doctrina y en la conducta [es decir, se fuerte en la verdad, como una persona madura y coherente en la fe que no va de un lado a otro] —Pero se blando en la forma— Maza de acero poderosa envuelta en funda acolchada. Se intransigente pero no seas cerril” (Camino 397).

Hoy, a muchos católicos que son maduros y coherentes con su fe, se les tacha de fariseos, rígidos y cerriles, porque defienden la verdad de la doctrina que la Iglesia ha creído siempre. En nuestra época, la tendencia general, de la mayoría, es más bien hacia el laxismo moral y no hacia la rigidez.

Ante la confusión doctrinal que hay en muchos ambientes, es importante se fuerte en la fe, como aconseja san Pablo a los Colosenses y a su discípulo Tito: “Vivid en él [en Cristo], enraizados y edificados sobre él, permaneciendo fuertes en la fe, tal como aprendisteis” (Col 2, 6-7); “que los ancianos sean sobrios, dignos y prudentes, fuertes en la fe, en la caridad y en la paciencia” (Tit 2, 2).

Ser fuerte en la fe no significa tratar mal a las personas. Todo lo contrario. Un católico que trata mal a los demás, se descalifica a sí mismo como discípulo de Cristo. El Señor nos enseñó a no rechazar a nadie, ni siquiera a quienes estén objetivamente en el error.

San Josemaría Escrivá de Balaguer trata, en varios puntos de Camino de la santa intransigencia: “La transigencia es señal cierta de no tener la verdad —Cuando un hombre transige en cosas de ideal, de honra o de Fe, ese hombre es un hombre sin ideal, sin honra y sin Fe” (n. 394).

En conciencia, no podemos transigir en cuestiones que afectan directamente a la fe, aunque eso lleve consigo la incomprensión y el rechazo de muchos. San Josemaría decía que es difícil vivir la virtud de la intransigencia “pues puede presentar como cerril a quien la ejerce” (texto del 12-V-1937).

La intransigencia en cosas de fe no es hosquedad o acritud. El discípulo de Cristo sabe que debe parecerse al Señor en su dulzura y amabilidad: “El corazón, a un lado. Primero, el deber —Pero, al cumplir el deber, pon en ese cumplimiento el corazón: que es suavidad” (Camino 162). La conciencia bien formada nos impone el deber de defender la verdad, con caridad: veritatem facientes in caritate.

En la edición crítica de Camino, el Profesor Pedro Rodríguez comenta lo siguiente al respecto: “El "deber", es decir, la verdad existencial, el seguimiento de la Verdad que es Cristo: es el tema "veritatem facientes in caritate" (Ef 4, 15), que San Pablo formula en clave de correspondencia humana, y que Agustín prolonga en clave de donación: "Parum est voluntate, etiam voluptate traheris" –no sólo me atraes con la voluntad sino con el afecto”.

La Liturgia de la Palabra de mañana (Domingo 26° durante el año), recoge tres textos (Ez 18, 25-28; Fil 2, 1-11 y Mt 21, 28-32) que, en el fondo, enseñan esta doctrina de Cristo: la necesidad de la conversión a la verdad (cfr. Primera Lectura) que se origina en una disposición humilde (cfr. Segunda Lectura); y la actitud llena de bondad del Padre que respeta la libertad de los hijos que llama a trabajar en su viña (cfr. Evangelio).

En la Primera Lectura, por ejemplo, Yahvé, a través del profeta Ezequiel afirma que cuando el inocente se aparta de la inocencia, muere por la maldad que cometió. En cambio, cuando el malvado se arrepiente y practica el derecho y la justicia, salva su propia vida. Hay un bien y un mal, que no cambian con la época o con las circunstancias personales. Cuando dos personas pecan contra el sexto mandamiento, nunca su acción puede convertirse en buena, bajo ninguna circunstancia (cfr. dos artículos de Leandro Bonnin, en InfoCatólica, que son muy ilustrativos al respecto: aquí y aquí). 

Es momento de rezar intensamente por el Papa y por la Iglesia: para que el Espíritu Santo se derrame abundantemente, por la intercesión de Nuestra Señor, y nos conceda ser fuertes en la fe y llenos de caridad hacia nuestros hermanos. Sólo así llegaremos a la unidad que Jesucristo pidió insistentemente a su Padre en la última Cena: “ut omnes unum sint” (Jn 17, 21).  

  

sábado, 23 de septiembre de 2017

El amor total, absoluto, es lo que cambia los corazones

“Señor Dios, que has hecho del amor a ti y a los hermanos la plenitud de todo lo mandado en tu santa ley, concédenos que, cumpliendo tus mandamientos, merezcamos llegar a la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo...” (Oración Colecta del XXV Domingo del Tiempo Ordinario).

 Cristo Redentore 1931 | Rio De Janeiro | Le sette meraviglie del mondo

Esta oración de la Iglesia nos recuerda lo esencial de nuestra fe: el primer mandamiento de la ley de Dios, el amor.

En Colombia, en su homilía de Medellín (“La vida cristiana como discipulado”), el Papa Francisco señalaba tres características para adquirir el estilo de quien desea seguir a Jesucristo: 1) ir a lo esencial, 2) renovarse e 3) involucrarse.  

La Oración colecta de la Misa e este domingo nos recuerda la primera condición de nuestra vida cristiana: lo esencial es siempre el amor. El Hijo de Dios se ha encarnado para manifestarnos el Amor del Padre y para que nosotros también lo manifestemos en nuestra vida.

La prioridad será siempre creer en Jesucristo y conocer el Amor que, a través suyo, Dios me manifiesta, como dice san Pablo:

“Yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20). “Para mí, la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” (cfr. Fil 1, 20-24.27; de la Segunda Lectura de la Misa).

Cada cristiano vive en la plena seguridad del amor que Dios nos tiene. Ese conocimiento del amor de Dios por cada uno, a medida que va creciendo en nosotros, nos lleva a la plenitud de la entrega a nuestros hermanos.

El amor de Dios crece en nosotros por la unión con Cristo en los sacramentos (sobre todo en la participación del Sacramento del Amor, la Eucaristía, y en el Sacramento del Perdón, la Penitencia), por la oración y la meditación de la Palabra de Dios, y por la entrega sincera a nuestros hermanos en la vida familiar y social, y el cumplimiento de los mandamientos de Dios (como dice la Oración Colecta).

El “éxito” apostólico de los primeros cristianos no se debió a sus cualidades, ni a su posición social, ni a sus fuerzas personales, sino a que estaban llenos del amor de Dios que trasmitían y “contagiaban” a los que tenían cerca. Fue un apostolado capilar, el que ejercitaron: de uno a uno, de persona a persona, todo hecho con gran naturalidad, sin salirse del lugar en el que Dios los había colocado.

Las otras dos características que señalaba el Papa Francisco son consecuencia de la primera: renovarse, es decir, renovar siempre el amor de Dios en nosotros (no dejar que se apague la hoguera que Él ha encendido en nuestra alma con el Bautismo); e involucrarse, es decir, “salir” de nuestra posible “tranquilidad” o “comodidad”, para lanzarnos al río y abrazar a nuestro hermano que se está ahogando.

Recientemente, en Milán, los organizadores de un congreso, leían una ponencia póstuma del Cardenal Carlo Caffarra en la que sostenía que el cristianismo no consiste intentar enseñar a nadar a una persona que se está ahogando en un río, ni tampoco echarle una cuerda para que se agarre a ella y pueda salir del peligro, sino echarse al agua, abrazarlo y sacarlo del río. Eso es lo que hizo Cristo con cada uno de nosotros. Eso es verdaderamente involucrarse en la tarea de la Redención.

Pero todo comienza por descubrir y re-descubrir cada día el amor de Dios por nosotros.

Esta frase del profeta Isaías, que leeremos en la Primera Lectura de la Misa de este domingo, es muy significativa: 

“Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes, sus caminos no son mis caminos, dice el Señor. Porque así como aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los de ustedes y mis pensamientos a sus pensamientos” (cfr. Is 55, 6-9).

Dios es bueno y generoso. Distribuye sus bienes cómo él quiere y siempre de manera justísima y, al mismo tiempo, nos llena de su misericordia, adaptándose a las circunstancias de cada uno de nosotros (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 20, 1-16).

Copio a continuación textos de algunos mensajes que recibió Marga, de Jesucristo, entre mayo y julio de 2001, y que son muy reveladores de lo mucho que Dios nos ama. Vale la pena leerlos despacio, meditarlos y sacar conclusiones para nuestra vida. Las negritas son nuestras y también lo que está entre paréntesis cuadrados [ ].

29-05-2001

Yo os transformaré, no os vais a reconocer. El Espíritu entrará en vosotros y os dará la vuelta. No se parece en nada cómo seréis y cómo sois ahora.

Insignificantes en número, más poderosos por el Espíritu. Poco valiosos en lo humano, ricos en mi Misericordia [en Amor].

Yo os preparo, preparaos, preparaos vosotros, con la formación, con la oración, con el estudio, preparaos. Vienen momentos difíciles, muy difíciles. Mis débiles ovejas tienen que hacerse fuertes en mi Corazón. Fuertes en mi Amor, Poderosos por el Espíritu. Sólo la persona que me ame mucho y que se deje llevar por el Espíritu, saldrá vencedora. Acudid a mi Madre, sabrá deciros cómo.

No sois tan espirituales que os habéis olvidado del cuerpo; no, tenéis cuerpo, pero éste se halla sometido al espíritu, conocéis cómo tira para abajo, pero os habéis hecho «duchos» en someterlo, con vuestra práctica espiritual, con vuestros hábitos buenos, con vuestra lucha constante, lucha que no es por la lucha en sí, sino por el Amor, hacia el que tienden todos vuestros actos.

Presentad la verdad en todo su atractivo. Para eso, antes, dejaos atrapar por ella y que os inunde hasta el fondo de vuestro ser.

Vivid felices en la Verdad. La Verdad os hace libres, os hace plenos, dichosos. Mostrad esa alegría al mundo.

07-06-2001

Renovad en el mundo el Amor a Cristo. Volved a poner mi Ley entre vosotros y volved a ser mi pueblo, antes no-pueblo, renovaos, reconvertíos. El Espíritu está volando ya hacia vosotros y actúa en vosotros.

01-07-2001

Tú has de decirles que Yo os amo, que no estén alejados de Dios, porque su Dios se ocupa de todos sus quehaceres, porque conoce todas sus inquietudes, porque Yo busco su bien, porque no quiero su mal. Porque no son anónimos para Dios, conozco cada uno de sus nombres, y los nombres de todos los suyos. Conozco sus ansias, sus anhelos, se cómo me buscan sin saberlo.

Si Yo veo un corazón susceptible de abrirse a Mí, corro hacia él y empleo todos los medios posibles.

03-07-2001

Me manifestaría en vosotros como explosión de Amor, porque mi Amor se consume hasta explotar, porque no se puede contener sólo en ese Corazón, y quiere llegar a todos, a los confines del orbe, a todas las almas. Onda expansiva de Amor que quiere afectar a todos. Y aquí estoy, aprisionado, sin poder salir, porque los míos no me llevan a las gentes.

30-07-2001

El amor total, absoluto, es lo que cambia los corazones, los de los que están a vuestro alrededor y el vuestro propio.

Transformaos radicalmente en el amor.

¿Por qué no atraéis a más gente? ¿Por qué no convertís a alguien? Es porque a vuestro alrededor no se respira el amor.

El amor es algo que tiene que estar en el ambiente, que se nota al simple contacto, que se palpa cuando es dueño de la persona. Casi se puede oler y sentir cuando existe realmente. Ése era el distintivo de los primeros cristianos. ¿Por qué creéis que se realizaban conversiones en masa a una vida que sabían que terminaría en cruz?: Por lo dulce que se les hacía vivir así y luego la recompensa eterna. Pero lo principal, porque veían cómo se amaban y querían ser amados y amar igual. Por contagio de unos con otros.

¡Oh, si vosotros os amarais de verdad! Cientos y cientos de personas sedientas y hambrientas de amor se os unirían a vosotros para alabar a Dios en la tierra y merecer el Cielo.

¡Oh si vosotros, hijos pequeños, tuvierais el mismo Amor de Cristo, el mismo Amor de su Madre!: seríais como un panal de miel al que acudirían muchas abejas, atraeríais irresistiblemente.

Amaos, hijos, amaos como Yo os amo, como Cristo os ama.

Amad, amad a los demás, a todos, aun a vuestros enemigos, con el Amor ardiente y pasional de Cristo por su Iglesia.

Entregaos, entregad todo vuestro ser, no migajas de vuestro ser, sino todo.

Toda persona sabe reconocer dónde hay amor verdadero. Lo reconocerá en vosotros, si lo tenéis, y ablandaréis su corazón hasta la propia conversión.



sábado, 16 de septiembre de 2017

Perdonar de corazón

Todos los días, cuando rezamos el Padrenuestro le pedimos al Señor: “perdona nuestras ofensas como también nosotros personamos a los que nos ofenden”. Esta petición la enseñó Jesús a sus discípulos y constituye un punto fundamental de nuestra vida en Cristo: perdonar.


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Hace poco leí una biografía de San Josemaría Escrivá de Balaguer (cfr. José Miguel Cejas, Cara y Cruz, Ed. San Pablo, Madrid 2015). El autor describe el ambiente de crispación, violencia y odio que había en Madrid a partir de abril de 1931, cuando cayó la monarquía de Alfonso XIII y se instauró la Segunda República. La sociedad estaba dividida y radicalizada. San Josemaría era un sacerdote de 29 años, pero con una gran madurez. En su labor pastoral buscaba crear corrientes de unidad y no de división. Podría decirse que su lema era “rezar, disculpar, comprender, perdonar…”. Tenía sus brazos de sacerdote abiertos para todos. No rechazaba a nadie.

Este ejemplo nos puede ayudar a nosotros, en la época que nos ha tocado vivir ahora. Tanto en la sociedad civil como en la Iglesia vemos posiciones en pugna, incomprensiones, juicios duros de unos para con otros. En definitiva: una gran división, que no puede ser causada más que por el maligno. No olvidemos que la palabra castellano “demonio” es la traducción del hebreo “shadim”, que tiene la misma raíz que “destrucción”, “violencia”, devastación”. Y la palabra “diablo” proviene de griego “diábolos”, que significa “el mentiroso”, “el calumniador”, “el que divide”.

Es difícil perdonar, porque la raíz de todos los pecados es el amor propio. Y cuando alguien hiere nuestro amor propio, se genera en nuestro interior un rechazo hacia esa persona y una herida en nuestro corazón que permanece como sentimiento y puede dar origen al odio.

El origen del resentimiento, que nos lleva a no perdonar, proviene, en el fondo, de la ignorancia que ha quedado en el alma humana después del pecado de nuestros primeros padres. El odio y a pasión ciegan, y no permiten ver toda la verdad sobre nosotros mismos y sobre los demás.

En cambio, Dios ve las cosas de modo diferente. Él las mira desde su Sabiduría infinita, desde su Verdad y Bondad. Por eso, san Josemaría solía recomendar una jaculatoria que sirve mucho para aprender a perdonar: “¡Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma!”.

Ese es el secreto: ver todo con los ojos de Dios o, al menos, intentar ver las cosas con esa mirada profunda y verdadera. Podemos preguntarnos: ¿cómo verá Dios esta situación? Para empezar, quizá lo primero que consigamos vislumbrar es que lo que a nosotros nos parece de vida o muerte no tiene tanto relieve a los ojos de Dios. O lo que nos parece clarísimo, quizá tiene más matices que nosotros no hemos conseguido apreciar. O que realmente no conocemos bien a la persona que nos ha ofendido. Sólo percibimos algunos rasgos superficiales del misterio de su vida, y que no podemos juzgarla ni calificarla de “mala” u “odiosa” con tanta ligereza.

En la Primera Lectura del Domingo XXIV del tiempo ordinario, tomada del Libro del Eclesiástico, leemos: “cosas abominables son el rencor y la cólera; sin embargo, el pecador se aferra a ellas” (27, 33). El pecador se aferra a su cólera y a su rencor. Si notamos algunas veces esos sentimientos en nuestro corazón, debemos alejarlos cuanto antes de nuestra alma, porque nos estaríamos poniendo en una situación contraria al querer de Dios, que es rico en misericordioso y lento a la ira.

Más adelante dice el Libro del Eclesiástico: “El que no tiene compasión de un semejante, ¿cómo pide perdón de sus pecados?”. Tener compasión o compadecerse de alguien es “padecer con él”, es decir, sufrir con él el dolor de su corazón, quizá extraviado. Todo el que ofende a otro, o hace un mal a su hermano, también sufre, con un sufrimiento mayor que el físico. El pecador necesita que nos compadezcamos de él: por su ignorancia de la ley de Dios, por sus desvíos, por su oscuridad de conciencia quizá.

Jesús se compadecía de la muchedumbre porque andaban agobiadas y desamparadas, “como oveja sin pastor” (cfr. Mt 9, 36). Ese es el sentimiento que el Señor desea que nosotros, sus hijos, también tengamos con nuestros hermanos. Ser personas que se compadecen de sus semejantes, especialmente de los más necesitados, de los más golpeados por la vida, de los más alejados de la verdad.

No vivimos para nosotros mismos, sino para el Señor (cfr. Segunda Lectura: Rm 14, 7-9). Por lo tanto, hemos de tener los mismos sentimientos de Cristo (cfr. Fil 2, 5), que son sentimientos de amor y de perdón.

San Josemaría Escrivá de Balaguer decía: “yo no he tenido que aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer”. Este pensamiento de un santo, con mucha experiencia humana, nos revela la solución para aprender a perdonar. Si procuramos llenar nuestro corazón del Amor de Dios nos será fácil perdonar. Un hombre, una mujer, que aman mucho a Dios y, sobre todo, que se saben muy amados por Dios, tendrán siempre buen vino en su corazón, y no vinagre. Cuando se tiene vinagre, todo lo que recibamos lo convertiremos en vinagre. Cuando se tiene el buen vino del amor en el alma, aún las ofensas más graves, las convertiremos en perdón.

Podemos terminar nuestra reflexión de este sábado con unas palabras de la oración “Salve Regina”. En ella, acudimos a la Virgen diciéndole: “Salve Regina. Mater Misericordiae. Vita, dulcedo et spes nostra, salve”. “Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra, Dios te salve”. Que Ella nos consiga la paciencia que necesitamos (“ten paciencia conmigo…”) para que podamos perdonar siempre, de corazón, a nuestros hermanos.     

   

sábado, 9 de septiembre de 2017

El hombre es él mismo “en, con y por los otros”

Las lecturas del Domingo XXIII del tiempo ordinario (Ciclo A) nos sugieren una reflexión sobre la relación que tenemos unos con otros en el camino de la salvación.


Aunque la santidad es personal (es decir: cada uno debe de responder ante Dios de los dones recibidos y esforzarse personalmente para corresponder a ellos), no es menos cierto que no podemos desentendernos de la salvación de los demás, porque todos estamos conectados unos con los otros.

La Iglesia es un Misterio de Comunión de los hombres con Dios y entre sí, por Cristo en el Espíritu Santo. La Eucaristía es el Centro y la Raíz de la vida cristiana (San José María Escrivá de Balaguer). 

El hombre es un ser que tiene entendimiento, voluntad y sentimientos. Pero también forma parte de la esencia del hombre su dimensión relacional. Somos mejores en la medida en que amamos y nos damos a los demás. El hombre crece interiormente, pero solamente si sale de sí mismo, si aprende a amar (porque ha sido creado a imagen de Dios, que es Amor).

Somos responsables, por tanto, no solo de nuestra salvación sino también de la de los demás. Dios dijo al profeta Ezequiel: «Si tú no hablas para advertir al malvado que cambie de conducta, él es un malvado y morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre» (Primera Lectura).

En el Evangelio de este domingo Jesús enseña a sus discípulos a practicar la corrección fraterna: «Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano». Así practicaremos el amor al prójimo (Segunda Lectura).

Por otra parte, recordemos que todos somos pecadores y que debemos estar abiertos a la conversión. «Ojalá escuchen hoy la voz del Señor: "No endurezcan su corazón"» (Salmo Responsorial).

Jesús nos pide que muramos a nosotros mismos, que perdamos la vida por amor a Él y a nuestros hermanos. El Señor nos da ejemplo de despojamiento total, para que sigamos sus pisadas.

Morir, como los mártires, no es perder la vida, sino ganarla. El cristiano es un peregrino que va hacia la Casa del Padre. Pero no rehúye las tareas de este mundo. No se limita a la salvación privada de su alma, sino que se compromete con la verdad y el amor.

Cristo vino al mundo para edificarse un Cuerpo: los suyos. Su cuerpo le pertenece. Nuestro destino y nuestra verdad dependen de nuestra relación con su cuerpo y con sus miembros sufrientes. (cfr. J. Ratzinger, Escatología).

Hay que decir en seguida que el ser del hombre no es una mónada cerrada, sino que se encuentra referido a los demás, en el amor y en el odio, y está inmerso en ellos. El propio ser se encuentra presente en los otros como culpa o como gracia. El hombre no es meramente él mismo: es él mismo en, con y por los otros. Y forma parte del propio destino del hombre el que lo bendigan o lo maldigan, lo perdonen y cambien su culpa en amor. El encuentro con Cristo es encuentro con todo su cuerpo, con mi culpa contra los miembros sufrientes de este cuerpo y con su amor que perdona, un amor que brota de Cristo.

Sólo cuando se haya alcanzado la salvación del universo y de todos los elegidos, será plena y total la salvación del individuo.

La comunión con Dios se da a través de la participación en el Cuerpo de Cristo (dimensión sacramental y eclesiológica).

En el cielo no nos encontraremos unos al lado de los otros, sino que los unos con los otros son el cielo en cuanto unidos al Cristo Único y Total. Es, al mismo tiempo penetración del todo en lo individual y adentramiento de lo individual en el todo. Es una alegría en la que toda pregunta se resuelve y alcanza su plenitud.

El cielo es estar con aquellos que en conjunto forman el único Cuerpo de Cristo. En el cielo no cabe aislamiento alguno. Es la comunión abierta de los santos. El culto de los santos es la apertura sin fallas de todo el Cuerpo de Cristo en la referencia mutua de sus miembros y, al mismo tiempo, la cercanía insuperable del amor que está cierto de alcanzar a Dios en el otro y al otro en Dios.

En la parusía se llegará a consumar la presencia de Cristo en todo (los salvados y el universo).

Por eso es fundamental el diálogo abierto, sincero y lleno de caridad entre los hombres, como subrayó tanto el Concilio Vaticano II. El dialogo con Dios (oración) no está separado del diálogo con nuestros hermanos.

El diálogo cristiano con Dios (relación) pasa a través de los hombres (acontece en el nosotros de los hijos de Dios). Se da en el “Cuerpo de Cristo”, en la comunión con el Hijo. El diálogo es la verdadera fuente de vida para el hombre (don de lenguas). En todo diálogo interhumano hay una exigencia de eternidad. En Cristo resucitado dialogamos con los demás.

El amor a Nuestra Señora nos une a todos en la Iglesia y en el Mundo, como estaban unidos y en oración los discípulos en el Cenáculo, con María Madre de Jesús, en la espera del Espíritu Santo.



sábado, 2 de septiembre de 2017

¿Cómo sufrir las persecuciones de un modo feliz y sereno?

Durante la semana XXI durante el año hemos meditado, en la lectura continuada de la Misa, textos de la tercera parte del Evangelio de San Mateo, que se refieren al ministerio de Jesús en Jerusalén.


Esta parte comienza con el capitulo 21. El ambiente en el que se mueve el Señor es de persecución por parte de los escribas y fariseos. Jesús desenmascara sus intenciones y su doble vida.

Desde la confesión de Pedro (Mt 16, 13-20, que leíamos el domingo pasado), el Señor anuncia a sus discípulos que tendrá que ser perseguido (ver el Evangelio de este domingo XXII durante el año: Mt 16, 21-27).

“Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21).

Pedro, que no comprendía aún el significado de la cruz en la vida del Maestro, trata de disuadirlo. Pero Jesús lo reprende y le hace ver que sus pensamientos no son de Dios, sino humanos. Para seguir a Jesús hay que tomar la cruz y negarse a sí mismo.

El martes pasado celebramos la memoria del Martirio de San Juan Bautista, el Precursor de la misión salvífica de Jesucristo.

El 29 de agosto de 2011, en Castelgandolfo, el Papa Benedicto XVI se dirigía a los fieles reunidos para la audiencia general de los miércoles, y les dirigía unas palabras sobre cómo podemos imitar a Jesús en este aspecto esencial de su doctrina.

“Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará” (Mt 16, 25).

Transcribimos ahora las palabras del Papa Benedicto XVI, que nos podrán ayudar a sufrir con alegría y paz las persecuciones, en esta época de la historia en que vivimos.

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Catequesis de Benedicto XVI (Castelgandolfo, 29 de agosto de 2012)

Queridos hermanos y hermanas:

Este último miércoles del mes de agosto se celebra la memoria litúrgica del martirio de san Juan Bautista, el precursor de Jesús. En el Calendario romano es el único santo de quien se celebra tanto el nacimiento, el 24 de junio, como la muerte que tuvo lugar a través del martirio. La memoria de hoy se remonta a la dedicación de una cripta de Sebaste, en Samaría, donde, ya a mediados del siglo IV, se veneraba su cabeza. Su culto se extendió después a Jerusalén, a las Iglesias de Oriente y a Roma, con el título de Decapitación de san Juan Bautista. En el Martirologio romano se hace referencia a un segundo hallazgo de la preciosa reliquia, transportada, para la ocasión, a la iglesia de San Silvestre en Campo Marzio, en Roma.

Estas pequeñas referencias históricas nos ayudan a comprender cuán antigua y profunda es la veneración de san Juan Bautista. En los Evangelios se pone muy bien de relieve su papel respecto a Jesús. En particular, san Lucas relata su nacimiento, su vida en el desierto, su predicación; y san Marcos nos habla de su dramática muerte en el Evangelio de hoy. Juan Bautista comienza su predicación bajo el emperador Tiberio, en los años 27-28 d.C., y a la gente que se reúne para escucharlo la invita abiertamente a preparar el camino para acoger al Señor, a enderezar los caminos desviados de la propia vida a través de una conversión radical del corazón (cf. Lc 3, 4). Pero el Bautista no se limita a predicar la penitencia, la conversión, sino que, reconociendo a Jesús como "el Cordero de Dios" que vino a quitar el pecado del mundo (Jn 1, 29), tiene la profunda humildad de mostrar en Jesús al verdadero Enviado de Dios, poniéndose a un lado para que Cristo pueda crecer, ser escuchado y seguido. Como último acto, el Bautista testimonia con la sangre su fidelidad a los mandamientos de Dios, sin ceder o retroceder, cumpliendo su misión hasta las últimas consecuencias. San Beda, monje del siglo IX, en sus Homilías dice así: "San Juan dio su vida por Cristo, aunque no se le ordenó negar a Jesucristo; sólo se le ordenó callar la verdad" (cf. Hom. 23: CCL122, 354). Así, al no callar la verdad, murió por Cristo, que es la Verdad. Precisamente por el amor a la verdad no admitió componendas y no tuvo miedo de dirigir palabras fuertes a quien había perdido el camino de Dios.

Vemos esta gran figura, esta fuerza en la pasión, en la resistencia contra los poderosos. Preguntamos: ¿de dónde nace esta vida, esta interioridad tan fuerte, tan recta, tan coherente, entregada de modo tan total por Dios y para preparar el camino a Jesús? La respuesta es sencilla: de la relación con Dios, de la oración, que es el hilo conductor de toda su existencia. Juan es el don divino durante largo tiempo invocado por sus padres, Zacarías e Isabel (cf. Lc 1, 13); un don grande, humanamente inesperado, porque ambos eran de edad avanzada e Isabel era estéril (cf. Lc 1, 7); pero nada es imposible para Dios (cf. Lc 1, 36). El anuncio de este nacimiento se produce precisamente en el lugar de la oración, en el templo de Jerusalén; más aún, se produce cuando a Zacarías le toca el gran privilegio de entrar en el lugar más sagrado del templo para hacer la ofrenda del incienso al Señor (cf. Lc 1, 8-20). También el nacimiento del Bautista está marcado por la oración: el canto de alegría, de alabanza y de acción de gracias que Zacarías eleva al Señor y que rezamos cada mañana en Laudes, el "Benedictus", exalta la acción de Dios en la historia e indica proféticamente la misión de su hijo Juan: preceder al Hijo de Dios hecho carne para prepararle los caminos (cf. Lc 1, 67-79). Toda la vida del Precursor de Jesús está alimentada por la relación con Dios, en especial el período transcurrido en regiones desiertas (cf. Lc 1, 80); las regiones desiertas que son lugar de tentación, pero también lugar donde el hombre siente su propia pobreza porque se ve privado de apoyos y seguridades materiales, y comprende que el único punto de referencia firme es Dios mismo. Pero Juan Bautista no es sólo hombre de oración, de contacto permanente con Dios, sino también una guía en esta relación. El evangelista san Lucas, al referir la oración que Jesús enseña a los discípulos, el "Padrenuestro", señala que los discípulos formulan la petición con estas palabras: "Señor enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos" (cf. Lc 11, 1).

Queridos hermanos y hermanas, celebrar el martirio de san Juan Bautista nos recuerda también a nosotros, cristianos de nuestro tiempo, que el amor a Cristo, a su Palabra, a la Verdad, no admite componendas. La Verdad es Verdad, no hay componendas. La vida cristiana exige, por decirlo así, el "martirio" de la fidelidad cotidiana al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones. Pero esto sólo puede tener lugar en nuestra vida si es sólida la relación con Dios. La oración no es tiempo perdido, no es robar espacio a las actividades, incluso a las actividades apostólicas, sino que es exactamente lo contrario: sólo si somos capaces de tener una vida de oración fiel, constante, confiada, será Dios mismo quien nos dará la capacidad y la fuerza para vivir de un modo feliz y sereno, para superar las dificultades y dar testimonio de él con valentía. Que san Juan Bautista interceda por nosotros, a fin de que sepamos conservar siempre el primado de Dios en nuestra vida. Gracias.