martes, 22 de octubre de 2013

Juan Pablo II y el Rosario

Hoy se cumplen 35 años del inicio del Pontificado de Juan Pablo II, que será canonizado el próximo 27 de abril. Además, estamos en el Mes del Rosario. Por eso, nos parece que vale la pena volver a leer el texto de dos alocuciones del Papa pronunciadas el 2 y 9 de octubre de 1983, hace ahora treinta años. 


El Rosario, plegaria en favor del hombre
Ángelus
2 de octubre de 1983

1. En este mes de octubre, consagrado por tradición al Santo Rosario, quiero dedicar la alocución del Angelus a hablar de esta plegaria tan entrañable al corazón de los católicos, tan amada por mí y tan recomendada por los Papas predecesores míos.

En este Año Santo extraordinario de la Redención, también el Rosario adquiere perspectivas nuevas y se llena de intenciones más fuertes y más amplias que en el pasado. Hoy no se trata de pedir grandes victorias. como en Lepanto y Viena, sino que, más bien, se trata de pedir a María que nos haga valerosos combatientes contra el espíritu del error y del mal, con las armas del Evangelio, que son la cruz y la Palabra de Dios.

La plegaria del Rosario es oración del hombre en favor del hombre: es la oración de la solidaridad humana, oración colegial de los redimidos, que refleja el espíritu y las intenciones de la primera redimida, María, Madre e imagen de la Iglesia: oración en favor de todos los hombres del mundo y de la historia, vivos o difuntos, llamados a formar con nosotros Cuerpo de Cristo y a ser, con El, coherederos de la gloria del Padre.

2. Al considerar las orientaciones espirituales que sugiere el Rosario, oración sencilla y evangélica (cf. Marialis cultus, 46), volvemos a encontrar las intenciones que San Cipriano señalaba en el «Padre nuestro». Escribía él: «El Señor, maestro de paz y de unidad, no quiso que orásemos individualmente y solos. Efectivamente, no decimos: "Padre mío, que estás en los cielos", ni "Dame mi pan de cada día". Nuestra oración es por todos; de manera que, cuando rezamos, no lo hacemos por uno solo, sino por todo el pueblo, ya que con todo el pueblo somos una sola cosa» (De dominica oratione, 8).

El Rosario se dirige insistentemente a quien es la expresión más alta de la humanidad en oración, modelo de la Iglesia orante y que suplica, en Cristo, la misericordia del Padre. Lo mismo que Cristo «vive siempre para interceder por nosotros» (cf. Hech 7, 25), también María continúa en el cielo su misión de Madre y se hace voz de cada hombre y en favor de cada hombre, hasta la consumación perfecta del número de los elegidos (cf. Lumen gentium, 62). Al rezarle le suplicamos que nos asista durante todo el tiempo de nuestra vida presente y, sobre todo, en el momento decisivo para nuestro destino eterno, que será la «hora de nuestra muerte».

El Rosario es oración que indica la perspectiva del reino de Dios y orienta a los hombres para recibir los frutos de la redención.

En este mes de octubre dedicado tradicionalmente al Santo Rosario, quiero recordar a todos que ésta es una oración del hombre para el hombre; es la oración de la solidaridad humana que refleja el espíritu de María, madre e imagen de la Iglesia. El Rosario se dirige a Aquella que es la expresión más alta de la humanidad.

El Rosario, memoria continuada de la redención
Ángelus
9 de octubre de 1983

1. Entre los muchos aspectos que los Papas, los Santos y los estudiosos han puesto de relieve en el Rosario, en este Año Jubilar hay que recordar obligadamente uno. El Santo Rosario es una memoria continuada de la redención, en sus etapas más importantes: la Encarnación del Verbo, su Pasión y Muerte por nosotros, la Pascua que El inauguró y que se consumará eternamente en los cielos.

Efectivamente, al considerar los elementos contemplativos del Rosario, esto es, los misterios en torno a los cuales se desgrana la oración vocal, podemos captar mejor por qué esta guirnalda de Ave ha sido llamada «Salterio de la Virgen». Igual que los Salmos recordaban a Israel las maravillas del Exodo y de la salvación realizada por Dios, y llamaban constantemente al pueblo a la fidelidad a la Alianza del Sinaí, del mismo modo el Rosario recuerda continuamente al pueblo de la Nueva Alianza los prodigios de misericordia y de poder que Dios ha desplegado en Cristo en favor del hombre, y lo llama a la fidelidad respecto a sus compromisos bautismales. Nosotros somos su pueblo, El es nuestro Dios.

2. Pero este recuerdo de los prodigios de Dios y esta llamada constante a la fidelidad pasa, en cierto modo, a través de María, la Virgen fiel. La repetición del Ave nos ayuda a penetrar, poco a poco, cada vez más hondamente en el profundísimo misterio del Verbo Encarnado y salvador (cf. Lumen gentium, 65), «a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor» (Marialis cultus, 47). Porque también María, como Hija de Sión y heredera de la espiritualidad sapiencial de Israel, cantó los prodigios del Exodo; pero, como la primera y más perfecta discípula de Cristo, anticipó y vivió la Pascua de la Nueva Alianza, guardando y meditando en su corazón cada palabra y gesto del Hijo, asociándose a El con fidelidad incondicional, indicando a todos el camino de la Nueva Alianza: «Haced lo que El os diga» (Jn 2, 5). Hoy, glorificada en el cielo, manifiesta realizado en Ella el itinerario del nuevo pueblo hacia la tierra prometida.

3. Que el Rosario, pues, nos sumerja en los misterios de Cristo, y proponga en el rostro de la Madre a cada uno de los fieles y a toda la Iglesia el modelo perfecto de cómo se acoge, se guarda y se vive cada palabra y acontecimiento de Dios, en el camino todavía en marcha de la salvación del mundo.

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