sábado, 14 de septiembre de 2019

La Misericordia de Dios

Mañana celebramos el XXIV domingo del Tiempo Ordinario. Nos vamos acercando al final del año litúrgico (quedan sólo 10 domingos más para terminar con la Fiesta de Cristo Rey).   

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La liturgia de la Palabra, en esta ocasión, nos propone meditar sobre la Misericordia de Dios. Tuvimos ocasión de hacerlo hace tres años, durante el Año de la Misericordia que promulgó el Papa Francisco (del 8 de diciembre de 2015 al 20 de noviembre de 2016).

Sin embargo, la meditación sobre la Misericordia de Dios es inagotable. La palabra “misericordia” tiene como primera acepción en el DRAE la siguiente: “Virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y miserias ajenos”. A su vez, la “compasión” es un “sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien”.

En ocasiones la palabra “misericordia” va asociada a la “clemencia”, que es “compasión, moderación al aplicar justicia”.

Por otra parte, cuando la palabra “misericordia” ser refiere a Dios (“Dios es misericordioso”), prácticamente se puede identificar con la palabra “amor”. Dios es el Amor pleno y, por tanto, le es propio tener misericordia y perdonar.  

El Amor de Dios hacia nosotros, que somos pecadores, tiene el matiz de ser misericordioso. Se compadece de nuestros pecados. Se compadece del hombre pecador. Y, en sí misma, es ilimitada. Dios perdona siempre. Su misericordia  abarca toda la realidad del pecado humano.

El límite de la Misericordia de Dios no está de la parte de Dios, sino de la nuestra. Nosotros, por ser personas libres, creadas a imagen y semejanza de Dios, somos capaces de cerrarnos a la Misericordia divina. ¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo puede alguien rechazar el perdón de Dios? Es un misterio, pero es una realidad totalmente cierta. El pecador que no se arrepiente, permanece en su pecado, alejado de Dios, porque él mismo lo decide así, aunque Dios esté deseando perdonarlo.

Veamos algunos de los textos que leeremos mañana en la Misa.  

Mientras Moisés estaba en el Monte Horeb recibiendo las Dos Tablas de la Ley, los israelitas construían un becerro de oro. En la lectura del Éxodo (cfr. Ex 32, 7-11.13-14), se nota la decepción de Dios: “Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz”. El Señor manifiesta su deseo de exterminar al pueblo. No era para menos, después de todo lo que Yahvé les había favorecido al sacarlos de Egipto.

Pero Moisés le suplica que los perdone, y Dios “se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo”. Sabemos que no es que Dios se arrepienta. Es una manera de decir, adaptada a los humanos, por la que el Espíritu Santo nos quiere decir que Dios es Misericordioso, perdona la culpa —si hay arrepentimiento—, e incluso, a veces, la pena debida al pecado (o la disminuye, o la cambia…).

“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores —nos dice San Pablo en la Segunda Lectura—, y yo soy el primero” (cfr. 1 Tim 1, 12-17). Tenemos también el ejemplo del hijo pródigo, en el Evangelio de la Misa: “Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros” (cfr. Lc 15, 1-32).

Es conveniente tener en cuenta que en el pecado hay una “culpa” (ofensa a Dios) y una “pena” (o castigo debido al pecado). Si nos arrepentimos, Dios siempre perdona la culpa. En la Iglesia, sabemos que esto sucede siempre que hacemos un acto de amor, o una obra buena, o una oración sincera…, para los pecados veniales. También nos perdona la culpa (castigo eterno) en el caso de los pecados morales, con un acto de contrición perfecto, o con un acto de atrición (imperfecto: dolor por las penas del infierno, por la fealdad del pecado, etc.), si confesamos ese pecado ante un sacerdote en el sacramento de la penitencia. Para pode comulgar, siempre es necesario, antes, acudir a la Confesión sacramental.
   
Por otra parte está la pena. Todo pecado es una ofensa a Dios, a nosotros mismos y a los demás, que requiere reparación. La justicia lo pide: no es deseable la impunidad. Esa pena, muchas veces se satisface en esta vida por los sufrimientos que trae consigo el pecado cometido. Por ejemplo, una persona que bebe mucho alcohol, recibe su pena porque, después, se expone a tener un accidente, si conduce un coche, o a pasar una noche en la cárcel si la policía lo sorprende y le hace una prueba con un alcoholímetro. Como se suele decir, “en el pecado está la penitencia”.

Además, si acudimos a la Confesión, el sacerdote nos impone una penitencia, aunque sea muy pequeña, que también nos ayuda a reparar el pecado cometido.

Finalmente, la vida misma trae innumerables sufrimientos y trabajos que se pueden ofrecer con sentido reparador. Y, si queda alguna pena que saldar, podemos terminar de limpiarla en el Purgatorio.

Todo esto es una realidad, que no quita nada a lo que estamos meditando: que Dios es Misericordioso. Él quiere siempre lo mejor para nosotros. Ser Misericordioso no supone “pasar por alto todo, y dejar que nuestros pecados no tengan ninguna consecuencia”. Dios quiere que seamos santos.

C.S. Lewis lo explica muy bien en su libro “Mero Cristianismo”. Necesitamos curar nuestra soberbia, nuestra vanidad, nuestra pereza. A veces quisiéramos arreglarlo todo con una aspirina y Dios no se conforma con una curación superficial. Quiere curarnos en serio, ir hasta el fondo.

«No os equivoquéis, viene a decir, si me dejáis. Yo os haré perfectos. En el momento en que os ponéis en Mis manos, es eso lo que debéis esperar. Nada menos, ni ninguna otra cosa, que eso. Poseéis el libre albedrío y, si queréis, podéis apartarme. Pero si no me apartáis, sabed que voy a terminar mi trabajo. Sea cual sea el sufrimiento que os cueste en vuestra vida terrena, y por inconcebible que sea la purificación que os cueste después de la muerte, y me cueste lo que me cueste a Mí, no descansaré ni os dejaré descansar, hasta que no seáis literalmente perfectos... hasta que mi Padre pueda decir sin reservas que se complace en vosotros, como dijo que se complacía en Mí. Esto es lo que puedo hacer y lo haré. Pero no haré nada menos» (C.S. LEWIS, Mero cristianismo, p. 211).   

La Misericordia de Dios es compasión, perdón, clemencia, amor sin límites; pero es también decisión firme de llevarnos a la santidad, precisamente porque su Amor es Verdadero.

Mañana, que celebraremos también a Nuestra Señora de los Dolores, no dejemos de acudir, cuando rezamos la Salve, a Nuestra Madre: “Madre de Misericordia; vida dulzura y esperanza nuestra”.  


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