San
Pablo, en su Primera Carta a su joven discípulo
Timoteo, lo anima con palabras vibrantes: “Combate el buen combate de
la fe, conquista la vida eterna,
a la que fuiste llamado y que tú profesaste noblemente delante de muchos
testigos” (1 Tim 6, 12).
Los tres arcángeles con Tobías, 1470, Francesco Botticini |
Este
texto, que leeremos mañana en la 2ª Lectura
de la Misa del 26° Domingo del Tiempo Ordinario, nos da pie para comenzar
nuestra reflexión de este sábado.
¡La vida eterna! El Papa Benedicto, en
su Encíclica Spe Salvi, nos recuerda
las tres preguntas que hacía el sacerdote a las puertas de la Iglesia a los
padres y padrinos que acompañaban al niño que iba a recibir el Bautismo.
“El sacerdote preguntaba ante todo a los padres qué nombre
habían elegido para el niño, y continuaba después con la pregunta: "¿Qué
pedís a la Iglesia?". Se respondía: "La fe". Y "¿Qué te da
la fe?". "La vida eterna". Según este diálogo, los padres
buscaban para el niño la entrada en la fe, la comunión con los creyentes,
porque veían en la fe la llave para "la vida eterna" (Encíclica Spe Salvi, 10)”.
Pero ¿qué es la vida eterna? En el
Evangelio de la Misa Jesús nos habla de ella en la parábola del “rico epulón”. Aquel
hombre vestía de púrpura y lino finísimo y banqueteaba espléndidamente, pero no
se fijaba en Lázaro, un pobre mendigo que buscaba las migajas debajo de su
mesa, porque no tenía que comer.
“Y sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles
al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado [en el infierno]” (Lc 16, 22).
En el Antiguo Testamento muchos buenos
israelitas creían en el “seno de Abraham” (no así los saduceos), como un
lugar al que iban las almas de los justos. Es decir, creían en otra vida después
de la muerte. Jesús confirma esta verdad
muchas veces durante su vida, especialmente al hablarnos de su resurrección
y de cómo nosotros participaremos también en ella.
“No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en
mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho,
porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré
y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros” (Jn 14, 1-3).
San Agustín, en su a carta a Proba, una
viuda romana, escribió que, en el fondo sólo queremos una cosa, la vida feliz: "felicidad".
Sin embargo, más adelante rectifica y dice que, realmente, no sabemos en absoluto lo que deseamos, lo que quisiéramos
concretamente.
“Desconocemos del todo esta realidad; incluso en aquellos
momentos en que nos parece tocarla con la mano no la alcanzamos realmente.
"No sabemos pedir lo que nos conviene ", reconoce con una expresión
de san Pablo (Rm 8, 26). Lo único que sabemos es que no es esto. Sin embargo,
en este no-saber sabemos que esta realidad tiene que existir. "Así, pues,
hay en nosotros, por decirlo de alguna manera, una sabia ignorancia (docta ignorantia)", escribe. No
sabemos lo que queremos realmente; no conocemos esta "verdadera vida"
y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el
cual nos sentimos impulsados” (Encíclica Spe
Salvi, 11).
Esa realidad desconocida es la verdadera
esperanza de haber sido llamados, por la fe, a participar de la vida de Dios,
la eternidad, que no es un continuo sucederse de días del calendario.
“Sino
como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y
nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano
del amor infinito, en el cual el tempo -el antes y el después- ya no existe.
Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido
pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que
estamos desbordados simplemente por la alegría. En el Evangelio de Juan, Jesús
lo expresa así: " Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os
quitará vuestra alegría " (Jn 16, 22). Tenemos que pensar en esta línea si
queremos entender el objetivo de la esperanza cristiana, qué es lo que
esperamos de la fe, de nuestro ser con Cristo” (Encíclica Spe Salvi, 12).
La fe nos da la vida eterna, pero la fe
verdadera, la de los pequeños: la fe de
los humildes.
El 11 de octubre de 2010, durante la Congregación
General de la Asamblea Especial para Oriente Medio del Sínodo de los Obispos, Benedicto XVI comentaba el Salmo 81 que
menciona la caída de los dioses (ver texto completo).
“En este Salmo, en una gran concentración, en una visión
profética, se ve la pérdida de poder de esos dioses. Los que parecían dioses no
son dioses y pierden el carácter divino, caen a tierra. Dii estis et
moriemini sicut nomine (cfr Sal 81, 6-7): la pérdida de
poder, la caída de las divinidades” (Benedicto XVI, 11-X-2010).
Y dice
que este proceso, que cuesta la sangre
de los mártires, continuará hasta el
final del tiempo, como señala el capítulo XII del Apocalipsis. También hoy presenciamos la caída de los ídolos,
de los poderes anónimos que esclavizan al hombre, de las ideologías, de la
droga del terrorismo, de los ataques contra la vida y la castidad: son divinidades falsas, que deben ser
desenmascaradas, que no son Dios.
“Estas ideologías que dominan que se imponen con fuerza, son
divinidades. Y en el dolor de los santos, en el dolor de los creyentes, de la
Madre Iglesia de la cual somos parte, deben caer estas divinidades, debe
realizarse cuanto dicen las Cartas a los Colosenses y a los Efesios: las
dominaciones, los poderes, caen y se convierten en súbditos del único Señor
Jesucristo. De esta lucha en la que estamos, de esta pérdida de poder de los
dioses, de esta caída de los falsos dioses, que caen porque no son divinidades,
sino poderes que destruyen el mundo, habla el Apocalipsis en el capítulo 12,
también con una imagen misteriosa, para la cual, me parece, hay con todo
distintas interpretaciones bellas” (Ibidem).
Se refiere el Papa a la imagen del dragón que
vomita un gran río de agua contra la Mujer, que huye, para arrastrarla. Parece
inevitable que la Mujer (La Virgen, la Iglesia) sea ahogada.
“Pero la buena tierra absorbe este río y éste no puede hacer
daño. Yo creo que el río es fácilmente interpretable: son estas corrientes que
dominan a todos y que quieren hacer desaparecer la fe de la Iglesia, la cual ya
no parece tener sitio ante la fuerza de estas corrientes que se imponen como la
única racionalidad, como la única forma de vivir. Y la tierra que absorbe estas
corrientes es la fe de los sencillos, que no se deja arrastrar por estos ríos y
salva a la Madre y al Hijo. Por ello el Salmo dice – el primer salmo de la Hora
Media – que la fe de los sencillos es la verdadera sabiduría (cfr. Sal 118,
130). Esta sabiduría verdadera de la fe sencilla, que no se deja devorar por
las aguas, es la fuerza de la Iglesia. Y volvemos otra vez al misterio mariano”
(Ibidem).
La fe de los sencillos es la verdadera
sabiduría, que nos lleva a la vida eterna. Es la fe de las oraciones fervorosas
de petición (especialmente el Santo Rosario); la fe en la Palabra acogida con
amor en el corazón; la fe en la frecuencia de Sacramentos (Confesión, Eucaristía…);
la fe de la misericordia y la caridad vividas habitualmente con todos nuestros
hermanos…
Podemos
terminar nuestra reflexión acudiendo a los Tres
Arcángeles —Miguel, Gabriel y Rafael— para que nos protejan contra las
asechanzas del dragón y sus ideologías; y a María, la Mujer del Apocalipsis, que vemos particularmente en la imagen de
Nuestra Señor de Guadalupe: la “mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies
y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Apoc 12, 1).
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