sábado, 13 de abril de 2019

"Surrexit Christus spes mea"

Ha resucitado Cristo, mi esperanza”. Estas palabras, en la Secuencia pascual, se atribuyen a María Magdalena, la primera testigo de la Resurrección de Cristo, y responden a la pregunta: “Dinos María, ¿qué viste en el camino?”.    

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También podrían haberse atribuido a María, la Madre del Señor; porque, seguramente, Ella fue la primera que vio a su Hijo resucitado. Meditemos esta segunda parte de la Secuencia de Pascua.

Dic nobis María quid vidisti in via? Sepulcrum Christi viventis, et gloriam vidit resurgentis, Angelicos testes, sudarium et vestes. Surrexit Christus spes mea: praecedet vos in Galilaeam. Scimus Christum surrexísse a mórtuis vere: tu nobis, victor Rex, miserére”. /
“«¿Qué has visto de camino, María en la mañana?».
«A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos sudario y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la Pascua». Primicia de los muertos, sabemos por tu gracia que estás resucitado; la muerte en ti no manda. Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa”.

Hoy, cuando está apunto de terminar la Cuaresma y en las vísperas del comienzo de la Semana, ofrecemos una reflexión sobre la Resurrección del Señor desde un enfoque mariano. Es la meditación n° 18 de la serie de 20 temas que iniciamos el 9 de febrero de 2019. 

18. Resucito de entre los muertos. Amor a la Virgen

El texto latino de la secuencia pascual, que acabamos de transcribir, es más breve y sustancioso que la traducción castellana. María Magdalena no alcanzó a ver a Cristo resucitado desde el primer momento. Lo confundió con el hortelano del huerto donde estaba el sepulcro. Jesús tuvo que dirigirse a ella por su nombre: “María” para que ella lo reconociera: “Maestro”.

Aunque es una suposición, que no aparece en los Evangelios, no es aventurado decir que Jesús ya se había aparecido a su Madre. No parece que María, la Madre del Señor, haya ido con las santas mujeres a ungir el cuerpo del Señor en la mañana de la Pascua.

Seguramente Ella se quedó en el silencio de Betania, que era el lugar donde se alojó Cristo durante la última semana de su vida terrena. Ahí, Nuestra Señora, se encontraba a gusto. Lázaro, Marta y María eran sus amigos. Además, y sobre todo, esa era la voluntad de Dios. María siempre hacía lo que agradaba a Dios. No tenía una voluntad propia, por decir así. Hasta en lo más pequeño siempre hacía la voluntad de Dios. Nunca hubo ni el mínimo distanciamiento entre lo que quería Dios y lo que Ella quería.

María estaba segura de que su Hijo resucitaría. Lo sabía muy bien. Él lo había dicho en varias ocasiones. Sabía que su Hijo era Dios. Conocía las profecías en la Sagrada Escritura. Había hecho suyo completamente el Salmo 16, que cantaba especialmente después la muerte de su Hijo.

“Guárdame, Dios mío, que me refugio en Ti. Yo digo al Señor: “Tú eres mi Señor. No tengo otro bien que Tú” (…). Señor, Tú eres el lote de mi heredad y de mi copa: Tú sostienes mi parte. Me ha tocado en suerte un lote hermoso; me agrada mi heredad. Yo bendigo al Señor, que me aconseja; hasta de noche mi corazón me instruye. Pongo ante mí al Señor sin cesar; con Él a mi derecha, no vacilo. Por eso se me alegra mi corazón, se goza mi alma, hasta mi carne descansa en la esperanza. Porque no abandonarás mi alma en el sheol, ni dejarás a tu fiel ver la corrupción. Me enseñarás la senda de la vida, saciedad de gozo en tu presencia, dicha perpetua a tu derecha” (Salmo 16).

¡Qué dicha la de María al ver a su Hijo resucitado! Ella lo reconocería al instante, porque estaba plenamente metida en Dios.

En el relato de las apariciones —a María Magdalena, a los discípulos de Emaús y a los apóstoles en la segunda pesca milagrosa—, observamos que, al principio, no reconocen a Jesús y luego sí, pero no del todo. Por ejemplo, sobre el último relato que mencionamos comenta el Papa Benedicto XVI:

«Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21, 12). Lo sabían desde dentro, pero no por el aspecto de lo que veían y presenciaban” (Benedicto XVI, Jesús de Nazareth).

 Se puede decir que quienes veían al Señor resucitado estaban seguros que era Él. Lo reconocer desde dentro, sin embargo, Jesús queda siempre envuelto en el misterio, es decir, en lo inefable. Seguía habiendo una cierta sensación de algo extraño.

Lo mismo suceded en las apariciones que tuvieron lugar en el cenáculo.

“Jesús llega a través de las puertas cerradas, y de improviso se presenta en medio de ellos. Y, del mismo modo, desaparece de repente, como al final del encuentro en Emaús. Él es plenamente corpóreo. Y, sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo. En esta sorprendente dialéctica entre identidad y alteridad, entre verdadera corporeidad y libertad de las ataduras del cuerpo, se manifiesta la esencia peculiar, misteriosa, de la nueva existencia del Resucitado. En efecto, ambas cosas son verdad: Él es el mismo –un hombre de carne y hueso– y es también el Nuevo, el que ha entrado en un género de existencia distinto” (Ibidem).  

Este modo de presentar la Resurrección de Cristo por parte de los evangelistas se revela como una descripción auténtica de la experiencia que se ha tenido. Estos relatos son verídicos porque reflejan la verdad de lo sucedido: Jesús vive, pero en una nueva dimensión que no pueden explicar bien: aparece como auténtico hombre y, sin embargo, aparece desde Dios, y Él mismo es Dios.

Sin embargo, aunque las apariciones estén envueltas en el misterio, los testigos dan fe de que son reales, históricas. Lo explica muy bien el Papa Benedicto XVI.

“Por otra parte –y también esto es importante– los encuentros con el Resucitado son diferentes de los acontecimientos interiores o de experiencias místicas: son encuentros reales con el Viviente que, en un modo nuevo, posee un cuerpo y permanece corpóreo. Lucas lo subraya con mucho énfasis: Jesús no es, como temieron en un primer momento los discípulos, un «fantasma», un «espíritu», sino que tiene «carne y huesos» (cf. Lc 24, 36-43)” (Ibidem).

  María, la llena de gracia, de alguna manera vive ya en esa nueva dimensión del mundo sobrenatural que Jesús inaugura con su Resurrección. Ella es la Inmaculada. Es la primera redimida, desde el momento de su concepción. Por eso, tiene una capacidad especial para ver a su Hijo resucitado de una manera casi natural: connatural. 

María tiene convicciones firmes de lo que ve. Sabe que Jesús no ha regresado a la vida biológica normal, como si, después, según las leyes de la biología, debiera morir nuevamente cualquier otro día. También sabe que Jesús no es una fantasma, un «espíritu» que pertenezca al mundo de los muertos. Y conoce bien, al ver a su Hijo, que no se trata de una experiencia mística (superación momentánea del ámbito del alma y de sus facultades perceptivas), sino un encuentro real con Él, como una persona que se acerca a mí desde fuera (cfr. Jesús de Nazaret). 

La Resurrección de Cristo es un acontecimiento dentro de la historia que, sin embargo, quebranta el ámbito de la historia y va más allá de ella. Benedicto XVI dice que es

“algo así como una especie de «salto cualitativo» radical en que se entreabre una nueva dimensión de la vida, del ser hombre. Más aún, la materia misma es transformada en un nuevo género de realidad. El hombre Jesús, con su mismo cuerpo, pertenece ahora totalmente a la esfera de lo divino y eterno” (Ibidem).

Benedicto XVI explica como la Resurrección de Cristo es un acontecimiento histórico pero de carácter totalmente especial.

“La resurrección da entrada al espacio nuevo que abre la historia más allá de sí misma y crea lo definitivo. En este sentido es verdad que la resurrección no es un acontecimiento histórico del mismo tipo que el nacimiento o la crucifixión de Jesús. Es algo nuevo, un género nuevo de acontecimiento. Pero es necesario advertir al mismo tiempo que no está simplemente fuera o por encima de la historia. En cuánto erupción que supera la historia, la resurrección tiene sin embargo su inicio en la historia misma y hasta cierto punto le pertenece. Se podría expresar tal vez todo esto así: la resurrección de Jesús va más allá de la historia, pero ha dejado su huella en la historia. Por eso puede ser refrendada por testigos como un acontecimiento de una cualidad del todo nueva” (Ibidem).

Nuestra Señora es quien mejor pudo conocer la naturaleza profunda de este misterio central de nuestra fe. Ella, más que ningún otro, se alegró y vivió intensamente ese momento. Por eso la Iglesia canta en el Tiempo Pascual.

Regína Cæli, lætáre; alleluia. Quia cum meruísti, portare; alleluia. Resurréxit sicut díxit; alleluia. Ora pro nobis Deum; alleluia. Gáude et lætáre, Virgo María; alleluia. Quia surréxit Dóminus vere; alleluia. / Alégrate, Reina del cielo; aleluya, Porque el que mereciste llevar en tu seno; aleluya. Ha resucitado, según predijo; aleluya, Ruega a Dios por nosotros; aleluya. Gózate y alégrate, Virgen María; aleluya, Porque ha resucitado Dios verdaderamente; aleluya.


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