También podrían haberse atribuido a María,
la Madre del Señor; porque, seguramente, Ella fue la primera que vio a su
Hijo resucitado. Meditemos esta segunda parte de la Secuencia de Pascua.
“Dic nobis María quid vidisti in via? Sepulcrum
Christi viventis, et gloriam vidit resurgentis, Angelicos testes, sudarium et
vestes. Surrexit Christus spes mea: praecedet vos in Galilaeam. Scimus Christum
surrexísse a mórtuis vere: tu nobis, victor Rex, miserére”. /
“«¿Qué has visto de camino, María en la mañana?». «A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos sudario y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la Pascua». Primicia de los muertos, sabemos por tu gracia que estás resucitado; la muerte en ti no manda. Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa”.
“«¿Qué has visto de camino, María en la mañana?». «A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos sudario y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la Pascua». Primicia de los muertos, sabemos por tu gracia que estás resucitado; la muerte en ti no manda. Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa”.
Hoy,
cuando está apunto de terminar la Cuaresma y en las vísperas del comienzo de la
Semana, ofrecemos una reflexión sobre la
Resurrección del Señor desde un enfoque mariano. Es la meditación n° 18 de
la serie de 20 temas que iniciamos
el 9 de febrero de 2019.
18. Resucito de
entre los muertos. Amor a la Virgen
El texto latino de la secuencia pascual,
que acabamos de transcribir, es más breve y sustancioso que la traducción
castellana. María Magdalena no alcanzó a ver a Cristo resucitado desde el
primer momento. Lo confundió con el hortelano del huerto donde estaba el
sepulcro. Jesús tuvo que dirigirse a ella por su nombre: “María” para que ella
lo reconociera: “Maestro”.
Aunque es
una suposición, que no aparece en los Evangelios, no es aventurado decir que Jesús ya se había aparecido a su Madre.
No parece que María, la Madre del Señor, haya ido con las santas mujeres a
ungir el cuerpo del Señor en la mañana de la Pascua.
Seguramente Ella se quedó en el silencio de
Betania, que era el lugar donde se alojó Cristo durante la última semana de
su vida terrena. Ahí, Nuestra Señora, se encontraba a gusto. Lázaro, Marta y
María eran sus amigos. Además, y sobre todo, esa era la voluntad de Dios. María
siempre hacía lo que agradaba a Dios. No tenía una voluntad propia, por decir
así. Hasta en lo más pequeño siempre hacía la voluntad de Dios. Nunca hubo ni
el mínimo distanciamiento entre lo que quería Dios y lo que Ella quería.
María estaba segura de que su Hijo
resucitaría. Lo sabía muy bien. Él lo había dicho en varias ocasiones.
Sabía que su Hijo era Dios. Conocía las profecías en la Sagrada Escritura. Había
hecho suyo completamente el Salmo 16, que cantaba especialmente después la
muerte de su Hijo.
“Guárdame, Dios mío, que me refugio en Ti. Yo digo al Señor:
“Tú eres mi Señor. No tengo otro bien que Tú” (…). Señor, Tú eres el lote de mi
heredad y de mi copa: Tú sostienes mi parte. Me ha tocado en suerte un lote
hermoso; me agrada mi heredad. Yo bendigo al Señor, que me aconseja; hasta de
noche mi corazón me instruye. Pongo ante mí al Señor sin cesar; con Él a mi
derecha, no vacilo. Por eso se me alegra mi corazón, se goza mi alma, hasta mi
carne descansa en la esperanza. Porque
no abandonarás mi alma en el sheol, ni dejarás a tu fiel ver la corrupción.
Me enseñarás la senda de la vida, saciedad de gozo en tu presencia, dicha
perpetua a tu derecha” (Salmo 16).
¡Qué dicha la de María al ver a su Hijo
resucitado! Ella lo reconocería al instante, porque estaba plenamente
metida en Dios.
En el relato de las apariciones —a
María Magdalena, a los discípulos de Emaús y a los apóstoles en la segunda
pesca milagrosa—, observamos que, al principio, no reconocen a Jesús y luego
sí, pero no del todo. Por ejemplo, sobre el último relato que mencionamos comenta el Papa Benedicto XVI:
«Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era,
porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21, 12). Lo sabían desde dentro, pero
no por el aspecto de lo que veían y presenciaban” (Benedicto XVI, Jesús de Nazareth).
Se
puede decir que quienes veían al Señor resucitado estaban seguros que era Él.
Lo reconocer desde dentro, sin embargo, Jesús queda siempre envuelto en el misterio, es decir, en
lo inefable. Seguía habiendo una cierta sensación de algo extraño.
Lo mismo suceded en las apariciones que
tuvieron lugar en el cenáculo.
“Jesús llega a través de las puertas cerradas, y de improviso
se presenta en medio de ellos. Y, del mismo modo, desaparece de repente, como
al final del encuentro en Emaús. Él es
plenamente corpóreo. Y, sin embargo,
no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del
tiempo. En esta sorprendente dialéctica entre identidad y alteridad, entre verdadera corporeidad y libertad de
las ataduras del cuerpo, se manifiesta
la esencia peculiar, misteriosa, de la nueva existencia del Resucitado. En
efecto, ambas cosas son verdad: Él es el mismo –un hombre de carne y hueso– y
es también el Nuevo, el que ha entrado en un género de existencia distinto” (Ibidem).
Este modo
de presentar la Resurrección de Cristo por parte de los evangelistas se revela como una descripción auténtica de
la experiencia que se ha tenido. Estos relatos son verídicos porque
reflejan la verdad de lo sucedido: Jesús
vive, pero en una nueva dimensión que no pueden explicar bien: aparece como
auténtico hombre y, sin embargo, aparece desde Dios, y Él mismo es Dios.
Sin
embargo, aunque las apariciones estén envueltas en el misterio, los testigos dan fe de que son reales, históricas.
Lo explica muy bien el Papa Benedicto XVI.
“Por otra parte –y también esto es importante– los encuentros
con el Resucitado son diferentes de los
acontecimientos interiores o de experiencias místicas: son encuentros
reales con el Viviente que, en un modo nuevo, posee un cuerpo y permanece
corpóreo. Lucas lo subraya con mucho énfasis: Jesús no es, como temieron en un
primer momento los discípulos, un «fantasma», un «espíritu», sino que tiene
«carne y huesos» (cf. Lc 24, 36-43)” (Ibidem).
María,
la llena de gracia, de alguna manera vive ya en esa nueva dimensión del mundo
sobrenatural que Jesús inaugura con su Resurrección. Ella es la Inmaculada.
Es la primera redimida, desde el momento de su concepción. Por eso, tiene una
capacidad especial para ver a su Hijo resucitado de una manera casi natural:
connatural.
María tiene convicciones firmes de lo que
ve. Sabe que Jesús no ha regresado a la vida biológica normal, como si, después,
según las leyes de la biología, debiera morir nuevamente cualquier otro día.
También sabe que Jesús no es una fantasma, un «espíritu» que pertenezca al
mundo de los muertos. Y conoce bien, al ver a su Hijo, que no se trata de una
experiencia mística (superación momentánea del ámbito del alma y de sus
facultades perceptivas), sino un encuentro real con Él, como una persona que se
acerca a mí desde fuera (cfr. Jesús de
Nazaret).
La Resurrección de Cristo es un
acontecimiento dentro de la historia que, sin embargo, quebranta el ámbito
de la historia y va más allá de ella. Benedicto XVI dice que es
“algo así como una especie de «salto cualitativo» radical en
que se entreabre una nueva dimensión de la vida, del ser hombre. Más aún, la
materia misma es transformada en un nuevo género de realidad. El hombre Jesús,
con su mismo cuerpo, pertenece ahora totalmente a la esfera de lo divino y
eterno” (Ibidem).
Benedicto XVI explica como la Resurrección
de Cristo es un acontecimiento histórico pero de carácter totalmente especial.
“La resurrección da entrada al espacio nuevo que abre la
historia más allá de sí misma y crea lo definitivo. En este sentido es verdad
que la resurrección no es un
acontecimiento histórico del mismo tipo que el nacimiento o la crucifixión de
Jesús. Es algo nuevo, un género nuevo de acontecimiento. Pero es necesario
advertir al mismo tiempo que no está
simplemente fuera o por encima de la historia. En cuánto erupción que
supera la historia, la resurrección tiene
sin embargo su inicio en la historia misma y hasta cierto punto le pertenece.
Se podría expresar tal vez todo esto así: la resurrección de Jesús va más allá
de la historia, pero ha dejado su huella en la historia. Por eso puede ser
refrendada por testigos como un acontecimiento de una cualidad del todo nueva”
(Ibidem).
Nuestra Señora es quien mejor pudo conocer
la naturaleza profunda de este misterio central de nuestra fe. Ella, más
que ningún otro, se alegró y vivió intensamente ese momento. Por eso la Iglesia
canta en el Tiempo Pascual.
Regína Cæli, lætáre;
alleluia. Quia cum meruísti, portare; alleluia. Resurréxit
sicut díxit; alleluia. Ora pro nobis Deum; alleluia. Gáude et lætáre, Virgo
María; alleluia. Quia surréxit Dóminus vere; alleluia. / Alégrate,
Reina del cielo; aleluya, Porque el que mereciste llevar en tu seno; aleluya. Ha
resucitado, según predijo; aleluya, Ruega a Dios por nosotros; aleluya. Gózate
y alégrate, Virgen María; aleluya, Porque ha resucitado Dios verdaderamente;
aleluya.
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