2. La creación
La
Primera Lectura del Martes Santo está
tomada del Libro de Isaías, y comienza así:
“Escuchadme, islas;
atended, pueblos lejanos: El Señor me llamó desde el vientre materno, de las
entrañas de mi madre, y pronunció mi nombre” (Is 49, 1).
Estas
palabras del profeta se refieren a su vocación desde el vientre materno. En
realidad, Dios lo llamó y pronunció su nombre desde toda la eternidad como dice san Pablo en la Epístola a los
Efesios.
“Bendito sea Dios, Padre
de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de
bendiciones espirituales en los cielos. Él nos eligió en Cristo antes de la
fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor.
Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su
voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan
generosamente nos ha concedido en el Amado” (Ef 1, 3-6).
Desde
toda la eternidad Dios pronunció nuestro
nombre. El mismo Isaías lo vuelve a repetir más adelante.
“Y ahora esto dice el
Señor, que te creó, Jacob, que te ha formado, Israel: «No temas, que te he
redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío” (Is 43, 1).
La
ciencia ha ido dando pasos en el
misterio del origen del universo, de la vida y del hombre. Todavía son sólo
balbuceos, aunque quizá pensamos que son avances muy importantes. Según la
ciencia actual el universo tiene 14 mil millones de años y la tierra unos 4500
millones de años. De acuerdo con los últimos hallazgos de paleo antropología,
el hombre podría tener unos 2 millones de antigüedad y habría aparecido en África
como un homínido con características excepcionales.
Hace unos
35 mil años, en el Paleolítico, habría
en la tierra unos 6 millones de hombres y hace 6 mil años, durante el Neolítico, unos 6 millones de hombres.
Sabemos
que los 11 primeros capítulos del Génesis
no contienen una historia literal del origen del universo y del hombre, sino
que nos indican algo más profundo: que el hombre fue creado por Dios del polvo
de la tierra (que puede ser un ser vivo que le antecedió) y le insufló un espíritu de vida (el
alma, la parte espiritual del hombre, que no pudo provenir de la materia). Además,
la Sagrada Escritura nos dice que el ser humano fue creado por Dios como hombre y mujer, a imagen y semejanza divinas;
y que al crearlo Dios se complació de haber hecho algo “muy bueno”.
Por lo
tanto, la ciencia y la revelación nos enseñan que Dios se recreó en su creatura más excelsa (además de la
creación de los ángeles), según un plan admirable que podemos conocer, en
parte, por los descubrimientos científicos de los últimos años (paleo
antropología, genética de las poblaciones, neuroquímica, psicología, etc.); es
decir, utilizando nuestra razón natural.
Por la revelación
sabemos que, en el principio, el hombre
estaba en perfecta sintonía con Dios y con toda la creación. Vivía en el
paraíso, que indica una gran intimidad con Dios que lo había concedido, además
de todos los dones naturales propios de su ser hombre, otros dones preternaturales: la inmortalidad,
la ciencia infusa, la impasibilidad y la integridad.
¿Qué
conclusión podemos sacar de estas reflexiones? El gran amor que Dios nos tiene, y el admirable plan que ha trazado para cada uno de nosotros desde
toda la eternidad. Quiere que dominemos toda la creación, es decir, que seamos
señores de todo lo creado y disfrutemos de su belleza inefable.
San Francisco de Asís descubrió, de
manera conmovedora, cómo todo lo que existe nos habla de Dios. Y eso le llevó a
componer su “Cántico de las creaturas”.
“Alabado seas, mi Señor, en todas tus criaturas, especialmente
en el Señor hermano sol, por quien nos das el día y nos iluminas. Y es bello y
radiante con gran esplendor, de ti, Altísimo, lleva significación. Alabado
seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas, en el cielo las formaste
claras y preciosas y bellas. Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento y
por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo, por todos ellos a tus
criaturas das sustento. Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego, por el
cual iluminas la noche, y es bello y alegre y vigoroso y fuerte. Alabado seas,
mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sostiene y gobierna y
produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas”.
Cada uno
nos podemos preguntar si agradecemos a Dios su gran don. San Josemaría abría su corazón, en la intimidad de su oración
personal, la mañana del 28 de marzo de 1975 (Viernes Santo), cuando cumplía 50
años de sacerdocio y se acercaba al final de su vida.
“Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado;
habitualmente te las he dado. Y ahora son muchas bocas, muchos pechos, los que
te repiten al unísono lo mismo: gratias tibi, Deus, gratias tibi!,
pues no tenemos motivos más que para dar gracias (…). Un cántico de acción de
gracias tiene que ser la vida de cada uno”.
Nosotros
también queremos ser sensibles a los
dones naturales de Dios y, con Nuestra Señora, entonar un cántico de
agradecimiento.
“Proclama mi alma la
grandeza del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador; porque ha
puesto sus ojos en la humildad de su esclava, y por eso desde ahora todas las
generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Poderoso ha hecho obras
grandes en mí: su nombre es Santo, y su misericordia llega de generación en
generación a los que le temen” (cfr. Lc
1, 46-55).
3. Elevación al
orden sobrenatural
Dios no
se conformó con darnos el mundo como heredad, el planeta tierra y todo el
universo creado, sino que quiso, también desde toda la eternidad, llamarnos a ser hijos suyos, es decir,
a participar de su misma naturaleza, a ser “domestici
Dei”, familiares de Dios.
“Así, unos y otros,
podemos acercarnos al Padre por medio de él en un mismo Espíritu. Así pues, ya
no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, y miembros
de la familia de Dios (…). Por él también vosotros entráis con ellos en la
construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu” (Ef 2, 18-19. 22).
Se trata
del don de la filiación divina, que
quiso el Señor para los primeros hombres y sus descendientes, pero que
perdieron Adán y Eva por el pecado. Este don lo hemos recuperado por la sangre
de Cristo. Jesús nos ha redimido y ha vencido a la muerte, al demonio y al pecado.
Nos ha dado la posibilidad de ser, nuevamente, hijos de Dios por la fe en Él y el bautismo. Nunca podremos
agradecer la grandeza de este don.
“Cuantos se dejan llevar
por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu
de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de
hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!». Ese mismo Espíritu da
testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también
herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos
con él, seremos también glorificados con él” (Rm 8, 14-17).
San Josemaría Escrivá de Balaguer descubrió,
de una manera particular, este gran don, un día en el que viajaba por Madrid,
en un tranvía. Era el 16 de octubre de 1931. Leamos unas palabras suyas que
rememoraban aquel suceso.
“Aprendí a llamarle Padre, en el Padrenuestro, desde niño;
pero sentir, ver, admirar ese querer de Dios de que seamos hijos suyos..., en
la calle y en un tranvía —una hora, hora y media, no lo sé—; Abba, Pater!,
tenía que gritar. Hay en el Evangelio unas palabras maravillosas; todas lo son:
nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo lo quisiera revelar
(Matth XI, 27). Aquel día, aquel día quiso de una manera explícita, clara,
terminante, que, conmigo, vosotros os sintáis siempre hijos de Dios, de este
Padre que está en los cielos y que nos dará lo que pidamos en nombre de su
Hijo”” (cfr. artículo).
¿Qué
significa que seamos hijos de Dios? ¿Qué nos pide Dios? ¿Cómo podemos responder
a este don asombroso?
La
respuesta es una: que nos esforcemos por
ser santos.
“Cuentan que en una ocasión, san Josemaría Escrivá de
Balaguer, después de recordar este texto de la carta a los Efesios (1, 4): “Elegit
nos ante mundi constitutionem ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius”,
lo tradujo -por Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para ser
santos y sin mancha en su presencia- y enseguida gritó con aquella voz clara y
fuerte que le caracterizaba: “Y no hay más (Este recuerdo de Mons. Pedro
Rodríguez, es corroborado por Notas de una meditación, 8 de febrero
de 1959, Archivo General de la Prelatura, biblioteca, P06, II p. 669)”. San
Josemaría expresaba así que el meollo del mensaje que debía proclamar era la
llamada universal a la santidad” (G. Derville, ver artículo).
La santidad es responder al don de Dios;
es buscar a Cristo, amar a Cristo, vivir en Cristo; es luchar, todos los días,
en las cosas ordinarias y normales, para agradar a Dios viviendo la vida de
Cristo. Todos podemos alcanzar esa meta (ser santos). Lo ha afirmado
solemnemente la Iglesia en el Concilio Vaticano II.
Todos tenemos una vocación a la santidad.
Sin embargo, aunque el Camino es uno sólo: Jesucristo, cada uno debe encontrar
su propio camino para seguir a Cristo. En la Iglesia hay muchos caminos de
santidad, es decir, formas y estilos de vida de imitar y seguir al Señor.
Si somos dóciles a la voz del Espíritu
Santo en nuestra alma, podemos reconocer qué es lo que Él quiere de cada
uno. La respuesta a la vocación personal no es más que una maduración de la
respuesta al don de la fe. La vocación es una fe madura. Es creer en Jesucristo
de una manera responsable y comprometida, en la Iglesia.
San Pablo dice a los de la Iglesia de Éfeso
en el primer capítulo de su carta que hemos meditado:
“Por eso, habiendo oído
hablar de vuestra fe en Cristo y de vuestro amor a todos los santos, no ceso de
dar gracias por vosotros, recordándoos en mis oraciones, a fin de que el Dios
de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría
y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que
comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria
que da en herencia a los santos” (Ef
1, 15-18).
Estas
palabras nos pueden animar a buscar la santidad con todas nuestras fuerzas,
como lo único verdaderamente importante
de nuestra vida. María es la Reina
de todos los santos. Ella desea que volemos muy alto. No se conformará en
que volemos como un ave de corral, sino que nos hará volar como las águilas, y
nos llevará hasta el Corazón de Dios.
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