María
buscó a Cristo y se encontró con Él en el camino del Calvario (cfr. Cuarta
estación del Via Crucis). Pero no
sólo quiso consolar a su Hijo en la Vía dolorosa, sino que estuvo junto a Él a la hora de su muerte.
Eso es lo que contemplamos en el Quinto
Misterio de dolor: Jesús muere en la Cruz.
“Los misterios de dolor llevan el creyente a revivir la muerte
de Jesús poniéndose al pie de la cruz junto a María, para penetrar con ella en
la inmensidad del amor de Dios al hombre y sentir toda su fuerza regeneradora”
(San Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium
Virginis Mariae, n. 22).
La mejor manera de contemplar a Cristo en
la Cruz es ponernos junto a María, como San Juan y las santas mujeres.
San Juan
Pablo II quiso convocar un año mariano para preparar el Gran Jubileo del Año
2000 de nuestra Redención. Ese año dedicado a contemplar el misterio de María
tuvo lugar hace 30 años, del 7 de junio de 1987 (Solemnidad de Pentecostés) al
15 de agosto de 1988 (Solemnidad de la Asunción de la Virgen).
Antes del año mariano, publicó su
Encíclica Redemptoris Mater (25 de
marzo de 1987). En ella se recogen algunos párrafos que nos ayudan a meditar
mejor el Quinto Misterio doloroso. El Papa nos hacía ver que las palabras de
Isabel “feliz la que ha creído”, durante la visita que le hace María después de
la Anunciación, no se refieren sólo a lo que había sucedido hasta entonces,
sino que recorren toda la vida de Nuestra Señor, hasta llegar al Calvario.
“Sin embargo las palabras de Isabel "Feliz la que ha
creído" no se aplican únicamente a aquel momento concreto de la
anunciación. Ciertamente la anunciación representa el momento culminante de la
fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida, de donde
inicia todo su " camino hacia Dios ", todo su camino de fe. Y sobre
esta vía, de modo eminente y realmente heroico -es más, con un heroísmo de fe
cada vez mayor- se efectuará la "obediencia" profesada por ella a la
palabra de la divina revelación” (n. 14).
El momento de la muerte de Cristo en la
Cruz reclama fuertemente la fe de todos.
“Creer quiere decir "abandonarse" en la verdad misma
de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente "
¡cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! " (Rm 11,
33). María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede
decirse, en el centro mismo de aquellos "inescrutables caminos" y de
los "insondables designios" de Dios, se conforma a ellos en la
penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está
dispuesto en el designio divino” (n. 14).
María se encuentra con la Cruz de su Hijo a
lo largo de toda su vida. Especialmente desde el Nacimiento de Jesús en una
cueva a las afueras de Belén, y en un establo; al escuchar las palabras de Simeón:
"y a ti misma una espada te atravesará el alma” (Lc 2, 34-35); en la huida
a Egipto bajo la protección diligente de José, porque "Herodes buscaba al
niño para matarlo" (cf. Mt 2, 13); en su estancia dolorosa en Egipto; y,
así, toda su vida en Nazareth y acompañando a Cristo por los caminos de
Galilea.
María siempre cree. Y cree cada día de
su vida. Es la primera de aquellos " pequeños ", de los que Jesús
dirá: "Padre... has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las
has revelado a pequeños" (Mt 11, 25). María "avanzaba en la
peregrinación de la fe", como subraya el Concilio Vaticano II. Y día tras
día, se cumplía en ella la bendición pronunciada por Isabel en la visitación:
"Feliz la que ha creído".
Pero es junto a la Cruz de su Hijo cuando
esta bendición alcanza su pleno significado.
“El Concilio afirma que esto sucedió "no sin designio
divino": "se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con
corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la
víctima engendrada por Ella misma"; de este modo María "mantuvo
fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz" (n. 18).
María había escuchado al ángel, en su
Anunciación, que su Hijo sería grande: “el Señor Dios le dará el trono de
David, su padre... reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no
tendrá fin" (Lc 1, 32-33).
“Y he aquí que, estando junto a la Cruz, María es testigo,
humanamente hablando, de un completo desmentido de estas palabras. Su Hijo
agoniza sobre aquel madero como un condenado. "Despreciable y desecho de
hombres, varón de dolores... despreciable y no le tuvimos en cuenta ":
casi anonadado (cf. Is 53, 3-5) ¡Cuán grande, cuan heroica en esos momentos la
obediencia de la fe demostrada por María ante los "insondables
designios" de Dios! ¡Cómo se "abandona en Dios" sin reservas,
"prestando el homenaje del entendimiento y de la voluntad" (39) a
aquel, cuyos " caminos son inescrutables "! (cf. Rm 11, 33). Y a la
vez ¡cuán poderosa es la acción de la gracia en su alma, cuan penetrante es la
influencia del Espíritu Santo, de su luz y de su fuerza!” (n. 18).
Y concluye el Papa:
“Por medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo
en su despojamiento (…). A los pies de la Cruz María participa por medio de la
fe en el desconcertante misterio de este despojamiento. Es ésta tal vez la más
profunda "kénosis" de la fe en la historia de la humanidad. Por medio
de la fe la Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora” (n. 18).
Por otra parte, además de la gran fe de María,
en la Cruz contemplamos también cómo, por la fe, Ella se convierte en la Madre
de Dios y en nuestra Madre.
San Juan presenta, en Caná, la
maternidad solícita de María hacia los hombres al comienzo de la actividad mesiánica
de Cristo. Y también San Juan, dice el San Juan Pablo II
“…confirma esta maternidad de María en la economía salvífica
de la gracia en su momento culminante, es decir cuando se realiza el sacrificio
de la Cruz de Cristo, su misterio pascual. La descripción de Juan es concisa:
"Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre y la hermana de su madre.
María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a
ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu
hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde
aquella hora el discípulo la acogió en su casa" (Jn 19, 25-27)” (n. 22).
Así pues, al contemplar el Quinto Misterio
de dolor, podemos fijarnos especialmente en la fe de María y en su
maternidad. Ella nos introducirá en la contemplación de las llagas de Cristo y
nos llevará hasta el centro de su Corazón que nos revela el infinito Amor de
Dios por nosotros.
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