El
Evangelio de la Misa del Domingo XXX
durante el año, que celebraremos mañana, nos da ocasión para meditar un
poco en las palabras del Señor sobre los dos
principales mandamientos (cfr. Mt 22, 34-40).
Un doctor
de la ley, que era fariseo, le hace una pregunta: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?”.
La
preocupación principal de los fariseos era cumplir
todos los mandamientos contenidos en las leyes mosaicas y que, en total,
eran 613. La respuesta de Jesús es inmediata: hay dos mandamientos principales. El primero es el amor a Dios,
“con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. El segundo es amar
al prójimo como a nosotros mismos. Toda la enseñanza de la ley y de los
profetas se condensa en estos dos mandamientos del amor.
Jesús, en
todo momento, vincula los dos
mandamientos. En esta ocasión lo hace de manera muy clara, pues la pregunta
que le hace el doctor de la ley se refería al “mandamiento principal” de la
ley, y Jesús menciona los dos mandamientos, inseparables uno del otro.
San Beda el Venerable, en el siglo VIII,
escribía lo siguiente:
«Ninguno de estos dos amores puede ser perfecto si le falta el
otro, porque no se puede amar de verdad
a Dios sin amar al prójimo, ni se puede amar al prójimo sin amar a Dios.
(...) Sólo ésta es la verdadera y única
prueba del amor de Dios, si procuramos estar solícitos del cuidado de
nuestros hermanos y les ayudamos» (S. Beda, Homiliae 2,22).
Por otra
parte, Santo Tomás de Aquino, en el
siglo XIII, afirmaba que, sin embargo, lo
más importante es amar a Dios, porque el amor al prójimo es consecuencia y
efecto del amor a Dios y, cuando es amado el hombre, es amado Dios ya que el
hombre es imagen de Dios (cfr. S. Tomás de Aquino, Sup. Ev. Matt. in
loc.).
Efectivamente,
Jesús dice que lo primero es amar a Dios
con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. Es comprensible que
no diga esto respecto al prójimo porque sólo Dios debe ser el objeto de nuestro
amor total. Amamos al prójimo en Dios.
San Bernardo escribía en el siglo XII:
«Tú me preguntas por qué razón y con qué método o medida debe ser amado Dios. Yo contesto: la razón
para amar a Dios es Dios; el método y medida es amarle sin método ni medida» (De
diligendo Deo 1,1).
Pero, ¿cómo
podemos, en la práctica manifestar
nuestro amor a Dios y nuestro amor al prójimo?
A Dios hemos de amarle siempre, en todo
momento, procurando mantenernos en su presencia todo el día, incluso durante el sueño. Para amar a Dios no es
necesario “pensar” siempre en Él. Por ejemplo, podemos estar metidos en un
trabajo que requiere mucha concentración y que nos impide “pensar” durante este
tiempo en Dios. Pero sí podemos, al comenzar ese trabajo —antes y después— ofrecerle lo que estamos haciendo…;
decirle que nos gustaría estar pendientes de Él todo el tiempo.
El Beato Álvaro del Portillo (1914-1994),
sucesor de san Josemaría, y primer Prelado del Opus Dei no podía estar estudiando o despachando y
diciendo continuamente al Señor que todo lo quería hacer por El. El dilema se
resuelve —afirmaba— ofreciendo ese estudio, con el amor con que nos
gustaría haber puesto diluido a lo largo de los minutos, pero cada vez que nos
acordamos. Uno de sus propósitos más frecuentes era buscar el recogimiento
interior, siempre necesario para escuchar al Espíritu Santo en medio del
quehacer diario.
Amamos a
Dios si procuramos ser contemplativos en
medio del mundo, es decir, si tratamos de convertir todo lo que hacemos en oración; si dirigimos nuestros
pensamientos, afectos, deseos, palabras y acciones hacia Dios, que nos ve y nos
oye continuamente.
Hacer todo por amor es el secreto para
ser contemplativo. No es una tarea fácil. Realmente, es un don de Dios. Nosotros, lo que podemos hacer es corresponder
lo mejor posible a ese don, poniendo todo lo que esté de nuestra parte.
Por
ejemplo, podemos alimentar el espíritu
contemplativo, principalmente, mediante la participación en los
Sacramentos, especialmente en los que tenemos más oportunidad de vivir
frecuentemente, como son la Eucaristía y
la Penitencia.
También
seremos contemplativos si escuchamos al
Espíritu Santo en la oración, a través de la lectura y meditación de la
Sagrada Escritura, que es Palabra de
Dios, y a través de la oración vocal, como el Santo Rosario que nos une a
Cristo a través de su Madre y nuestra Madre.
Por otra
parte, amamos a Dios en Cristo y a
través de Él. Por eso es importante conocer a Jesús. ¿Cómo le conocemos? La
Iglesia, que es su Esposa Amada, es el
único lugar en donde podemos descubrir al Señor y encontrarle
realmente.
Todo esto
es lo que se suele llamar “prácticas de
piedad”. Si las vivimos diariamente, estaremos manifestando a Dios nuestro
amor de modo verdadero.
Como ya
vimos, el Segundo mandamiento, el amor
al prójimo, forma un único
mandamiento con el Primero. Por eso, la vida de piedad no puede alejarnos
de nuestros hermanos, sino al contrario: nos
llevará a amar verdaderamente a las personas con las que convivimos y a todos
los hombres. Esta será la prueba definitiva de que amamos a Dios con todo
nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente.
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