Mañana la
Iglesia celebra la Jornada Mundial de
las Misiones (DOMUND), que Pio XI instituyó el 14 de abril de 1926. Se
determinó que octubre sería el Mes de
las Misiones, porque fue en este mes cuando se descubrió el continente Americano y se inauguró una nueva página
en la historia de la Evangelización.
En todos
los templos católicos se hace una
colecta que se destina a las miles de obras de ayuda social y educativa de
todo el mundo. La Jornada de Domund
tiene, además, el objetivo de dar a conocer la actividad evangelizadora de la
Iglesia
Sin
embargo, el dinero o la propaganda son medios
muy desproporcionados para conseguir el verdadero fin que pretende la
Iglesia: llevar a Cristo a todos los
corazones humanos o, como escuchó san Josemaría el 7 de agosto de 1931 en
una locución divina: “poner a Cristo en
la entraña y en la cumbre de todas las actividades humanas”.
El panorama actual en el mundo es bastante
deprimente, en este sentido. Cristo parece haber desaparecido de la sociedad
actual, especialmente en los países de
Occidente, que antiguamente eran la fuente casi única de misioneros.
¿Qué
hacer para que, de verdad, brille la luz
de Cristo en el mundo, tanto en lo exterior como, sobre todo, en lo
interior de los hombres?
San
Josemaría escribe en el punto 301 de Camino:
“Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado
de hombres "suyos" en cada actividad humana. —Después... "pax
Christi in regno Christi" —la paz de Cristo en el reino de Cristo”.
El secreto es la santidad personal de los cristianos.
Esto no significa que para poder llevar a Cristo a todos los hombres tengamos
que ser personas excepcionales y sin ningún defecto. Como sabemos, la santidad es compatible con la debilidad: ser
santo no es ser un superhéroe, sino un hombre o una mujer común y corriente, pero que todos los días se propone vivir lleno de
amor a Dios, lo pide al Señor y lucha seriamente para conseguirlo.
El 6 de
octubre de 2002, el Cardenal Ratzinger
publicaba un artículo con motivo de la canonización de san Josemaría Escrivá,
en el que decía que en los procesos de canonización se busca la virtud “heroica”,
y quizá
“podemos tener, casi inevitablemente, un concepto equivocado
de la santidad porque tendemos a pensar: “esto no es para mí”; “yo no
me siento capaz de practicar virtudes heroicas”; “es un ideal demasiado alto
para mí”. En ese caso la santidad estaría reservada para algunos “grandes” de
quienes vemos sus imágenes en los altares y que son muy diferentes a nosotros,
normales pecadores. Esa sería una idea
totalmente equivocada de la santidad, una concepción errónea que ha sido
corregida — y esto me parece un punto central— precisamente por Josemaría
Escrivá”.
En realidad, virtud heroica quiere decir
“que en la vida de un
hombre se revela la presencia de Dios,
y queda más patente todo lo que el hombre no es capaz de hacer por sí mismo”.
Es decir, en la vida de un hombre que va
camino de la santidad
“aparecen realidades
que no ha hecho él, porque él sólo ha
estado disponible para dejar que Dios actuara. En otras palabras —concluye
Joseph Ratzinger—, ser santo no es otra
cosa que hablar con Dios como un amigo habla con el amigo. Esto es la
santidad”.
Para ser
santo, no hace falta proponerse ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede ser muy débil, y contar
con numerosos errores en su vida.
“La santidad es el contacto
profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único
que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz”.
Ser santo
es saberse instrumento de Dios,
dejar que Dios actúe a través nuestro, procurar que haya los menos obstáculos
posibles para que la gracia fluya en nuestra vida, nos transforme y contribuya a trasformar a los de más y al mundo entero.
Como
vemos, la santidad presupone la oración.
No es posible ser santo sin ser “alma de oración”.
“¿Santo sin oración?... —escribe san Josemaría Escrivá de
Balaguer—. No creo en esa santidad” (Camino
107).
Es
necesario luchar cada día por no
interrumpir nuestro coloquio con Dios; procurar mantener la presencia de
Dios cada día y, sólo así, seremos verdaderamente evangelizadores.
Tenemos
el ejemplo de san Pablo, paradigma
del hombre lleno de celo apostólico, que escribe en su primera Carta a los
tesalonicenses (1 Tes 2 y 3):
“Damos
continuamente gracias a Dios por todos vosotros, teniéndoos presentes en nuestras oraciones. Sin cesar
recordamos ante nuestro Dios y Padre vuestra fe operativa, vuestra caridad
esforzada y vuestra constante esperanza en nuestro Señor Jesucristo”.
Este
es el fundamento del apostolado y la
evangelización. En el punto 239 de Amigos de Dios, San Josemaría escribe
que, si nos fijamos en el ejemplo de Cristo, veremos que antes de hacer sus
grandes milagros pasaba la noche en oración; antes de comenzar su vida pública
se retira cuarenta días y cuarenta noches al desierto, para rezar.
Con Jesús, “aprenderemos a vivir cada
instante con vibración de eternidad, y comprenderemos con mayor hondura que
la criatura necesita esos tiempos de
conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para alabarle,
para romper en acciones de gracias, para escucharle o, sencillamente, para
estar con Él”.
Y,
como conclusión, escribe lo siguiente:
“Ya
hace muchos años, considerando este modo de proceder de mi Señor, llegué a la
conclusión de que el apostolado,
cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior”.
Por
lo tanto, en este Domingo de las
Misiones, que además coincide con la memoria de san Juan Pablo II, podemos acudir a Nuestra Señora, Reina de los Apóstoles, para que interceda por nosotros y ponga en
nuestro corazón un gran deseo de ser
almas contemplativas de Cristo para llevar a Cristo a todos los hombres
que, sin saberlo, tienen una gran necesidad de su presencia en sus vidas.
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