sábado, 15 de marzo de 2014

La fe de Abraham y la escucha del Señor

Abraham es nuestro padre en la fe. Yahvé le prometió que sería bendecido su nombre en todos los pueblos de la Tierra. Esta promesa se ha hecho realidad en Jesucristo, el Hijo amado y predilecto del Padre. A Él hemos de escuchar para recibir la misericordia de Dios. Podríamos decir, en resumen, que esta es la idea central de la Liturgia de la Palabra en el 2° Domingo de Cuaresma.


Los textos que vamos a meditar son los siguientes (sacamos un texto breve de cada uno de ellos):

Gen 12, 1-4ª: “En aquellos días, el Señor dijo a Abraham: –«Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré» (…). Abraham marchó, como le había dicho el Señor. Palabra de Dios”.
Salmo 32: “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”.
2 Tim 1, 8b-10: “Desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; (…) que destruyó la muerte y saco a la luz la vida inmortal, por medio del Evangelio”.
Mt 17, 1-9: “Los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: –«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo».

La historia de la Redención comienza, propiamente, con la vocación de Abraham. Yahvé le sale al encuentro y le pide una renuncia: que deje la casa paterna y se dirija hacia donde Dios tiene dispuesto. Le pide obediencia. Una obediencia de fe.

Abraham es el padre de los creyentes: nuestro padre en la fe (cfr. Canon Romano). El Catecismo de la Iglesia Católica lo pone como modelo de fe, junto a Nuestra Señora.

“La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados insiste particularmente en la fe de Abraham: "Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba" (Hb 11, 8; cf. Gn 12, 1  - 4)” (cfr. CEC, 45).

La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que "nada es imposible para Dios" (Lc 1, 37; cf. Gn 18, 14) y dando su asentimiento: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38)” (cfr. CEC 148.

“Obedecer ("ob - audire") en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma” (CEC 144).

Mañana, 2° Domingo de Cuaresma, la Iglesia nos propone meditar la escena de la Transfiguración del Señor. Jesús quiere revelarse, delante de sus apóstoles, como Hijo de Dios. Seis días antes, Pedro, en Cesarea de Filipo, había confesado su fe en Cristo: “Tu eres el hijo de Dios Vivo” (cfr. Mt 16, 16). Y, ahora, Jesús, mediante una transfiguración milagrosa de su cuerpo y sus vestidos —resplandecientes como el sol y blancos como luz— quiere adelantar a los discípulos la gloria de su próxima Resurrección.

San Lucas, en el texto paralelo, nos dice que Moisés y Elíashablaban de su muerte [de Jesús] que iba a consumar en Jerusalén” (cfr. Lc 9, 28b-36).

El Señor lleva a sus discípulos al Tabor, antes de llevarlos al Calvario. Así los prepara, poniendo en relación su Cruz con su Resurrección, para que puedan superar la prueba de la Pasión y Muerte de Cristo.

San Pablo anima a su discípulo Timoteo, a tomar parte en los “duros trabajos del Evangelio” (cfr. 2ª Lectura) confiando en la fuerza de Dios, que se ha manifestado por medio de Jesucristo, “que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal, por medio del Evangelio” (ibídem).

En síntesis, la Liturgia de la Palabra de este 2° Domingo de Cuaresma, nos proponen pedir a Dios el Don de la Fe, para que, como los apóstoles, podamos peregrinar por los 40 días de la Cuaresma con ánimo alegre y decidido, sabiendo que, al final de esa peregrinación por el desierto, llegaremos a la Tierra Prometida, como sucedió a Abraham, a María y a los discípulos del Señor. “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti” (Salmo 32).

Creer quiere decir «abandonarse» en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente « ¡cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! » (Rom 11, 33)” (Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris Mater, n. 14).

Los caminos de Dios son inescrutables; sus designios, insondables. Los pobres hombres conocemos muy poco sobre los planes de Dios. Sabemos lo fundamental: que Dios es Bueno, que nos ha creado, que ha enviado a su Hijo para manifestarnos su Amor y salvarnos del mal… Y lo que es Señor nos pide es que confiemos en Él, pase lo que pase. Y que estemos siempre alegres, abandonados en su Providencia, que es Sapientísima.

Abraham, y después María —de manera más perfecta— esperaron contra toda esperanza (cfr. Rm 4, 18). “Y he aquí que, después de la resurrección, la esperanza había descubierto su verdadero rostro y la promesa había comenzado a transformarse en realidad” (Redemptoris Mater, n. 26). Jesús se revela como triunfador de la muerte, como el señor del “reino que no tendrá fin”.

En la Transfiguración, Jesús quiere confirmar a sus discípulos en la fe. San Pedro, en su 2ª Carta, dirá que ha sido testigo ocular de la majestad de Cristo, cuando, en el Tabor, fue honrado por Dios Padre que le dirigió esta voz “Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del' cielo, la oímos nosotros estando con él en el monte santo. Y tenemos así mejor confirmada la palabra de los profetas, a la que hacéis bien en prestar atención como a lámpara que brilla en la oscuridad, hasta que alboree el día y el lucero de la mañana amanezca en vuestros corazones” (2 Pe 1, 17-19).  

Para creer en Cristo, el camino es escucharle. La palabra “obediencia” viene de ob-audire: escuchar; salir al encuentro de quien nos habla, siendo dóciles a las palabras que escuchamos.

En el fondo, obedecer es escuchar con atención y con deseos de poner en práctica eso que escuchamos, que sabemos viene de Dios.

En realidad, todo lo que percibimos viene de Dios. Dios es el Señor de la Historia. Es Providente (provee). Proveer es “suministrar o facilitar lo necesario o conveniente para un fin”.

El Espíritu Santo nos llama de mil maneras cada día. Si escuchamos su voz, nos daremos cuenta de que siempre nos pide algo. El hombre obediente siempre está atento a las voces de Dios y las acoge con fervor religioso.

Nosotros estamos oyendo continuamente la Palabra de Dios. La oímos cuando leemos el Evangelio, cada día. También cuando hacemos la oración con algún pasaje del Evangelio, o cuando hacemos un rato de lectura espiritual, etc. Oír, oímos mucho y muy a menudo. Pero oír no es lo mismo que escuchar. Escuchar es atender, es dejarse impregnar por esa Palabra. Es ser buena tierra, hacer nuestro lo que oímos. Es abrir la inteligencia y el corazón para que penetre y se haga vida en nosotros.

Este 2° Domingo de Cuaresma nos invita a subir, con Jesús, al Monte Tabor: el monte de la oración. “La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura” (Benedicto XVI, Jesús de Nazareth I, ed. Planeta, 2007, p. 356 y ss).

En la Sagrada Escritura, podemos fijarnos en el simbolismo general del “monte”: “el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador” (ibidem).

Con la palabra “Escuchadlo” concluye la aparición del Tabor. “Su sentido más profundo —afirma Benedicto XVI— queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: "Escuchadlo"” (ibídem).

Terminamos estas consideraciones con unas palabras que la Virgen dirigió a Marga (ver Dictados de Jesús a Marga) el 11 de mayo de 2011:

         “Todos los cimientos donde está cimentada esta civilización, caerán. Caerán a una. El dinero, el poder…nada.
         La gente vagará asustada por la calle, pretendiendo encontrar dónde asirse. Pero buscarán errados dónde asirse en todo, menos en Dios.
         Agua bendita y rezar el Rosario. ¿Ves, amada, qué fácil?
         ¿Crees que Yo no os he dado las armas y os voy a tener en medio de la lucha desprotegidos de ellas? Son fáciles y sencillas, hijos. Están a vuestro alcance (…).
         Si vuestra casa se derrumba, id a por un Rosario y salid de ahí sólo con eso. Es el objeto más preciado que debéis salvar y el arma más poderosa para vencer a vuestros enemigos (…).
         Marga amada: abandónate en estos coloquios [en la oración], con sencillez. Libera tu espíritu. No temas.
         La principal que tenéis que abandonar es la temerosa. Aunque el cielo se estuviera derrumbando sobre vuestras cabezas. Esta actitud, de filial Confianza en Dios Nuestro Señor, de sonrisa frente a la adversidad y de audacia, si quieres, temeraria ante lo que veis que os manda Dios, es lo que pone en huida rápida al Adversario.
         Pase lo que pase, hija. Aunque el mal os invada hasta que os rodee. Aunque todo se os cierre a vuestro paso y las estructuras se derrumben. Vosotros conservad la confianza ciega en Dios Nuestro Señor” (El Triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012, pp. 416-417).

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