Abraham es nuestro padre en la fe. Yahvé le prometió que sería bendecido su
nombre en todos los pueblos de la Tierra. Esta promesa se ha hecho realidad en Jesucristo, el Hijo amado y predilecto del
Padre. A Él hemos de escuchar para
recibir la misericordia de Dios. Podríamos decir, en resumen, que esta es la idea central de la Liturgia de la
Palabra en el 2° Domingo de Cuaresma.
Los textos que vamos a meditar
son los siguientes (sacamos un texto breve de cada uno de ellos):
— Gen 12, 1-4ª: “En aquellos días, el Señor dijo a Abraham: –«Sal
de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré» (…).
Abraham marchó, como le había dicho el Señor. Palabra de Dios”.
— Salmo 32: “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti”.
— 2 Tim 1, 8b-10: “Desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos
su gracia, por medio de Jesucristo; (…) que destruyó la muerte y saco a la luz
la vida inmortal, por medio del Evangelio”.
— Mt 17, 1-9: “Los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube
decía: –«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo».
La historia de la Redención comienza, propiamente, con la vocación de Abraham. Yahvé le sale al
encuentro y le pide una renuncia: que deje la casa paterna y se dirija hacia
donde Dios tiene dispuesto. Le pide obediencia. Una obediencia de fe.
Abraham es el padre de los creyentes: nuestro padre en la fe (cfr. Canon Romano). El Catecismo de la Iglesia Católica lo pone como modelo de fe, junto a
Nuestra Señora.
“La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados
insiste particularmente en la fe de
Abraham: "Por la fe, Abraham
obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin
saber a dónde iba" (Hb 11, 8; cf. Gn 12, 1 - 4)” (cfr. CEC, 45).
“La Virgen María realiza de
la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el
anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que "nada
es imposible para Dios" (Lc 1, 37; cf. Gn 18, 14) y dando su
asentimiento: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra" (Lc 1, 38)” (cfr. CEC 148.
“Obedecer ("ob - audire") en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está
garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo
que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más
perfecta de la misma” (CEC 144).
Mañana, 2° Domingo de Cuaresma, la Iglesia nos propone meditar la escena
de la Transfiguración del Señor. Jesús
quiere revelarse, delante de sus apóstoles, como Hijo de Dios. Seis días antes,
Pedro, en Cesarea de Filipo, había confesado su fe en Cristo: “Tu eres el hijo de Dios Vivo” (cfr. Mt 16, 16). Y, ahora, Jesús, mediante
una transfiguración milagrosa de su cuerpo y sus vestidos —resplandecientes
como el sol y blancos como luz— quiere adelantar a los discípulos la gloria de su próxima Resurrección.
San Lucas, en el texto paralelo, nos dice que Moisés y Elías “hablaban de
su muerte [de Jesús] que iba a consumar en Jerusalén” (cfr. Lc 9, 28b-36).
El Señor lleva a sus discípulos al
Tabor, antes de llevarlos al Calvario. Así los prepara, poniendo en relación
su Cruz con su Resurrección, para que puedan superar la prueba de la Pasión y
Muerte de Cristo.
San Pablo anima a su discípulo Timoteo, a tomar parte en los “duros
trabajos del Evangelio” (cfr. 2ª
Lectura) confiando en la fuerza de Dios, que se ha manifestado por medio de
Jesucristo, “que destruyó la muerte y
sacó a la luz la vida inmortal, por medio del Evangelio” (ibídem).
En síntesis, la Liturgia de la Palabra de este 2° Domingo de Cuaresma,
nos proponen pedir a Dios el Don de la
Fe, para que, como los apóstoles, podamos peregrinar por los 40 días de la
Cuaresma con ánimo alegre y decidido, sabiendo que, al final de esa peregrinación por el desierto, llegaremos a la Tierra
Prometida, como sucedió a Abraham, a María y a los discípulos del Señor. “Que tu misericordia, Señor, venga sobre
nosotros, como lo esperamos de ti” (Salmo 32).
“Creer
quiere decir «abandonarse» en la verdad misma de la palabra del Dios viviente,
sabiendo y reconociendo humildemente « ¡cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! » (Rom 11,
33)” (Juan Pablo II, Encíclica
Redemptoris Mater, n. 14).
Los caminos de Dios son inescrutables;
sus designios, insondables. Los
pobres hombres conocemos muy poco sobre los planes de Dios. Sabemos lo
fundamental: que Dios es Bueno, que nos ha creado, que ha enviado a su Hijo
para manifestarnos su Amor y salvarnos del mal… Y lo que es Señor nos pide es
que confiemos en Él, pase lo que pase. Y que
estemos siempre alegres, abandonados en su Providencia, que es
Sapientísima.
Abraham, y después María —de manera más perfecta— esperaron contra toda esperanza (cfr. Rm 4, 18). “Y he aquí que, después de la resurrección, la esperanza había descubierto su verdadero rostro y
la promesa había comenzado a
transformarse en realidad” (Redemptoris
Mater, n. 26). Jesús se revela como triunfador de la muerte, como el señor del “reino
que no tendrá fin”.
En la Transfiguración, Jesús quiere
confirmar a sus discípulos en la fe. San Pedro, en su 2ª Carta, dirá que ha
sido testigo ocular de la majestad de Cristo, cuando, en el Tabor, fue honrado
por Dios Padre que le dirigió esta voz “Este
es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del'
cielo, la oímos nosotros estando con él
en el monte santo. Y tenemos así mejor confirmada la palabra de los
profetas, a la que hacéis bien en prestar atención como a lámpara que brilla en
la oscuridad, hasta que alboree el día y el lucero de la mañana amanezca en
vuestros corazones” (2 Pe 1, 17-19).
Para creer en
Cristo, el camino es escucharle. La
palabra “obediencia” viene de ob-audire: escuchar; salir al encuentro de quien
nos habla, siendo dóciles a las palabras que escuchamos.
En el fondo,
obedecer es escuchar con atención y con
deseos de poner en práctica eso que escuchamos, que sabemos viene de Dios.
En realidad,
todo lo que percibimos viene de Dios. Dios es el Señor de la Historia. Es Providente (provee). Proveer es “suministrar
o facilitar lo necesario o conveniente para un fin”.
El Espíritu
Santo nos llama de mil maneras cada día.
Si escuchamos su voz, nos daremos cuenta de que siempre nos pide algo. El
hombre obediente siempre está atento a
las voces de Dios y las acoge con fervor religioso.
Nosotros estamos
oyendo continuamente la Palabra de Dios. La oímos cuando leemos el Evangelio, cada día. También cuando hacemos la oración con algún pasaje del Evangelio, o cuando hacemos un rato de lectura
espiritual, etc. Oír, oímos mucho y muy a menudo. Pero oír no es lo mismo que escuchar. Escuchar es atender, es dejarse impregnar por esa Palabra. Es
ser buena tierra, hacer nuestro lo que oímos. Es abrir la inteligencia y
el corazón para que penetre y se haga vida en nosotros.
Este 2° Domingo
de Cuaresma nos invita a subir, con
Jesús, al Monte Tabor: el monte de la oración. “La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve
claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima
compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura” (Benedicto
XVI, Jesús de Nazareth I, ed.
Planeta, 2007, p. 356 y ss).
En la Sagrada
Escritura, podemos fijarnos en el simbolismo
general del “monte”: “el monte como lugar de la subida, no sólo externa,
sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida
cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que
permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me
da altura interior y me hace intuir al Creador” (ibidem).
Con la palabra “Escuchadlo” concluye la aparición del
Tabor. “Su sentido más profundo —afirma Benedicto XVI— queda recogido en esta
única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: "Escuchadlo"”
(ibídem).
Terminamos estas
consideraciones con unas palabras que la
Virgen dirigió a Marga (ver Dictados
de Jesús a Marga) el 11 de mayo de 2011:
“Todos los cimientos donde está
cimentada esta civilización, caerán. Caerán a una. El dinero, el poder…nada.
La gente vagará asustada por la calle,
pretendiendo encontrar dónde asirse. Pero buscarán errados dónde asirse en
todo, menos en Dios.
Agua
bendita y rezar el Rosario. ¿Ves, amada, qué fácil?
¿Crees que Yo no os he dado las armas y
os voy a tener en medio de la lucha desprotegidos de ellas? Son fáciles y sencillas, hijos. Están a
vuestro alcance (…).
Si vuestra casa se derrumba, id a por un Rosario y salid de ahí sólo con
eso. Es el objeto más preciado que debéis salvar y el arma más poderosa
para vencer a vuestros enemigos (…).
Marga amada: abandónate en estos
coloquios [en la oración], con sencillez. Libera tu espíritu. No temas.
La principal que tenéis que abandonar
es la temerosa. Aunque el cielo se estuviera derrumbando sobre vuestras
cabezas. Esta actitud, de filial
Confianza en Dios Nuestro Señor, de sonrisa frente a la adversidad y de
audacia, si quieres, temeraria ante lo que veis que os manda Dios, es lo que
pone en huida rápida al Adversario.
Pase lo que pase, hija. Aunque el mal
os invada hasta que os rodee. Aunque todo se os cierre a vuestro paso y las
estructuras se derrumben. Vosotros
conservad la confianza ciega en Dios Nuestro Señor” (El Triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid
2012, pp. 416-417).
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