sábado, 29 de marzo de 2014

Mirar con los ojos de Dios

El IV Domingo de Cuaresma nos brinda la ocasión de reflexionar sobre el don de la vista y el peligro de la ceguera espiritual.


Los textos que vamos a meditar son los siguientes:

1 Sam 16, 7: “Pero Yahveh dijo a Samuel: "No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo le he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón”.
Sal 22, 4: “Aunque pase por valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado, ellos me sosiegan”.
Ef 5, 8: “En otro tiempo erais tinieblas, ahora en cambio sois luz en el Señor: caminad como hijos de la luz”.
Jn 9, 6: “Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, aplicó el lodo en sus ojos”.

La vista es uno de los cinco sentidos, con los que Dios nos ha dotado. Quizá es el que más apreciamos, pues ¡qué riqueza supone poder ver!

Pero, además de la vista física, existe una visión espiritual que es más importante, pues con esa visión, podemos ver más allá de lo que ven nuestros ojos: las realidades espirituales, que son invisibles.

Jesús, en Jerusalén, cura al ciego de nacimiento (ver Evangelio de la Misa). Es un gran Milagro del Señor. Sin embargo, a lo que Él ha venido, antes que nada, es a curarnos de nuestra ceguera espiritual.

Los hombres tenemos una tendencia a quedarnos sólo en lo que ven nuestros ojos, y damos poca importancia a todo el mundo sobrenatural que sólo podemos ver con los ojos de la fe.

En definitiva, lo verdaderamente importante es ver con los ojos de Dios, ver cómo Dios ve las cosas, las personas, los acontecimientos.

Samuel, uno de los grandes profetas del Antiguo Testamento, cuando va a la casa de Jesé —que estaba en Belén— para ungir al que será Rey de Israel, al primero que se encuentra es al hijo mayor, Eliab, que era de una gran estatura. Sin embargo, no era el elegido de Dios, que no se fija en lo que sólo vemos con los sentidos. Dios mira con mayor profundidad: mira la verdad. El elegido es el más pequeño de los hijos de Jesé: David, que era “rubio y de aspecto agradable”.

Dios ve los corazones. Nosotros, con la fe, también aprenderemos a ver más allá del mundo visible. Valoraremos más otras realidades: la verdad, el amor.

En otro tiempo éramos tinieblas, ahora somos hijos de la Luz, hijos de Dios. La Gracia nos facilita tener una visión de fe.  

A medida que avanza el itinerario cuaresmal, la Iglesia nos invita, cada vez más, a la conversión, que consiste en purificar nuestro corazón para poder “ver y amar”.

Detengámonos un poco para profundizar, al hilo de unas reflexiones del Cardenal Joseph Ratzinger, en el significado de la palabra metanoia, que utilizan los evangelistas para designar lo que pedía Jesucristo a todos, al principio de su vida pública.

El Cardenal Ratzinger, dice que la palabra griega metanoiaes un concepto que abarca la entera existencia, radicalmente. Significa, fundamentalmente, convertirse” (J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos (Materiales para una teología fundamental), Herder, Barcelona 1985, 63-76).

“En los griegos  metanoein  significa  arrepentirse  in actu. Para el concepto de un  arrepentimiento permanente  (volver a uno mismo,  a  la  unidad;  recogimiento  interior,  donde  habita la verdad...)  se  usa  el  verbo  epistrophein.  Este  concepto  es parecido al de  metanoia en la  Biblia,  pero no igual. La Biblia pide una conversión que se identifica con la obediencia y  la fe, no un mero volverse a sí mismo,  sino un abrirse al tú, a Dios, a la Iglesia” (ibídem, p. 68).

“Actualmente se aplaude todo cambio (culto a  la movilidad) y se reprueba todo conservadurismo. La metanoia cristiana  pide un cambio radical (no cambios a medias),  pero  también una "firmeza en Cristo" que es la Verdad y el Camino (fidelidad y cambio). El  cambio  es necesario para mantenerse  a la  altura de la decisión de  fidelidad,  porque en el hombre pesa  más el egoísmo que el amor y la verdad” (ibídem, pp. 69-74).

Metanoia no  sólo  es "conversión"  interior. También abarca una dimensión eclesial: aquí se  fundamenta el sacramento  de la penitencia  como  forma eclesial  y  palpable  de  una conversión renovada” (ibídem, p. 74).

“"Yo os aseguro: si no cambiáis y os  hacéis  como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18, 3)”. La "metanoia" implica hacerse como niños: la sencillez de la vida ordinaria, el "pequeño camino" de Santa Teresita de Lisieux, la paciencia de la diaria permanencia,  la renovación y el cambio diario. Esto es lo que hace a los hombres clarividentes” (ibídem, pp. 74-76).

También el Cardenal Ratzinger, dice que “la fe es una decisión radical: una conversión, un pasar de fiarse de lo visible a fiarse de lo invisible”. “La fe requiere conversión, y la conversión es un acto de obediencia, no a un contenido, sino a un «Tu» (Cristo)”. Cfr. J. Ratzinger, Natura e Compito de la Teología, ed. Jaca Book, Milano 1993, pp. 54-55.

Como afirma San Pablo: "Porque las aflicciones, tan breves y tan ligeras de la vida presente, nos producen el eterno peso de una sublime e incomparable gloria y así no ponemos nosotros la mira en las cosas visibles, sino en las invisibles; porque las que se ven son transitorias, más las que no se ven son eternas" (2 Cor 4, 17-18).

La fe es algo diariamente nuevo: hay que convertirse cada  día. Es decir, para poder acceder al misterio es necesaria una conversión. La fe supone siempre una conversión. La verdadera conversión, siempre es un acto de fe. Cuando la fe irrumpe en nuestro pensar, hay que dar inicio a un nuevo modo de pensar, que lleva consigo el cambio del «yo» al «no más yo», que lleva consigo —por tanto— el sufrimiento y el dolor. Por eso los grandes convertidos (Agustín, Pascal, Newman, Guardini...) pueden siempre ser guías en el camino hacia la fe (cfr. J. Ratzinger, Natura e Compito de la Teología, ed. Jaca Book, Milano 1993, pp. 54-55).

La fe es “ver” de otra manera. Somos ciegos para las realidades sobrenaturales y hemos de pedir al Señor, como Bartimeo, el ciego de Jericó: “Domine, ut videam”. “Maestro, que vea”.

Sabemos también por otros textos que en los evangelios la ceguera tiene un importante significado. Representa al hombre que tiene necesidad de la luz de Dios, la luz de la fe, para conocer verdaderamente la realidad y recorrer el camino de la vida. Es esencial reconocerse ciegos, necesitados de esta luz, de lo contrario se es ciego para siempre (cf. Jn 9,39-41) (cfr. Benedicto XVI, Homilía para la clausura del Sínodo de Obispos, 28-X-2012)”.

Jesús vendrá y nos curará de nuestra ceguera. Y lo hará por medio de cosas sencillas y ordinarias (un poco de barro y saliva). Si somos humildes, Él nos hará ver más claramente y mucho más lejos de lo que nunca soñamos.

El 12 de octubre de 2005, la Virgen se dirigía a Marga (ver Dictados de Jesús a Marga) para decirle lo siguiente:
“¡Abrid! ¡Abrid vuestros ojos y ved! Ciegos del mundo hasta ahora privados de la luz, que vivís en la oscuridad. Mirad por dónde viene, mirad por dónde llega el Día de vuestra Salvación. Atended a los pequeños. Ellos portan la luz. Seguid el sendero de la luz, abandonad las sendas de la oscuridad. Despojaos de vuestras antiguas vestiduras. Venid vestidos de sayal y de cilicio para recibir el Día, el Día de vuestra Salvación. Haced penitencia por vuestros pecados. Recordad la Pasión del Señor”.
Y el 10 de enero de 2001, Jesús le decía lo siguiente:
“¡Abrid, abrid vuestros ojos! Estáis ciegos, hijos, abrid vuestros ojos y ved. Vedme, ved mi Rostro, mirad mis Ojos cómo os miran y decidme si os podéis verdaderamente resistir a esa mirada de Amor”.

sábado, 22 de marzo de 2014

El Agua Viva

Las Lecturas del Tercer Domingo de Cuaresma nos recuerdan que la presencia del Espíritu Santo en nuestras almas nos hace agradables a Dios y es como una fuente de agua que salta hasta la vida eterna.


Los textos de la Liturgia de la Palabra que meditaremos son los siguientes:

Ex 17, 6-7: Golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo." Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel. Aquel lugar se llamó Massá y Meribá”.
Salmo 94, 7-9: “¡Oh, si escucharais hoy su voz!: "No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, donde me pusieron a prueba vuestros padres, me tentaron aunque habían visto mi obra”.
Rm 5, 5: “El amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado”.
Jn 4, 13-14: “Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de nuevo, pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna”.

¡Ojalá escucháramos la voz de Dios! Está imprecación del salmo es un eco de la nostalgia de Dios que desea que sus hijos le escuchemos, pues Él nos habla de mil maneras todos los días.

Para los hijos de Dios toda la creación nos habla de Él: una puesta de sol, un amanecer, los pétalos de una rosa, la fragancia de un nardo, la gracilidad y belleza de un caballo en plena carrera… No tenemos más que motivos para dar gracias por el orden y armonía del universo.

Es verdad que también existe la muerte, en la creación, y la corrupción, y la ley del más fuerte que devora al débil. Pero, para quien conoce la historia de la salvación, el mal en el mundo no debe ser una provocación hacia la increencia. Sabemos que existe el mal, introducido por el pecado de nuestros primeros padres. Y sabemos que Cristo, al morir en la Cruz, ha tomado sobre sí todo el mal del mundo (el mal físico y el mal moral, que es el pecado), y lo ha cambiado de signo, de manera que ahora ya no es sólo mal, sino una ocasión para el bien.

Podemos ofrecer al Señor una pena, una enfermedad, una contrariedad cualquiera, uniéndonos a su Pasión, por la salvación de los hombres, y para dar gloria a Dios con nuestro sufrimiento aceptado por amor.

Es decir, Dios nos habla también, y de modo especial, en el dolor y la contradicción. Nos invita a padecer con Él para ser glorificados con Él.

Por otra parte, Dios es el Señor de la Historia, y nos habla a través de los acontecimientos de nuestra vida y de la vida de toda la humanidad. No hay nada fortuito o casual. No se produce, propiamente, nada al azar. Dios Providente está detrás de todo lo que sucede. Respeta la libertad humana pero arregla las cosas para que todo concurra al bien de los elegidos.

En resumen, lo que Dios nos pide es que estemos atentos a su Voz; que sepamos descubrirla en las mil incidencias del día.

A nosotros nos pasa un poco lo que a los israelitas en Meribá. También, a veces, tenemos duro el corazón, insensible a las llamadas de Dios, a los toques del Paráclito.

La dureza e insensibilidad de corazón es una enfermedad muy frecuente en nuestra época. Los hombres nos hemos hecho racionalistas y poco humanos. Somos especialmente burdos para el mundo sobrenatural.

Por ejemplo, cuántas veces encontramos falta de respeto en las iglesias, entre la gente que sale o entra a una celebración y no parece darse cuenta de que está presente el Sagrario, con Jesús Vivo entre nosotros. ¡Qué necesaria es la urbanidad de la piedad en nuestras parroquias! ¡Qué falta nos hace más silencio, más recogimiento, más atención cuando estamos delante del Señor!

La escucha constante del Espíritu hará que, de nuestro corazón, salte una fuente de agua viva hasta la vida eterna. Es una promesa del Señor. Jesús tiene sed de nuestra fe y, si le correspondemos, Él derramará el Amor en nuestros corazones y, con Él, la vida eterna.

¡Qué seco está el mundo! ¡Qué poca importancia le damos a las cosas de Dios!

Operi Dei nihil praeponatur”, decía san Benito a sus monjes. Que nada se anteponga a la Obra de Dios”. Se refería a la Liturgia: a la celebración de la Eucaristía y del Oficio Divino. También a nosotros nos hace mucha falta aplicar el lema de los benedictinos —que tanto ama nuestro querido Benedicto XVI— a nuestra vida ordinaria. 

Lo primero es dar gloria a Dios, adorarlo, alabarlo, darle gracias por todo. Debe ser la prioridad. Si queremos oír la Voz del Espíritu y que en nuestra alma brote la Fuente de Agua Viva, hemos de dedicar tiempos generosos de oración, dentro de nuestro horario habitual: participar en la Santa Misa, hacer ratos de oración mental, rezar el Santo Rosario, leer y meditar la Sagrada Escritura y otros libros espirituales… Y no sólo eso: un cristiano debe buscar la presencia de Dios a lo largo de todo el día, ofreciendo su trabajo, pidiendo perdón por sus pecados, dando gracias a Dios por todo lo que nos da.

Sólo así se calmará nuestra sed de Dios. Las cosas de esta tierra, por sí mismas, son incapaces de saciar nuestra sed. Como la samaritana, hemos de pedir al Señor que nos dé del agua que salta hasta la vida eterna. Tenía una inquietud existencial y no encontraba lo que buscaba, hasta su encuentro con el Señor. “Sus continuas idas al pozo para sacar agua expresan un vivir repetitivo y resignado” (Benedicto XVI, Angelus, 24-II-2008). Pero todo cambió para ella el día en que habló con Jesús.

Si conocieras el don de Dios”, le dice Cristo a la samaritana. ¡Cuántas almas se alejan de la aventura maravillosa de la santidad por el desánimo y la desconfianza! En cambio, ¡que frutos estupendos proceden de la esperanza, de la determinación de buscar en el Espíritu la fuerza que nos falta

No olvidemos que, aunque el Espíritu sopla dónde quiere y cuándo quiere, se comunica de modo singular a través de los canales de la gracia, los sacramentos, que Jesús ha confiado a la Iglesia y en los que Él actúa con su poder soberano. Ahí nuestro camino en la tierra encuentra las sendas de Dios. Vayamos por ellas sin poner obstáculos. Amemos a la Iglesia, tengamos fe en la Iglesia y se nos donará el Espíritu Santo (cfr. Javier Echevarría, Itinerarios de vida cristiana, p. 37 a 48).

También podemos reflexionar sobre las palabras del Señor a la samaritana: “Dame de beber”. Jesús nos necesita. Quiere nuestro amor. Se presenta ante nosotros “cansado del camino”. Se acerca desde su debilidad para redimirnos. Y con su debilidad y cansancio humanos nos hace fuertes.  

"He aquí, por tanto, todo lo que Jesús reclama de nosotros;  no tiene necesidad de nuestras obras, sino solamente de nuestro amor, porque este mismo Dios que declara no tener necesidad de decirnos si tiene hambre, no tiene reparo en mendigar un poquito de agua a la Samaritana.  Él tenía sed...  Pero, al decir: "dame de beber", era el amor de su pobre criatura lo que el Creador  del Universo reclamaba. Tenía sed de amor (...); siento más que nunca que Jesús está sediento, no encuentra más que ingratos e indiferentes entre los discípulos del mundo y entre sus propios discípulos, Él encuentra pocos corazones que se entreguen a Él sin reserva, que comprendan toda la ternura de su amor infinito" (S. Teresita Niño Jesús, Vida de un alma).

Juan Pablo II, que será próximamente canonizado, nos invita a meditar sobre los encuentros que Cristo tiene con los hombres, en el Evangelio. Uno de ellos, muy significativo es el encuentro con la samaritana.

Jesús la llama para saciar su sed, que no era sólo material, pues, en realidad, «el que pedía beber, tenía sed de la fe de la misma mujer» (S. Agustín, Tract. in Joh., 15, 11: CCL 36, 154.). Al decirle, «dame de beber» (Jn 4, 7), y al hablarle del agua viva, el Señor suscita en la samaritana una pregunta, casi una oración, cuyo alcance real supera lo que ella podía comprender en aquel momento: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed» (Jn 4, 15). La samaritana, aunque «todavía no entendía» (Ibíd., 15, 17: l.c., 156), en realidad estaba pidiendo el agua viva de que le hablaba su divino interlocutor. Al revelarle Jesús su mesianidad (cf. Jn 4, 26), la samaritana se siente impulsada a anunciar a sus conciudadanos que ha descubierto el Mesías (cf. Jn 4, 28-30)” (Exhortación apostólica Ecclesia in America, n. 8).

Nos pueden servir, para terminar estas reflexiones, algunas consideraciones que Nuestra Señora le hacía a Marga (ver Dictados de Jesús a Marga) el 18 de mayo de 2011:
“Marga amada: ven a Mí, porque “tu esencia es oración”. Tu vocación es la oración y tu don es la oración.
Por eso te encuentras tan bien cuando la haces, y la haces abundante, porque abundante es la que Dios te pide. Y, haciendo esto, te encuentras como pez en el agua. Nada en la dicha de hacer oración. ¿Quién te puede arrebatar esto? ¿Las dudas y problemas cotidianos? ¿El Maligno? Nadie, hija, porque esto es tan sencillo para ti, que bastará tu voluntad en hacerlo para que lo hagas”.
Y unos días antes, el 10 de mayo de 2011, le decía:
“Amada Marga: dame las primicias del día, que Yo sabré donarte y recompensarte. Porque estando centrada al inicio, todo te resultará más fácil. Luego: que venga lo que venga. Que tu alma estará centrada en Mí”.
Por último, vale la pena leer parte de lo que la Virgen dijo a Marga el 9 de junio de 2011 [Palabras de Marga en cursivas]:
“Amada Margarita, Quiero que comprendas la magnitud de tu Mensaje y no temas ni te aflijas, porque lo que en ti ha empezado Dios, lo terminará también Dios en ti.
Los importantes en esta Obra no sois los instrumentos.
Marga (Me vino una equiparación a Medjugorje)Mamá, ¿porqué equiparas esto a Medjugorje?
“Porque esto es para España la continuación de Garabandal. Medjugorje es lo que yo quise hacer en España, pero que mi Iglesia me lo negó. A pesar de eso siempre he encontrado fieles en la Iglesia de España, y por ellos, en premio a sus esfuerzos, me manifiesto a ti”.

sábado, 15 de marzo de 2014

La fe de Abraham y la escucha del Señor

Abraham es nuestro padre en la fe. Yahvé le prometió que sería bendecido su nombre en todos los pueblos de la Tierra. Esta promesa se ha hecho realidad en Jesucristo, el Hijo amado y predilecto del Padre. A Él hemos de escuchar para recibir la misericordia de Dios. Podríamos decir, en resumen, que esta es la idea central de la Liturgia de la Palabra en el 2° Domingo de Cuaresma.


Los textos que vamos a meditar son los siguientes (sacamos un texto breve de cada uno de ellos):

Gen 12, 1-4ª: “En aquellos días, el Señor dijo a Abraham: –«Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré» (…). Abraham marchó, como le había dicho el Señor. Palabra de Dios”.
Salmo 32: “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”.
2 Tim 1, 8b-10: “Desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; (…) que destruyó la muerte y saco a la luz la vida inmortal, por medio del Evangelio”.
Mt 17, 1-9: “Los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: –«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo».

La historia de la Redención comienza, propiamente, con la vocación de Abraham. Yahvé le sale al encuentro y le pide una renuncia: que deje la casa paterna y se dirija hacia donde Dios tiene dispuesto. Le pide obediencia. Una obediencia de fe.

Abraham es el padre de los creyentes: nuestro padre en la fe (cfr. Canon Romano). El Catecismo de la Iglesia Católica lo pone como modelo de fe, junto a Nuestra Señora.

“La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados insiste particularmente en la fe de Abraham: "Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba" (Hb 11, 8; cf. Gn 12, 1  - 4)” (cfr. CEC, 45).

La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que "nada es imposible para Dios" (Lc 1, 37; cf. Gn 18, 14) y dando su asentimiento: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38)” (cfr. CEC 148.

“Obedecer ("ob - audire") en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma” (CEC 144).

Mañana, 2° Domingo de Cuaresma, la Iglesia nos propone meditar la escena de la Transfiguración del Señor. Jesús quiere revelarse, delante de sus apóstoles, como Hijo de Dios. Seis días antes, Pedro, en Cesarea de Filipo, había confesado su fe en Cristo: “Tu eres el hijo de Dios Vivo” (cfr. Mt 16, 16). Y, ahora, Jesús, mediante una transfiguración milagrosa de su cuerpo y sus vestidos —resplandecientes como el sol y blancos como luz— quiere adelantar a los discípulos la gloria de su próxima Resurrección.

San Lucas, en el texto paralelo, nos dice que Moisés y Elíashablaban de su muerte [de Jesús] que iba a consumar en Jerusalén” (cfr. Lc 9, 28b-36).

El Señor lleva a sus discípulos al Tabor, antes de llevarlos al Calvario. Así los prepara, poniendo en relación su Cruz con su Resurrección, para que puedan superar la prueba de la Pasión y Muerte de Cristo.

San Pablo anima a su discípulo Timoteo, a tomar parte en los “duros trabajos del Evangelio” (cfr. 2ª Lectura) confiando en la fuerza de Dios, que se ha manifestado por medio de Jesucristo, “que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal, por medio del Evangelio” (ibídem).

En síntesis, la Liturgia de la Palabra de este 2° Domingo de Cuaresma, nos proponen pedir a Dios el Don de la Fe, para que, como los apóstoles, podamos peregrinar por los 40 días de la Cuaresma con ánimo alegre y decidido, sabiendo que, al final de esa peregrinación por el desierto, llegaremos a la Tierra Prometida, como sucedió a Abraham, a María y a los discípulos del Señor. “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti” (Salmo 32).

Creer quiere decir «abandonarse» en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente « ¡cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! » (Rom 11, 33)” (Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris Mater, n. 14).

Los caminos de Dios son inescrutables; sus designios, insondables. Los pobres hombres conocemos muy poco sobre los planes de Dios. Sabemos lo fundamental: que Dios es Bueno, que nos ha creado, que ha enviado a su Hijo para manifestarnos su Amor y salvarnos del mal… Y lo que es Señor nos pide es que confiemos en Él, pase lo que pase. Y que estemos siempre alegres, abandonados en su Providencia, que es Sapientísima.

Abraham, y después María —de manera más perfecta— esperaron contra toda esperanza (cfr. Rm 4, 18). “Y he aquí que, después de la resurrección, la esperanza había descubierto su verdadero rostro y la promesa había comenzado a transformarse en realidad” (Redemptoris Mater, n. 26). Jesús se revela como triunfador de la muerte, como el señor del “reino que no tendrá fin”.

En la Transfiguración, Jesús quiere confirmar a sus discípulos en la fe. San Pedro, en su 2ª Carta, dirá que ha sido testigo ocular de la majestad de Cristo, cuando, en el Tabor, fue honrado por Dios Padre que le dirigió esta voz “Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del' cielo, la oímos nosotros estando con él en el monte santo. Y tenemos así mejor confirmada la palabra de los profetas, a la que hacéis bien en prestar atención como a lámpara que brilla en la oscuridad, hasta que alboree el día y el lucero de la mañana amanezca en vuestros corazones” (2 Pe 1, 17-19).  

Para creer en Cristo, el camino es escucharle. La palabra “obediencia” viene de ob-audire: escuchar; salir al encuentro de quien nos habla, siendo dóciles a las palabras que escuchamos.

En el fondo, obedecer es escuchar con atención y con deseos de poner en práctica eso que escuchamos, que sabemos viene de Dios.

En realidad, todo lo que percibimos viene de Dios. Dios es el Señor de la Historia. Es Providente (provee). Proveer es “suministrar o facilitar lo necesario o conveniente para un fin”.

El Espíritu Santo nos llama de mil maneras cada día. Si escuchamos su voz, nos daremos cuenta de que siempre nos pide algo. El hombre obediente siempre está atento a las voces de Dios y las acoge con fervor religioso.

Nosotros estamos oyendo continuamente la Palabra de Dios. La oímos cuando leemos el Evangelio, cada día. También cuando hacemos la oración con algún pasaje del Evangelio, o cuando hacemos un rato de lectura espiritual, etc. Oír, oímos mucho y muy a menudo. Pero oír no es lo mismo que escuchar. Escuchar es atender, es dejarse impregnar por esa Palabra. Es ser buena tierra, hacer nuestro lo que oímos. Es abrir la inteligencia y el corazón para que penetre y se haga vida en nosotros.

Este 2° Domingo de Cuaresma nos invita a subir, con Jesús, al Monte Tabor: el monte de la oración. “La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura” (Benedicto XVI, Jesús de Nazareth I, ed. Planeta, 2007, p. 356 y ss).

En la Sagrada Escritura, podemos fijarnos en el simbolismo general del “monte”: “el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador” (ibidem).

Con la palabra “Escuchadlo” concluye la aparición del Tabor. “Su sentido más profundo —afirma Benedicto XVI— queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: "Escuchadlo"” (ibídem).

Terminamos estas consideraciones con unas palabras que la Virgen dirigió a Marga (ver Dictados de Jesús a Marga) el 11 de mayo de 2011:

         “Todos los cimientos donde está cimentada esta civilización, caerán. Caerán a una. El dinero, el poder…nada.
         La gente vagará asustada por la calle, pretendiendo encontrar dónde asirse. Pero buscarán errados dónde asirse en todo, menos en Dios.
         Agua bendita y rezar el Rosario. ¿Ves, amada, qué fácil?
         ¿Crees que Yo no os he dado las armas y os voy a tener en medio de la lucha desprotegidos de ellas? Son fáciles y sencillas, hijos. Están a vuestro alcance (…).
         Si vuestra casa se derrumba, id a por un Rosario y salid de ahí sólo con eso. Es el objeto más preciado que debéis salvar y el arma más poderosa para vencer a vuestros enemigos (…).
         Marga amada: abandónate en estos coloquios [en la oración], con sencillez. Libera tu espíritu. No temas.
         La principal que tenéis que abandonar es la temerosa. Aunque el cielo se estuviera derrumbando sobre vuestras cabezas. Esta actitud, de filial Confianza en Dios Nuestro Señor, de sonrisa frente a la adversidad y de audacia, si quieres, temeraria ante lo que veis que os manda Dios, es lo que pone en huida rápida al Adversario.
         Pase lo que pase, hija. Aunque el mal os invada hasta que os rodee. Aunque todo se os cierre a vuestro paso y las estructuras se derrumben. Vosotros conservad la confianza ciega en Dios Nuestro Señor” (El Triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012, pp. 416-417).

sábado, 8 de marzo de 2014

Lucha contra las tentaciones

La Cuaresma es un tiempo de penitencia, es decir, de cambio, de conversión. Durante estos cuarenta días (hasta la Semana Santa) todos los cristianos nos preparamos para la Gran Solemnidad de la Pascua, el día más importante del Año Litúrgico.


Mañana, celebraremos el Primer Domingo de Cuaresma en el que meditaremos, una vez más, en las Tentaciones del Señor. En esta ocasión, lo haremos siguiendo el relato de San Mateo.

Escogemos una selección de los textos que leeremos en la Liturgia de la Palabra:  

Gen 3, 6: “Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió”.
Salmo 50, 4: “Lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame”.
Rm 5, 19: “Pues como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos”.
Mt 4, 1: “Entonces fue conducido Jesús al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo”.

El Demonio existe. Es una creatura de Dios que, en el principio, se rebeló contra su Creador. Por él se introdujo el mal en la creación. Él fue quien instigó a nuestros primeros padres a rebelarse también en contra de los planes de Dios. Los engaño, pues es el padre de la mentira.

El pecado original, que se describe en la Primera Lectura, es una lacra que llevamos toda la raza humana en nuestra naturaleza. Dios permitió esa culpa y también esa pena o castigo al hombre, para conseguir un bien mayor pues, de los males saca bienes y de los grandes males grandes bienes.

El bien que sacó de ese primer pecado ha sido, nada menos, que la Encarnación del Hijo de Dios: la venida de Jesús al mundo para salvarnos y redimirnos. ¡Oh felix culpa quem talem ac tantum meruit habere Redemptorem! ¡Oh feliz culpa que mereció tener tal Redentor¡(cfr. Pregón Pascual).

Pero, aunque Jesucristo nos ha salvado del pecado con su Muerte en la Cruz y su Gloriosa Resurrección, Dios cuenta con nuestra libertad. Cada uno hemos de elegir libremente si aceptamos o no la Redención. Si nos unimos a Jesús, por la fe (una fe con obras, una fe coherente), si queremos ser sus discípulos y queremos vivir su Vida en la nuestra, nos salvaremos. Él nos empapará con su Sangre Redentora y alcanzaremos el Don de la Salvación Eterna.

El Demonio no quiere que consigamos esa Meta, pues nos odia y sólo quiere nuestro mal. Hará todo lo que esté en su mano para que nos desviemos del camino. Las tentaciones son los artilugios y estratagemas del Demonio para que caigamos en el pecado y nos apartemos de Dios.

Lo hace, fundamentalmente, de tres maneras (cfr. las tres tentaciones que sufrió Cristo en el desierto): 1) busca que pongamos nuestra confianza en los bienes materiales y no en la Palabra de Dios (tentación de los panes); 2) nos incita a la vanidad y a la búsqueda del éxito puramente humano (tentación del Templo); y, por último 3) nos tienta con el espejismo del poder y del dinero para así poder obtener todos los goces terrenos (tentación del monte).

Jesús rechazó todas las tentaciones del Demonio. Antes había estado cuarenta días y cuarenta noches en oración y practicando un ayuno absoluto. Esas son las armas que nos da el Señor para vencer cualquier tentación y no caer en el pecado. Así es como expulsamos al Demonio de nuestra vida: con oración y ayuno.

A continuación, copio parte de un largo mensaje que recibió Marga, de Jesús, el 4 de julio de 2010 (cfr. El Triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012, pp. 277-278):

     “¡Oh… venid y aprended qué quiero decir cuando digo “misericordia quiero, que no sacrificios” (cfr. Os 6,6; Mt 9,13; 12,7). No es la negación de la austeridad y el sacrificio lo que predico y quiero. No. Porque así, vuestras almas están a merced del Enemigo.
     Porque hay demonios que no pueden expulsarse si no es con oración y sacrificio (cfr. Mt 17,21; Mc 9,29).
     Por eso, en mi Iglesia, en mis fieles, han entrado los demonios y han hecho posesión de ellos. Tanta vida llena de pecado, inmersa en el vicio, del que no quieren salir, y tanto demonio haciendo en ellos estragos. Encadenados a sus vicios, faltos de oración y ayuno, y presas fáciles de las garras de Satanás.
     ¿Sabes que así se acabaría el mal en mi Iglesia? Si vosotros, mis fieles, practicarais la oración y el ayuno.
     Sí: es un Mensaje para estos tiempos.
     Practicad la oración y el ayuno si queréis veros libres de la lacra del pecado en vuestras vidas. Si no, nunca os libraréis de él.
     Sólo con oración y ayuno, hijos, no lo olvidéis, con oración y ayuno.
     Pensad cómo se curan en Medjugorje los miembros de mi Comunidad Cenáculo. ¿Cómo se curan?
     Y la mayoría de ellos vienen completamente destruidos por su propio pecado.
     Estos es vuestro remedio. Esto es lo que os hace falta.
     Venís a Mí y me preguntáis qué es lo que debéis hacer para veros libres del pecado que atenaza vuestras vías y os impide ser felices y os impide encontrarme y encontrar a vuestros hermanos. Yo os digo: oración y ayuno. ¿Eso lo queréis oír? ¿O tan solo, queríais oír: “poneos bajo mi Corazón y recibiréis la Gracia” como algo mágico?
     No: la Gracia habéis de fructificarla. La Gracia la habéis de querer y aceptar.
     No se acepta la Gracia pretendiendo seguir viviendo en vuestra vida de pecado. No: para ello habéis de renunciar al pecado. Renunciar a Satanás y a todas sus obras.
     Eso es el Cristianismo.
     ¿Que no os sentís fuertes?, ¿que no lo sois? Haced oración y ayuno y adquirid así la fortaleza.
     Renunciad al pecado. Renunciad a Satanás y a todas sus obras.
     Vivid en gracia y haced oración y sacrificio para manteneros en ella y para que no pueda adentrarse en vosotros la tentación y haceros estragos.
     No predico nada nuevo”.

El consejo es clarísimo: oración y ayuno. Hacer oración, convertir en oración todo nuestro día: desde la participación en la Santa Misa (que es la mejor oración), hasta la adoración Eucarística; desde el rezo piadoso del Santo Rosario, hasta la lectura meditada de la Palabra de Dios; desde convertir nuestro trabajo en oración, hasta tratar de convertir también en oración todo lo que hacemos: nuestro descanso, nuestras alegrías, nuestras penas, nuestra preocupación por todos los que nos rodean….

Y, además: ayunar. Ayunar siendo sobrios en las comidas y bebidas. Pero también ayunar de todas las cosas superfluas de esta vida. Es decir, privarnos gustosamente de comodidades, de cosas innecesarias, de gustos o aficiones que nos hacen meternos en nosotros mismos de manera egoísta. Eso es lo que necesitamos: mortificar nuestros apetitos, nuestra carne, nuestro orgullo, nuestra pereza…

Y todo, con alegría, porque esa participación en la Cruz de Cristo nos hará los hombres y las mujeres más felices de esta tierra. ¿Por qué? Porque la asumimos con amor y por amor.

Jesús, unos días antes (el 28 de junio de 2010) le decía a Marga lo siguiente (cfr. ibídem, p. 269):

     “Cuando seáis proscritos, ¡alegraos! (cfr. Mt 5,10ss; 10,1ss; Hch 5,41). En los tiempos de la Falsa Iglesia, vale más ser proscritos por ella.
     Mira: quiero que te vean y vean en ti la Alegría. La Alegría por estar en mi Amor. Que los que están en mi Amor no están jamás tristes. Y eso quiero que vean los otros: Alegría, Seguridad, Firmeza.
     Sí: supérate en aquello que más te cuesta de tu día a día: el horario.
     A los que amo, pruebo, como se prueba el oro en el crisol”.      
    
El Señor, el 30 de junio,  señalaba a Marga el campo de su lucha: lo ordinario, lo pequeño, el cumplimiento de su deber (ibídem):

     “Persevera, persevera en la oración. Aunque tú creas que esto no es servirme ni estar ahí para nada concreto, persevera en la oración y en todo lo que te has propuesto. Hoy toca esto. Ahora toca esto”.

Es lo de siempre. Dios, lo que quiere de nosotros, es que le ofrezcamos lo que está en nuestras manos. No nos pide grandes penitencias y sacrificios extraordinarios. Nos pide que le demos lo que tenemos, por amor.

El 16 de mayo de 2010, Nuestra Señora le aconsejaba a Marga: “Di a menudo al Señor (Jesús): “es por Ti, es por tu Amor”. Eso le gusta. Eso le agrada. Eso le encanta”.

La Virgen de Fátima decía a los niños: “Hagan sacrificios por los pecadores, y digan seguido, especialmente cuando hagan un sacrificio: Oh Jesús, esto es por amor a Ti, por la conversión de los pecadores, y en reparación por las ofensas
cometidas contra el Inmaculado Corazón de María” (Aparición del 13 de julio de 1917).

Cuenta Conchita en una entrevista concedida el 27 de agosto de 1981 a Mons. Garmendia, Obispo auxiliar de Nueva York, que “un día llevaba un cilicio en la cintura para hacer sacrificios y en una de las Apariciones yo le dije a la Virgen, le hice señas de que me dolía aquí, entonces me dijo no es eso lo que te pido sino ofrece lo de cada momento; y en ese momento me dijo de obedecer a mi madre y de hacer las cosas por amor a Dios y de hacer pequeños sacrificios”. Ella les aclaró así que no les pide sacrificios aparatosos o ayunos prolongados, ni es eso lo que más le agrada, sino la fidelidad a lo que Dios pide en la vida ordinaria. Añade Conchita: “Creo que cada uno es distinto pero Ella nos dijo eso. Algunas veces uno necesita hacer sacrificios grandes, algunas veces yo lo necesito para conseguir el perdón de Dios o para conseguir alguna gracia especial pero la Virgen nos dijo de ofrecer las cosas de cada momento” (cfr. Con Voz de Madre, p. 93).

En esta Cuaresma, podemos seguir los consejos de Nuestra Madre, que también decía a las niñas de Garabandal: “hay que hacer muchos sacrificios, mucha penitencia (…). Ya se está llenando la copa, y si no cambiamos, nos vendrá un castigo muy grande” (Mensaje del 18 de octubre de 1961).

“Las oraciones y sacrificios de las almas pequeñas que aman a Dios, llevan su cruz con fe y fortaleza, y piden por los pecadores, atraen la misericordia divina” (Con Voz de Madre, p. 26).

sábado, 1 de marzo de 2014

El Don de la alegría

Las tres lecturas de la Misa, de este VIII Domingo durante el año, nos invitan a reflexionar sobre la confianza y abandono en Dios, y a no preocuparnos ni angustiarnos por lo que sucede en esta vida. Es decir, nos ayudan a elevar la mira, para ver todo con más profundidad: con los ojos de Dios; y a buscar, ante todo, sus cosas y no las nuestras. Así estaremos siempre alegres.


La 1ª Lectura, de Isaías (49, 15)  nos recuerda la Providencia de Dios: “¿acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido”.

Se ha dicho que el Gran Pecado del Aborto “es una prefiguración del infierno y de la condenación eterna” (El Triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012, p. 200). Una madre puede rechazar al hijo de sus entrañas, pero Dios nunca dejará a sus hijos. Y nosotros somos sus hijos.

Podemos confiar plenamente en la Providencia de Dios. No pasa nada sin que Él no lo encauce para nuestro bien: “sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio” (Rm 8, 28).

El hombre es libre y puede salirse, en cierta manera, de los planes previstos por Dios. Pero Él, que es el Señor de la Historia, tiene siempre nuevas alternativas. Se las ingenia para que, finalmente, todo se arregle, según sus planes llenos de amor y sabiduría por cada uno de sus hijos.

Nuestra Señora, se dirigía a Marga (ver post sobre Marga), el 23 de diciembre de 2009, con estas palabras: “¿Te das cuenta de que la mitad de las cosas por las que te preocupas, no suceden? ¿Y de que si suceden, si llegaran a suceder, tú ya no eres igual que cuando las piensas y te angustias, pudiendo sobrellevarlas fácilmente, con la Gracia de Dios?” (El Triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012, p. 198).

Mañana leeremos, al comienzo de la Lectura del Evangelio, unas palabras de Jesús a sus discípulos, en el Sermón de la Montaña: “Por eso os digo: No os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis; ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿Acaso no vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido?” (Mt 6, 25).

Los hombres nos preocupamos excesivamente de todo lo que pasa aquí en la Tierra. En lugar de “ocuparnos” en lo que tenemos entre manos, nos “preocupamos” por lo que ha sucedido o por lo que pensamos que sucederá en el futuro. La imaginación —que es la loca de la casa, como decía Santa Teresa— nos llena el alma de intranquilidad y falta de paz: nos puede quitar la alegría.

El Señor nos previene ante este peligro y nos llama a estar serenos. Un hijo de Dios puede sufrir, puede tener penas grandes…, pero todas las tribulaciones las lleva con paz, con plena confianza en que Dios no nos deja.

Cuentan que, en cierta ocasión, Santa Teresa oía un sermón de un sacerdote. Tronaba el buen cura contra las monjas que se metían de fundadoras, sin otro fin —según él— que dar esparcimiento a sus libertades. Teresa, mientras tanto, sonreía serena, y con el rabillo del ojo leía su libro de horas en el que tenía escritas oraciones compuestas por ella misma: “Nada te turbe / Nada te espante. Todo se pasa / Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza / quien a Dios tiene /  Nada le falta: Sólo Dios basta” (Santa Teresa, Poesía 30).

Jesús termina sus recomendaciones sobre el abandono y la alegría con las siguientes palabras: “Buscad, pues, primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad” (Mt 6, 33-34).

¡Cuántas veces nuestra oración se reduce a habar al Señor de nuestra preocupaciones, de nuestras cosas, y no nos referimos, casi, a sus cosas, a las cosas de Dios!

Jesús le decía a Marga, el 29 de noviembre de 2009: “Ocupaos de Mí. Ocupaos de mis cosas. No os preocupéis de vosotros. No os preocupéis vanamente de vuestras cosas. Esto es lo que yo espero hoy de vosotros, si es que habéis venido a consolarme y si es que queréis consolarme. Quiero que siempre, al llegar a mi Presencia, primero me preguntéis por Mí. Me saludéis y entabléis un diálogo Conmigo de respeto y adoración, que Yo ya sé de vuestras penas, y esas las tengo muy grabadas en el Corazón. Que no por mucho repetírmelas se os van a solucionar. Vosotros buscáis soluciones mundanas, y Yo busco la Solución Sobrenatural, la Solución Verdadera y Final a todos vuestros problemas. Ésa que sólo busca la Salvación vuestra y la de los que os rodean. ¡Qué distinto se ve todo así!” (El Triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012, p. 191).

Efectivamente, ¡qué distinto se ve todo así!, si nuestra vida está centrada en dar toda la gloria a Dios, y procuramos olvidarnos de nuestros problemas minúsculos, porque los abandonamos en las manos del Señor.

La 2ª Lectura de la Misa, tomada de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios (4, 1-5), refuerza la idea central de este Domingo: dejar todo en manos de Dios y buscar su gloria antes que nada.

Una de las cosas más difíciles de dejar a un lado es nuestro propio juicio sobre nuestros hermanos. Todos los hombres tenemos una tendencia a juzgar a los demás. Por una parte, es natural que juzguemos sobre la moralidad de nuestras acciones o de las acciones de los otros. Es decir, tenemos una conciencia moral, que hay que buscar formar durante toda nuestra vida para acertar en lo que es bueno y poder así agradar a Dios.

Pero, incluso, cuando se trata de un juicio objetivo de las acciones humanas, hemos de ser muy precavidos, pues ¿cuántas veces nos faltan datos para poder emitir un juicio verdadero y justo, lleno de caridad?

Con mayor razón, hemos de cuidarnos mucho de juzgar las intenciones de los demás. No podemos juzgar a los demás en su interior. Sólo Dios es el que juzga. Ni siquiera somos capaces de juzgarnos a nosotros mismos, como nos enseña San Pablo. La conclusión es clara: “Por tanto, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor: El iluminará lo oculto de las tinieblas y pondrá de manifiesto las intenciones de los corazones; entonces cada uno recibirá de parte de Dios la alabanza debida” (1 Co 4, 5).       

En lugar de “pensar mal” para acertar —como dice el refrán—, lo que Dios nos pide es que, habitualmente, “pensemos bien” de los demás: confiemos en ellos, creamos lo que nos dicen. Sólo en un clima de confianza y respeto se puede convivir en las familias y en la sociedad. La desconfianza genera amargura y pesimismo. La confianza es fuente de alegría y de paz.

Concluimos con unas palabras de la Virgen a Marga, sobre la alegría, del 11 de enero de 2010, que resumen muy bien la cooperación del hombre con la gracia de Dios: “Mirad cómo el Demonio es un bicho atado y sometido si vosotros estáis conmigo y, como hijos de la Mujer, seguís la Obra Salvadora de Cristo. ¡No temáis! Y estad alegres. Dos condiciones para que él no anide ni reine en vosotros. Esto lo podéis hacer vosotros con vuestra voluntad. El resto, dejádmelo a Mí (…). El primer ascetismo lo tenéis que poner en vuestra voluntad (…). No podéis estar esperando a que os caiga del Cielo la alegría (…). Debéis poneros en marcha, o nunca jamás recaerá la alegría sobre vosotros. Y después de eso, Yo os haré fructificar y perseverar en la alegría. Pero poneos primero vosotros en camino.

Y, más adelante, continúa Nuestra Señor hablando a Marga: “¿Por qué he puesto este Don [la alegría del amor de Dios] como el principal? Porque a través de él, vuestra alma se esponja y puede aceptar todos los demás dones. Si el Demonio consigue abatiros en la tristeza, sabe bien que, detrás de eso, pueden entrar y tener cabida en vosotros todos los demás vicios y pecados. Observad a un hombre triste, y veréis detrás de él a un hombre pecador” (El Triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012, pp. 210-211).

Un primer paso que podemos dar es procurar sonreír más a todos: “Tan solo la aceptación rendida de nuestra realidad, con todos sus límites e imperfecciones, permite el nacimiento de aquella alegría de siempre, cuya espiritualidad se encarna en el rostro y se abre en la sonrisa. La sonrisa atestigua que la alegría ha echado raíces en la pulpa espiritual de la persona. "El corazón alegre hace sonreír la cara", dice el libro de los Proverbios” (J.B. Torelló, Psicología abierta, p. 203).