El IV Domingo de Cuaresma nos
brinda la ocasión de reflexionar sobre el don de la vista y el peligro de la
ceguera espiritual.
Los textos que vamos a meditar
son los siguientes:
— 1 Sam 16, 7: “Pero Yahveh
dijo a Samuel: "No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo le he
descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre
mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón”.
— Sal 22, 4: “Aunque pase por
valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado,
ellos me sosiegan”.
— Ef 5, 8: “En otro tiempo
erais tinieblas, ahora en cambio sois luz en el Señor: caminad como hijos de la
luz”.
— Jn 9, 6: “Dicho esto,
escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, aplicó el lodo en sus ojos”.
La vista es uno de los cinco
sentidos, con los que Dios nos ha dotado. Quizá es el que más apreciamos,
pues ¡qué riqueza supone poder ver!
Pero, además de la vista física, existe una visión espiritual que es más importante, pues con esa visión,
podemos ver más allá de lo que ven nuestros ojos: las realidades espirituales,
que son invisibles.
Jesús, en Jerusalén, cura al ciego
de nacimiento (ver Evangelio de la Misa). Es un gran Milagro del Señor. Sin
embargo, a lo que Él ha venido, antes que nada, es a curarnos de nuestra ceguera espiritual.
Los hombres tenemos una tendencia a quedarnos sólo en lo que ven
nuestros ojos, y damos poca importancia a todo el mundo sobrenatural que sólo podemos ver con los ojos de la fe.
En definitiva, lo verdaderamente importante es ver con los ojos de Dios, ver cómo Dios ve las cosas, las personas,
los acontecimientos.
Samuel, uno de los grandes profetas del Antiguo Testamento, cuando va a
la casa de Jesé —que estaba en Belén— para ungir al que será Rey de Israel, al
primero que se encuentra es al hijo mayor, Eliab, que era de una gran estatura.
Sin embargo, no era el elegido de Dios, que no se fija en lo que sólo vemos con
los sentidos. Dios mira con mayor
profundidad: mira la verdad. El elegido es el más pequeño de los hijos de Jesé:
David, que era “rubio y de aspecto agradable”.
Dios ve los corazones. Nosotros, con la fe, también aprenderemos a ver
más allá del mundo visible. Valoraremos más otras realidades: la verdad, el amor.
En otro tiempo éramos tinieblas, ahora somos hijos de la Luz, hijos de
Dios. La Gracia nos facilita tener una
visión de fe.
A medida que avanza el itinerario cuaresmal, la Iglesia nos invita, cada
vez más, a la conversión, que consiste en purificar nuestro corazón para poder “ver
y amar”.
Detengámonos un poco para profundizar, al hilo de unas reflexiones del
Cardenal Joseph Ratzinger, en el significado de la palabra metanoia, que utilizan
los evangelistas para designar lo que pedía Jesucristo a todos, al principio de
su vida pública.
El Cardenal Ratzinger, dice que la palabra griega metanoia “es un concepto que abarca la entera existencia, radicalmente.
Significa, fundamentalmente, convertirse”
(J. RATZINGER, Teoría de los principios
teológicos (Materiales para una teología fundamental), Herder, Barcelona
1985, 63-76).
“En los
griegos metanoein
significa arrepentirse in actu. Para el concepto de un arrepentimiento permanente (volver a uno mismo, a la unidad;
recogimiento interior, donde
habita la verdad...) se usa
el verbo epistrophein. Este
concepto es parecido al de metanoia
en la Biblia, pero no igual. La Biblia pide una conversión
que se identifica con la obediencia
y la fe, no un mero volverse a sí
mismo, sino un abrirse al tú, a Dios, a
la Iglesia” (ibídem, p. 68).
“Actualmente se
aplaude todo cambio (culto a la movilidad)
y se reprueba todo conservadurismo. La metanoia
cristiana pide un cambio radical (no
cambios a medias), pero también una "firmeza en Cristo" que es la Verdad y el Camino (fidelidad y
cambio). El cambio es necesario para mantenerse a la
altura de la decisión de
fidelidad, porque en el hombre
pesa más el egoísmo que el amor y la
verdad” (ibídem, pp. 69-74).
“Metanoia no sólo
es "conversión"
interior. También abarca una dimensión
eclesial: aquí se fundamenta el
sacramento de la penitencia como
forma eclesial y palpable
de una conversión renovada” (ibídem, p. 74).
“"Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis
como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18, 3)”.
La "metanoia" implica
hacerse como niños: la sencillez de la vida ordinaria, el "pequeño
camino" de Santa Teresita de Lisieux, la paciencia de la diaria
permanencia, la renovación y el cambio
diario. Esto es lo que hace a los hombres clarividentes” (ibídem, pp. 74-76).
También el
Cardenal Ratzinger, dice que “la fe es una decisión radical: una conversión, un
pasar de fiarse de lo visible a fiarse
de lo invisible”. “La fe requiere conversión, y la conversión es un acto de
obediencia, no a un contenido, sino a un «Tu» (Cristo)”. Cfr. J. Ratzinger, Natura e Compito de la Teología, ed. Jaca Book, Milano 1993, pp.
54-55.
Como afirma San
Pablo: "Porque las aflicciones, tan breves y tan ligeras de la vida presente,
nos producen el eterno peso de una sublime e incomparable gloria y así no
ponemos nosotros la mira en las cosas visibles, sino en las invisibles; porque
las que se ven son transitorias, más las que no se ven son eternas" (2
Cor 4, 17-18).
La fe es algo
diariamente nuevo: hay que convertirse cada día. Es decir, para poder acceder al misterio es necesaria una conversión. La fe supone siempre una conversión. La verdadera conversión,
siempre es un acto de fe. Cuando la fe irrumpe en nuestro pensar, hay que dar
inicio a un nuevo modo de pensar, que lleva consigo el cambio del «yo» al
«no más yo», que lleva consigo —por tanto— el sufrimiento y el dolor. Por eso los grandes convertidos (Agustín,
Pascal, Newman, Guardini...) pueden siempre ser guías en el camino hacia la fe
(cfr. J. Ratzinger, Natura e Compito de
la Teología, ed. Jaca Book, Milano 1993, pp. 54-55).
La fe es “ver”
de otra manera. Somos ciegos para las realidades sobrenaturales y hemos de
pedir al Señor, como Bartimeo, el ciego de Jericó: “Domine, ut videam”. “Maestro, que vea”.
“Sabemos también por otros textos que en los
evangelios la ceguera tiene un importante significado. Representa al hombre que tiene necesidad de la luz de
Dios, la luz de la fe, para conocer verdaderamente la realidad y recorrer
el camino de la vida. Es esencial reconocerse
ciegos, necesitados de esta luz, de lo contrario se es ciego para siempre
(cf. Jn 9,39-41) (cfr. Benedicto XVI, Homilía para la clausura del Sínodo de Obispos, 28-X-2012)”.
Jesús vendrá y nos curará de nuestra ceguera. Y lo
hará por medio de cosas sencillas y ordinarias (un poco de barro y saliva). Si somos humildes, Él nos hará ver más
claramente y mucho más lejos de lo que nunca soñamos.
El 12 de octubre
de 2005, la Virgen se dirigía a Marga (ver Dictados de Jesús a Marga) para decirle lo siguiente:
“¡Abrid! ¡Abrid vuestros ojos y ved! Ciegos del mundo hasta ahora privados de la luz, que vivís en la oscuridad. Mirad por dónde viene, mirad por dónde llega el Día de vuestra Salvación. Atended a los pequeños. Ellos portan la luz. Seguid el sendero de la luz, abandonad las sendas de la oscuridad. Despojaos de vuestras antiguas vestiduras. Venid vestidos de sayal y de cilicio para recibir el Día, el Día de vuestra Salvación. Haced penitencia por vuestros pecados. Recordad la Pasión del Señor”.
Y el 10 de enero
de 2001, Jesús le decía lo siguiente:
“¡Abrid, abrid vuestros ojos! Estáis ciegos, hijos, abrid vuestros ojos y ved. Vedme, ved mi Rostro, mirad mis Ojos cómo os miran y decidme si os podéis verdaderamente resistir a esa mirada de Amor”.