La lectura del Evangelio, en los cuatro próximos domingos, será un texto del Sermón de la Montaña. San
Mateo, después de haber hecho, en el capítulo 4° de su Evangelio, un resumen de la figura de Jesucristo (del
contenido esencial de su predicación: “convertíos porque el reino de los cielos
está cerca”; de su propósito de fundar la Iglesia, con la elección de los Doce;
y de su misión de redentor, manifestada por medio de los milagros que lleva a
cabo), se detiene en los siguientes tres capítulos (5°, 6° y 7°) a mostrar la enseñanza moral del Señor, en forma de
sermón.
Jesús, rodeado de sus discípulos
(todos aquellos que quieran escuchar su Palabra y seguirle), se sienta, como un nuevo Moisés, en el
monte (su lugar preferido para hacer oración y dirigirse a su Padre). Desde el
monte enseña con autoridad (cfr.
Benecito XVI, Jesús de Nazaret I, El Sermón de la Montaña).
Todo el ambiente refleja la paz y belleza de Dios: la brisa suave y
silenciosa que sintió el profeta Elías en el monte Sinaí (cfr. 1 Re 19, 1-13):
el lago, los árboles y pastizales, las flores… El poder de Dios se manifiesta en su mansedumbre, su grandeza en su
sencillez y cercanía. La Palabra de Jesús infunde paz, pero tiene toda la
seriedad de su misión redentora, que pasa por la Cruz para llegar a la
Resurrección.
Desde el principio, en las ocho Bienaventuranzas, Jesús nos hace ver que
no ha venido a abolir la Ley (los
Diez Mandamientos), sino a llevarla a su cumplimiento y perfección.
El Señor nos presenta una escala
de valores que es distinta a
la del mundo. Los pobres, los débiles, los perseguidos, son los realmente
felices. Pueden alegrarse no obstante todos sus sufrimientos. Las Bienaventuranzas expresan lo que
significa ser discípulo: estar unido al misterio de Cristo y en inmediata
comunión con Él. Son como un retrato de la figura de Jesús, que es sencillo y
humilde de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar.
El discípulo de Cristo sabe que el
primer mandamiento es el amor: “Cuando destierres de ti la opresión, el
gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y
sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu
oscuridad se volverá mediodía” (cfr. 1ª Lectura de la Misa: Is 58 7-10). “En las tinieblas brilla
como una luz el que es justo, clemente y compasivo. Dichoso el que se apiada y
presta, y administra rectamente sus asuntos” (Salmo 111).
La Sabiduría nueva que nos enseña
Cristo no tiene que ver nada
con la “sabiduría” puramente humana. El sabor fuerte de la Cruz es lo que
condimenta toda nuestra vida: “Nunca entre vosotros me precié de saber cosa
alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a vosotros débil y
temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría
humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe
no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (cfr. 2ª
Lectura: 1 Co 2, 1-5).
“Vosotros sois la sal de la
tierra. (…) Vosotros sois la sal de la tierra” (cfr. Evangelio: Mt 5, 13-16). Jesús utiliza dos imágenes
familiares a sus oyentes. La sal significa la alianza, la solidaridad, lo que
preserva de la corrupción, lo que da sabor a los alimentos. Se oculta y, no
obstante, se nota su presencia de modo claro. Así es la vida del cristiano: llena de naturalidad, viendo como uno
más entre sus hermanos, sin llamar la atención ni distinguirse pero, al mismo
tiempo, siendo luz que ilumina con su ejemplo de integridad y coherencia, con
su unidad de vida que da un sentido cristiano a todo lo que hace.
La Iglesia, nuevo Israel, Pueblo de Dios, es fermento en la masa de la
sociedad. “¿Cuáles son las
características del Pueblo de Dios? Este pueblo, del que se llega a ser
miembro mediante la fe en Cristo y el Bautismo, tiene por origen a Dios Padre,
por cabeza a Jesucristo, por condición la dignidad y la libertad de los hijos
de Dios, por ley el mandamiento nuevo del amor, por misión la de ser sal de la tierra y luz del mundo, por destino
el Reino de Dios, ya iniciado en la Tierra” Compendio del Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 782).
El 6 de octubre de 2002, en la homilía de la
Misa de canonización de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Juan Pablo II
pronunció las siguientes palabras: “Siguiendo sus huellas, difundid en la
sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la
conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser
santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando
un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de
escucha constante de la voz del Espíritu. De este
modo, seréis "sal de la
tierra" (cf. Mt 5, 13) y brillará "vuestra luz
delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a
vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16)” (Juan Pablo
II, Homilía en la canonización de San
Josemaría Escrivá de Balaguer, 6-X-2002).
Unos meses
antes, el Beato Juan Pablo II (que próximamente será canonizado), decía lo
siguiente: “La sal se usa para conservar
y mantener sanos los alimentos. Como apóstoles del tercer milenio os
corresponde a vosotros conservar y mantener viva la conciencia de la presencia
de Jesucristo, nuestro Salvador, de modo
especial en la celebración de la Eucaristía, memorial de su muerte
redentora y de su gloriosa resurrección” (Juan Pablo II, Homilía en Toronto, 28-VII-2002).
“Ahora adivino —escribe
Santa Teresa de Lisieux— que la verdadera caridad consiste en soportar todos
los defectos del prójimo, en no extrañar sus debilidades, en edificarse con sus
menores virtudes; pero he aprendido especialmente que la caridad no debe quedar
encerrada en el fondo del corazón, pues no
se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un
candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Me parece que esta
antorcha representa la caridad que debe iluminar y alegrar no sólo a aquellos
que más quiero, sino a todos los que están en la casa” (Historia de un alma,9, 24).
“He aquí que
estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, yo
vendré a él, cenaré con él y él conmigo” (Apoc 3, 20). Holman Hunt (1827-1910),
pintor inglés, se ha inspirado en este versículo para pintar un famoso cuadro
titulado Cristo luz del mundo. El cuadro visitó las colonias inglesas y
luego fue colocado en la Catedral de San Pablo en Londres. Jesús, después de
haber tocado a una puerta en la que han crecido hierbas, espera que le abran.
Algunos notan que no hay manija. El pintor dice: es a propósito. La manija está
del otro lado de la puerta. Es decir, debemos ser nosotros lo que abramos a
Cristo. Él respeta nuestra libertad,
toca y espera. No entra a la fuerza. “Estad como los que aguardan a que su
señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame”. Es famosa la frase
de San Agustín: “Timeo Jesu transeuntem”.
Tengo miedo de que el Señor pase y yo no
me dé cuenta; o que pase ahora y luego no vuelva a pasar.
Como siempre, el
Espíritu Santo es quien nos puede conceder la luz y la verdad. Él es quien nos
purifica. «Veni Sancte Spiritus, et
emitte caelitus lucis tuae radium (…), veni lumen cordium (…). O lux
beatissima, reple cordis intima tuorum fidelium. Sine tuo numine, nihil est
in homine, nihil est innoxium. Lava quod est sordidum, riga quod est
aridum, sana quod est saucium». «Ven o Santo Espíriru y envía un
rayo de tu luz (…), ven luz de los corazones (…). O bendita luz, llena lo
más íntimo de los corazones de tus fieles. Sin
tu luz, nada hay en el hombre, nada que sea sano. Lava lo que está sucio,
riega lo que es árido, sana lo que está enfermo”.
Terminamos con
unas palabras de Benedicto XVI, en la homilía de la Vigilia Pascual del año
2009: “El simbolismo de la luz se
relaciona con el del fuego: luminosidad y calor, luminosidad y energía
transformadora del fuego: verdad y amor van unidos” (..).A partir de la
resurrección, la luz de Dios se difunde en el mundo y en la historia. Se hace
de día. Sólo esta Luz, Jesucristo, es la luz verdadera, más
que el fenómeno físico de luz. Él es la pura Luz: Dios mismo, que hace surgir
una nueva creación en aquella antigua, y transforma el caos en cosmos (…). En
la Carta a los Filipenses, dice que, en medio de una generación tortuosa
y convulsa, los cristianos han de brillar
como lumbreras del mundo (cf. 2,15). Pidamos al Señor que la llamita de la vela, que Él
ha encendido en nosotros, la delicada luz de su palabra y su amor, no se apague
entre las confusiones de estos tiempos, sino que sea cada vez más grande y
luminosa, con el fin de que seamos con Él personas amanecidas, astros para
nuestro tiempo” (Benedicto XVI, Homilía
en la Vigilia Pascual, 11-IV-2009).
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