sábado, 15 de febrero de 2014

Ley Moral y Conciencia

En el texto del Evangelio que leeremos mañana, Domingo VI durante el año, Jesús continúa su enseñanza moral. Desde el “monte de las bienaventuranzas”, el Señor se dirige a un numeroso gentío. La predicación de Cristo es clara y atractiva. Tiene frescura y novedad, pero hunde sus raíces en la tradición de Israel.

 

Recordemos que Nuestra Señora de Garabandal, en su primer mensaje, dijo a Conchita: “Hay que hacer muchos sacrificios, mucha penitencia. Tenemos que visitar al Santísimo con frecuencia. Pero antes tenemos que ser muy buenos” (18 de octubre de 1961). Es decir: tenemos que vivir la Vida en Cristo; tenemos que aprender la moral cristiana, el arte de vivir según Jesucristo.

No ha venido a abolir la ley, sino a cumplirla. Moisés había recibido de Yahvé las Tablas de la Ley, el Decálogo, y lo había entregado al pueblo de Israel, que lo custodiaba como un gran tesoro. Los Diez Mandamientos nunca pasarán de moda. Son fiel reflejo de la Ley Natural, que Dios Creador ha inscrito profundamente en la naturaleza humana, en el corazón de cada hombre.

Ahora, Jesús, confirma la enseñanza del Decálogo, pero imprime en ese Código moral, válido para todas las épocas, la novedad del Evangelio. La Ley Evangélica es Ley de Gracia y de Verdad, Ley de Libertad y de Amor. Cada uno de los Diez Mandamientos tiene múltiples aplicaciones para la vida diaria del cristiano. No basta “no matar”. Es necesario también respetar la dignidad de cada persona, y vivir la caridad hasta en los detalles más pequeños. No basta “no cometer adulterio”. Es necesario vivir la virtud de la pureza de modo radical: en el cuerpo, en los sentidos, en la mente, en el corazón. No basta “no mentir”. Es necesario ser trasparentes y plenamente sinceros con Dios, con los demás y con nosotros mismos.

“El que se salte uno sólo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseña será grande en el reino de los cielos” (cfr. Mt 5, 17-37).

La Moral Cristiana no es una moral de  “mínimos”, sino de entrega generosa de nosotros mismos a la Verdad y al Amor. Cada cristiano debería preguntarse, cada día: ¿cómo puedo hoy amar más y mejor a Dios?, ¿cómo puedo amar con más entrega y dedicación a mis hermanos?

El Padre ha escondido esta Sabiduría a los prudentes y entendidos, y la ha revelado a los pequeños (cfr. versículo del Aleluya). Se trata de una Sabiduría escondida desde todos los siglos que nos ha sido revelada en Cristo. “Enseñamos —dice San Pablo— una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria” (cfr. Segunda Lectura de la Misa: 2 Co 2, 6-10). Sólo los que escuchan al Señor, como verdaderos discípulos, con el oído atento y el corazón abierto, podrán aprender esta Sabiduría.

La clara objetividad de la Ley Moral, en sus diversas manifestaciones (Ley Eterna, Ley Natural, Ley Positiva: civil o eclesiástica), nos ofrece una pauta segura para guiar nuestra vida, y agradar a Dios. Sabemos que no cumplirla nos abre las puertas del mal y del pecado. No sólo hacemos algo en contra de la Voluntad de Dios. También destruimos la imagen de Dios en nosotros mismos y nos ocasionamos un grave daño.

Hoy, más que nunca, hay que hablar del pecado, que es el mayor agente patógeno de la sociedad. Hay que hablar de Satanás, padre de la mentira, instigador y promotor del mal en el mundo. Siembra la cizaña entre los hombres. Crea la división y la falta de entendimiento. Aleja a los hombres de Dios. Odia a todos los hombres y no para de buscar hacernos daño.

Es tiempo de luchar y de no dar espacio al demonio, que como león rugiente anda buscando qué presa devorar.

Dios ha corrido el riesgo de nuestra libertad. Nos ha creado libres. Ha puesto delante de nosotros los dos caminos posibles: el bien y el mal. “Si quieres, guardarás los mandatos del Señor, ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja” (cfr. Primera Lectura de la Misa: Eclesiástico 5, 16-21).

En la Didajé, los primeros cristianos podían leer la alegoría de las “dos vías”. Desde siempre, los hombres se han preguntado: ¿cómo debo vivir?, ¿qué estilo de vida debo escoger? Y, al darse cuenta de que somos libres y podemos escoger, nos pregunta: ¿cuál es el camino del bien, de la verdad, de la felicidad? ¿Hay muchos?

Contra el relativismo, afirmamos: en el fondo, hay un solo camino y muchos modos de recorrerlo. Es un camino ancho y carretero: Jesucristo (“Yo soy el Camino…”). “El que no está conmigo, está contra mí”. “No se puede servir a dos señores”.

Jesús es el Camino, y en la Iglesia tenemos la plenitud de medios (señales) para recorrerlo. Él nos ha recordado el Camino que Yavhé había ya señalado en el Antiguo Testamento, pero renovándolo: es un nuevo Camino, de gracia y libertad.

La Iglesia, a través de su enseñanza moral (que es la de Cristo), se encarga del mantenimiento de ese Camino-autopista. Nos ofrece un GPS maravilloso para no descaminarnos. No es un GPS artificial, sino que responde plenamente y pone de manifiesto admirablemente a nuestra misma naturaleza, a nuestra conciencia.

Sin embargo, cada hombre es libre de escoger su propio camino. La libertad es el mayor don que nos ha concedido Dios, en lo humano. Él respeta nuestra libertad. No nos fuerza a escucharle, ni a seguirle. Con frecuencia, Jesús, se dirige a sus discípulos con el “si quieres…”. Primero pregunta, abre horizontes, nos enseña el camino… Pero nunca nos obliga a seguirlo, ni a apartarnos del camino del mal.

Dios quiere la libertad de sus hijos. No desea que le sirvamos como esclavos, sino como hijos libres. Todo educador, empezando por los padres de familia, tiene como misión enseñar a administrar la libertad del discípulo. Un padre, una madre, va dejando, cada vez más, que sus hijos sean los que tomen las decisiones de su vida, de modo libre. No se puede amar a Dios si no es con el pleno uso de la libertad.

Todo educador, también debe ayudar en la formación de la conciencia, así como, por ejemplo, los padres enseñan a hablar la lengua materna a sus hijos. Al nacer, todos tenemos la capacidad de hablar cualquier idioma. Para que esa disposición llegue a ser una realidad, hay que pasar por un proceso de aprendizaje.

“El hombre es como tal una esencia parlante, pero se convierte en tal en la medida en que aprende a hablar de los otros. De esta manera encontramos la noción fundamental de lo que significa ser un hombre: El hombre es “un ser que necesita la ayuda de otros para llegar a ser lo que es en sí mismo”” (R. Spaemann, citado por J. Ratzinger, Obispos, teólogos y moralidad, en AAVV., Teología moral hoy, certezas y dudas, México 1984).

También necesitamos que nos ayuden a formar nuestra conciencia. Tenemos la capacidad de saber distinguir entre el bien y el mal, en cada uno de nuestros juicios y de nuestras acciones. Quien tiene bien formada su conciencia, humana y cristianamente, normalmente acertará a pensar y actuar con verdad y rectitud, de acuerdo con la “lógica” de Dos.

La Iglesia Católica siempre ha defendido la libertad de las conciencias, en sus enseñanzas (aunque no siempre, algunos católicos, en la práctica, la hayan respetado). No se puede violentar la conciencia de nadie. Se puede iluminar las conciencias y alentarlas a que escojan el bien, pero cada uno debe decidir libremente el camino que quiera seguir.

En cambio, la Iglesia no ha aceptado la “libertad de conciencia” entendida como relativismo moral, o falta de claridad para conocer la verdad moral. Los hombres no somos dueños de la Ley Moral. Dios es su Autor y no podemos cambiar sus Mandamientos.

Terminamos con una cita del Cardenal Joseph Ratzinger, sobre John Henry Newman: “La conciencia para Newman (...) significa (...) la presencia perceptible e imperiosa de la voz de la verdad en el interior del mismo sujeto; la conciencia es la superación de la mera subjetividad en el encuentro entre la interioridad del hombre y la verdad que proviene de Dios. Es significativo el verso que Newman compuso en Sicilia en 1833: “Quería elegir y entender mi camino. Ahora en cambio ruego: Señor, guíame tú”. La conversión al catolicismo no fue para Newman una elección determinada por el gusto personal, por necesidades espirituales subjetivas (...). Lo que para Newman era importante era el deber de obedecer más a la  verdad reconocida que al propio gusto, incluso en contraste con los propios sentimientos y con los lazos de la amistad y de la común formación (...). Un hombre de conciencia es quien no compra jamás, al precio de renunciar a la verdad, el estar de acuerdo, el bienestar, el éxito, la consideración social y la consideración por parte de la opinión dominante” (J. Ratzinger, Obispos, teólogos y moralidad, en AAVV., Teología moral hoy, certezas y dudas, México 1984).  

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