En esta ocasión, meditaremos algunos textos de las Lecturas de este VII Domingo durante el año. Todos ellos nos
orientan a reflexionar sobre la llamada
universal a la santidad, proclamada por el Concilio Vaticano II y, particularmente,
por San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.
Los textos que meditaremos
son los siguientes:
—“Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lev 9, 1-2).
—“El Señor es compasivo y misericordioso” (Salmo 102).
—“Hermanos: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios
habita en vosotros? (…). Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que
se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es
necedad ante Dios” (1 Co 3, 16-23).
—“Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 38-48).
San Pablo escribe a los
discípulos de la ciudad de Éfeso, y les recuerda que “ante constiutionem” —antes de la formación del mundo, antes de la
Creación—, Dios nos eligió “ut essemus
sancti et immaculati in conspectu eius in caritate” (cfr Ef 1, 4): para que fuéramos santos en
inmaculados en su presencia, delante de Él, en la caridad.
Inmediatamente, cuando mencionamos la palabra “santidad” pensamos en la pureza, en algo que es inmaculado, en lo que no tiene pecado. También viene a nuestra mente la idea de
sacralidad: lo sagrado es santo; y lo
sagrado significa separación de lo
profano, de lo mundano, de lo que está contaminado por la imperfección de lo
que es histórico.
Dios es Santo. Pero, ¿y los hombres?, ¿también podemos ser santos? En
principio, parecería que no, pues somos
pecadores, limitados, impuros. Nuestra vida discurre en el mundo, que está lleno
de imperfecciones.
Por eso, nos preguntamos: ¿es posible pasar del pecado a la santidad? ¿Es posible purificarnos interior y exteriormente, de tal manera, que podamos
presentarnos totalmente limpios antes Dios? ¿Es posible superar la historicidad de lo cambiante y voluble, y entrar en el
ámbito de lo divino, de lo sagrado, de lo eterno?
Nuestra fe nos dice que sí. Dios lo quiere. Para eso nos ha creado a su
imagen y semejanza, para que
participáramos de su Vida divina. En el Paraíso terrenal, nuestros primeros
padres estaban llamados a la santidad
desde el principio. Con su libertad mal empleada frustraron parcialmente el
plan de Dios. Pero Dios todo lo hace bien: todo
lo arregla. Del pecado y del mal puede sacar mucha gracia y mucho bien. Por
la culpa de Adán y Eva (¡oh felix culpa
quem talem ac tantum meruit habere Redemptorem!: ¡oh feliz culpa que
mereció tener tal y tan gran Redentor!; cfr. Pregón Pascual), Dios Uno y Trino decidió enviar al Hijo a la Tierra,
para que se hiciera hombre —como nosotros— y nos salvara del pecado, ofreciéndonos
de nuevo la posibilidad —si libremente la aceptamos— de alcanzar la santidad; pero ahora, por medio de Jesucristo,
haciéndonos “domestici Dei” (cfr. Ef 2, 19)—familiares de Dios—, hijos de Dios.
Lo que sucede, es que Dios no nos hace santos súbitamente. A algunos
hombres, como al Beato Juan Pablo II
—que murió con fama de santidad y, desde aquel 2 de abril de 2005 todos
queríamos que fuera canonizado de inmediato (¡santo súbito!)— Dios puede introducirlos a su Gloria nada más
morir. Otros tendrán que pasar por el proceso
de purificación del Purgatorio.
De cualquier manera, todos
tendremos que purificarnos, poco a poco, a lo largo de toda nuestra vida y,
al mismo tiempo, iremos creciendo en amor a Dios, de tal manera que, cuando
llegue nuestra hora, nos podamos presentar sin mancha ante la Santidad de Dios,
y nos pueda decir: “Muy bien, siervo
bueno y fiel, porque fuiste fiel en lo poco, entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 23).
En este sentido, es muy provechoso fomentar
en nuestra alma los deseos de santidad, y pedírsela al Señor todos los
días: ¡Jesús, deseo presentarme ante ti
—cuando tú quieras— lleno de amor y sin ninguna mancha que me separe de ti!
—cuando tú quieras— lleno de amor y sin ninguna mancha que me separe de ti!
Pero, ¿cómo puedo avanzar por el
camino de la santidad, con paso rápido? Sólo hay una receta: seguir a Jesucristo, es decir,
conocerle, ser su amigo, aprender de Él, vivir su Vida, amarle cada vez más, en
cada instante de nuestro caminar terreno.
“Yo soy el Camino, la Verdad y la
Vida” (Jn 14, 6), nos dice el
Señor. No hay otro camino. Todas las vocaciones a la santidad (todos los
hombres la tenemos), en definitiva, pasan
por Cristo. Es verdad que puede haber diferentes modos de seguirle. Cada
santo se ha identificado con Cristo de diferente manera. Es una maravilla la
variedad que permite el Señor en la Iglesia. Pero, lo que no puede haber, es un
santo que no haya amado a Cristo con
todo su corazón.
Así iremos rápidos hacia la santidad. Los textos de la Misa de este VII Domingo
durante el año nos animan a esa meta.
A continuación, veamos algunos textos que nos puedan ayudar a
profundizar en nuestra vocación a la
santidad.
“La santidad no
consiste en hacer cosas cada día más difíciles, sino en hacerlas cada día con más amor” (De San Josemaría Escrivá).
“El Señor quiere
que seamos santos, y Él no pide imposibles. Por eso nos ha puesto la santidad al alcance de la mano” (De San
Josemaría Escrivá).
“Debemos
suplicar al Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y nos mande
nuevos santos para evangelizar el
mundo de hoy! (Juan Pablo II, Discurso al
Simposio de Obispos Europeos, 11-X-85; cfr. Carta 25-XII-85, n.6).
“No dudo en
decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral (para el
nuevo milenio) es el de la santidad (...) Es el momento de
proponer de nuevo a todos con convicción este «alto grado» de la vida cristiana ordinaria” (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, nn.30-31).
«El mandamiento
“sed perfectos” no es una banalidad
idealista. Tampoco es un mandamiento para hacer lo imposible» (C.S. Lewis, Mero cristianismo, p. 214). Lo que pasa
es que Dios quiere convertirnos en «creaturas
luminosas, radiantes, inmortales, latiendo en todo su ser con una energía, un
gozo, un amor y una sabiduría tales que devuelvan a Dios la imagen perfecta
(...) de Su poder, deleite y bondad
infinitos. El proceso será largo y en parte muy doloroso, pero eso es lo
que nos espera. Él habla en serio» (Ibidem,
p. 214).
El santo se hace en la variedad:
de las dotes somáticas o psicológicas de cada uno; de las circunstancias
personales, familiares, sociales de cada uno. Santo es ser fiel a la vocación y misión querida por Dios para cada uno.
Dios llama a todos a la santidad, a la perfección. Pero pide una santidad real,
que integre gracia y esfuerzo humano,
ascética y mística, contemplación y
acción, vocación y misión, creación y redención. Cada santo vive toda la vida de Cristo, entera, pero acentuando
algunos aspectos particulares: Cada espiritualidad es doctrina pero sobre todo
vida. Los santos son dones de Dios a la
Iglesia: cada época tiene los santos que necesita. Así actúa el Espíritu en
la historia de la Iglesia. La Iglesia así se manifiesta más como familia que
renueva la vida de Cristo en tradiciones y modos concretos que recuerdan los
distintos aspectos de la gran riqueza cristiana (cfr. J.L. Illanes, El Opus Dei en la Iglesia, pp. 21-208).
http://gloria.tv/?media=573704
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