El 7 de noviembre de
2012, Benedicto XVI pronunciaba su cuarta catequesis con motivo del Año de la
Fe. En esa ocasión nos habló del “deseo
de Dios” que está inscrito en el corazón de todos los hombres. Una muestra
clara del amor a nuestros hermanos será colaborar con el Espíritu Santo para despertar el deseo de Dios en muchas
personas que tenemos cerca.
AUDIENCIA GENERAL
(Miércoles 7 de noviembre de 2012)
El Año de la fe. El deseo de Dios
Queridos hermanos y
hermanas:
El camino de reflexión que estamos
realizando juntos en este Año de la fe nos conduce a meditar hoy en un aspecto
fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre lleva en sí un misterioso deseo de Dios. De modo muy
significativo, el Catecismo de la Iglesia católica se abre precisamente con la
siguiente consideración: "El deseo
de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado
por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en
Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar"
(n. 27).
Tal afirmación, que también actualmente se
puede compartir totalmente en muchos ambientes culturales, casi obvia, podría
en cambio parecer una provocación en el
ámbito de la cultura occidental secularizada. Muchos contemporáneos
nuestros podrían objetar que no advierten en absoluto un deseo tal de Dios.
Para amplios sectores de la sociedad Él ya no es el esperado, el deseado, sino
más bien una realidad que deja
indiferente, ante la cual no se debe siquiera hacer el esfuerzo de
pronunciarse. En realidad lo que hemos definido como "deseo de Dios" no ha desaparecido del todo y se asoma
también hoy, de muchas maneras, al corazón del hombre. El deseo humano
tiende siempre a determinados bienes concretos, a menudo de ningún modo
espirituales, y sin embargo se encuentra ante el interrogante sobre qué es de
verdad "el" bien, y por lo tanto ante algo que es distinto de sí mismo,
que el hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué puede saciar verdaderamente el deseo
del hombre?
En mi primera encíclica Deus caritas est he procurado analizar
cómo se lleva a cabo ese dinamismo en la experiencia del amor humano,
experiencia que en nuestra época se percibe más fácilmente como momento de
éxtasis, de salir de uno mismo; como lugar donde el hombre advierte que le traspasa un deseo que le supera. A través
del amor, el hombre y la mujer experimentan de manera nueva, el uno gracias al
otro, la grandeza y la belleza de la vida y de lo real. Si lo que experimento
no es una simple ilusión, si de verdad quiero el bien del otro como camino
también hacia mi bien, entonces debo estar dispuesto a des-centrarme, a ponerme
a su servicio, hasta renunciar a mí mismo. La
respuesta a la cuestión sobre el sentido de la experiencia del amor pasa por lo
tanto a través de la purificación y la sanación de lo que quiero, requerida
por el bien mismo que se quiere para el otro. Se debe ejercitar, entrenar,
también corregir, para que ese bien verdaderamente se pueda querer.
El éxtasis inicial se traduce así en
peregrinación, "como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la
entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo
mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios" (Enc. Deus caritas est, 6). A través de ese
camino podrá profundizarse progresivamente, para el hombre, el conocimiento de
ese amor que había experimentado inicialmente. Y se irá perfilando cada vez más
también el misterio que este representa: ni siquiera la persona amada, de
hecho, es capaz de saciar el deseo que alberga en el corazón humano; es más, cuanto más auténtico es el amor por el
otro, más deja que se entreabra el interrogante sobre su origen y su destino,
sobre la posibilidad que tiene de durar para siempre. Así que la
experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo que remite más allá de uno
mismo; es experiencia de un bien que
lleva a salir de sí y a encontrase ante el misterio que envuelve toda la
existencia.
Se podrían hacer consideraciones análogas
también a propósito de otras experiencias humanas, como la amistad, la
experiencia de lo bello, el amor por el conocimiento: cada bien que experimenta el hombre tiende al misterio que envuelve al
hombre mismo; cada deseo que se asoma al corazón humano se hace
eco de un deseo fundamental que jamás se
sacia plenamente. Indudablemente desde tal deseo profundo, que esconde
también algo de enigmático, no se
puede llegar directamente a la fe. El hombre, en definitiva, conoce bien lo que
no le sacia, pero no puede imaginar o
definir qué le haría experimentar esa felicidad cuya nostalgia lleva en el
corazón. No se puede conocer a Dios sólo a partir del deseo del hombre.
Desde este punto de vista el misterio
permanece: el hombre es buscador del Absoluto, un buscador de pasos
pequeños e inciertos. Y en cambio ya la experiencia del deseo, del
"corazón inquieto" –como lo llamaba san Agustín–, es muy
significativa. Esta atestigua que el
hombre es, en lo profundo, un ser religioso (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 28), un "mendigo de
Dios". Podemos decir con las palabras de Pascal: "El hombre supera infinitamente al hombre"
(Pensamientos, ed. Chevalier 438; ed.
Brunschvicg 434). Los ojos reconocen los objetos cuando la luz los ilumina. De
aquí el deseo de conocer la luz misma, que hace brillar las cosas del mundo y
con ellas enciende el sentido de la belleza.
Debemos
por ello sostener que es posible también en nuestra época, aparentemente tan
refractaria a la dimensión trascendente, abrir
un camino hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestra cómo
el don de la fe no es absurdo, no es irracional. Sería de gran utilidad, a tal
fin, promover una especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de quien
aún no cree como para quien ya ha recibido el don de la fe. Una pedagogía que comprende al menos dos
aspectos. En primer lugar aprender o
re-aprender el gusto de las alegrías auténticas de la vida. No todas las
satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan un rastro
positivo, son capaces de pacificar el alma, nos hacen más activos y generosos.
Otras, en cambio, tras la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que
habían suscitado y entonces dejan a su paso amargura, insatisfacción o una
sensación de vacío. Educar desde la
tierna edad a saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbito de la
existencia –la familia, la amistad, la solidaridad con quien sufre, la renuncia
al propio yo para servir al otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por
las bellezas de la naturaleza–, significa ejercitar
el gusto interior y producir anticuerpos eficaces contra la banalización y el
aplanamiento hoy difundidos. Igualmente los adultos necesitan redescubrir
estas alegrías, desear realidades
auténticas, purificándose de la mediocridad en la que pueden verse
envueltos. Entonces será más fácil soltar o rechazar cuanto, aun aparentemente
atractivo, se revela en cambio insípido, fuente de acostumbramiento y no de
libertad. Y ello dejará que surja ese
deseo de Dios del que estamos hablando.
Un segundo
aspecto, que lleva el mismo paso del precedente, es no conformarse nunca con lo que se ha alcanzado. Precisamente las
alegrías más verdaderas son capaces de liberar en nosotros la sana inquietud que lleva a ser más
exigentes –querer un bien más alto, más profundo– y a percibir cada vez con mayor
claridad que nada finito puede colmar nuestro corazón. Aprenderemos así a
tender, desarmados, hacia ese bien que no podemos construir o procurarnos con
nuestras fuerzas, a no dejarnos desalentar por la fatiga o los obstáculos que
vienen de nuestro pecado.
Al respecto no debemos olvidar que el
dinamismo del deseo está siempre abierto a la redención. También cuando este se
adentra por caminos desviados, cuando sigue paraísos artificiales y parece
perder la capacidad de anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado no se apaga en el hombre esa chispa que
le permite reconocer el verdadero bien, saborear y emprender así la
remontada, a la que Dios, con el don de su gracia, jamás priva de su ayuda. Por
lo demás, todos necesitamos recorrer un
camino de purificación y de sanación del deseo. Somos peregrinos hacia la
patria celestial, hacia el bien pleno, eterno, que nada nos podrá ya arrancar.
No se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de
liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura. Cuando en el deseo se abre la ventana hacia Dios, esto ya es señal de
la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios. San Agustín
también afirmaba: "Con la espera, Dios amplía nuestro deseo; con el deseo
amplía el alma, y dilatándola la hace más capaz" (Comentario a la Primera
carta de Juan, 4, 6: pl 35, 2009).
En esta peregrinación sintámonos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje
también de quienes no creen, de quién está a la búsqueda, de quien se deja
interrogar con sinceridad por el dinamismo del propio deseo de verdad y de
bien. Oremos, en este Año de la fe, para
que Dios muestre su rostro a cuantos le buscan con sincero corazón. Gracias.
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