La última
curación que hace Jesús, narrada por los Evangelios, es la de Bartimeo. Leeremos este pasaje de San Marcos mañana, en la
Misa del 30° domingo del Tiempo
Ordinario (cfr. Mc 10, 46-52).
El Señor había pasado por Jericó. Se
había hospedado en casa de Zaqueo y, al salir de la ciudad iba rodeado de una
gran cantidad de gente, en su camino hacia Jerusalén.
Es entonces cuando Bartimeo, hijo de Timeo,
ciego que estaba pidiendo limosna a la vera del camino, recibe la noticia
de que es Jesús de Nazaret quien va pasando por ahí y levanta tanto revuelo.
Bartimeo, ni corto ni perezoso, grita (¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de
mí! Incansablemente, repite una y otra vez esa exclamación de esperanza: ¡Hijo
de David, ten piedad de mí!
Bartimeo llama a Jesús “Hijo de David”,
es decir, Rey Mesías, misericordioso como Dios. También le llama “Jesús”.
“El nombre que todo lo contiene es aquel que el Hijo de Dios
recibe en su encarnación: Jesús (…) El
Nombre de Jesús contiene todo: Dios y el hombre y toda la Economía de la
creación y de la salvación. Decir “Jesús” es invocarlo desde nuestro propio
corazón” (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2666).
El Señor escucha los gritos de Bartimeo
y lo manda llamar. Los que están a su lado le dicen: “¡Ánimo!, levántate, te
llama”. Y él, ciego como era, arroja su manto, da un salto y se acerca a
tientas a Jesús.
Bartimeo es un ejemplo de oración
insistente. Quizá no haya escuchado lo que había dicho Jesús al respecto: “Pidan
y se les dará, llamen y se les abrirá, busquen y recibirán…”, pero su fe era
grande y por eso insistía tanto.
Por otra
parte, también la fe le lleva a despreocuparse
y desprenderse de todo lo que tenía: su manto, que lo cubría y protegía del
frío. En ese momento, lo único importante es acercarse al Señor. No le importa
estar ciego. Sabe que si Jesús lo llama Él también hará que pueda llegar a su
lado.
Al llegar con Jesús escucha la voz del
Señor que le pregunta “¿Qué quieres que te haga?”. Bartimeo, sin más preámbulo
responde: “Domine, ut videam”. “Maestro,
que vea”.
Los autores espirituales han visto en estas
palabras una doble petición: qué vea cono los ojos de la carne, pero también
que vea con los ojos del espíritu. ¡Qué te vea a ti, Jesús, Hijo de David, Hijo
de Dios!
Es notable la sencillez del diálogo de
Bartimeo con Cristo. Es una muestra de la sencillez de su fe.
Benedicto XVI, en una conversación con
sacerdotes de Roma, explicaba muy bien como, por un lado, la fe tiene contenidos
elaborados pero, por otro, es muy sencilla (como la de Bartimeo).
“Así pues, deberíamos dar a conocer y comprender –en la medida
de lo posible– el contenido del Credo de la Iglesia, desde la creación hasta la
vuelta del Señor, hasta el mundo nuevo. La doctrina, la liturgia, la moral y la
oración –las cuatro partes del Catecismo de la Iglesia católica– indican esta
totalidad de la voluntad de Dios. También es importante no perdernos en los
detalles, no dar la idea de que el cristianismo es un paquete inmenso de cosas
por aprender. En resumidas cuentas, es
algo sencillo: Dios se ha revelado en Cristo. Pero entrar en esta sencillez
–creo en Dios que se revela en Cristo y quiero ver y realizar su voluntad–
tiene contenidos y, según las situaciones, entramos en detalles o no, pero es
esencial hacer comprender por una parte la sencillez última de la fe”
(Benedicto XVI, 10-III-2011).
Una buena manera de pedir que el Señor
aumente nuestra fe es decirle: ¡Domine,
ut videam!, ¡Señor, que vea!
Esta jaculatoria la repitió miles de veces
san Josemaría Escrivá de Balaguer, desde muy joven, para que Jesús le
mostrara cuál era su voluntad para él.
Cuando era seminarista en Zaragoza, pasó
muchas horas delante de Jesús Sacramentado y acudía diariamente a la Basílica
del Pilar, llevando en sus labios la petición de Bartimeo.
"Desde que sentí aquellos barruntos de amor de Dios,
dentro de mi poquedad busqué realizar lo que El esperaba de este pobre
instrumento. (...) Y, entre aquellas ansias, rezaba, rezaba, rezaba en oración
continua. No cesaba de repetir: Domine,
ut sit!, Domine, ut videam!, como el pobrecito del Evangelio, que clama
porque Dios lo puede todo. ¡Señor, que vea! ¡Señor, que sea! Y también repetía,
(...) lleno de confianza hacia mi Madre del Cielo: Domina, ut sit!, Domina, ut
videam! La Santísima Virgen siempre me ha ayudado a descubrir los deseos de su
Hijo" (cfr. Biografía resumida de vatican.va).
Por eso,
en Forja, san Josemaría nos da un
consejo muy valioso:
“Ponte cada día delante del Señor y, como aquel hombre
necesitado del Evangelio, dile despacio, con todo el afán de tu corazón: Domine, ut videam! —¡Señor, que vea!;
que vea lo que Tú esperas de mí y luche para serte fiel (Forja, n. 318)”.
La fe nos permite ver las realidades
sobrenaturales. Es tener el punto de mira de Dios, no el nuestro que tiene
unos alcances muy cortos. La fe nos permite mirar las cosas humanas como Dios
las ve.
Mientras estamos en esta tierra no podremos
ver todo con la claridad de Dios, pero si pedimos con confianza: “Señor,
que vea”, el Espíritu Santo ira mostrándonos, cada vez más, el sentido de los
trazos divinos en nuestro caminar terreno.
La fe es oración, pero también es vida:
vida de fe. Lo vemos en Bartimeo que pide con insistencia y, cuando llega el
momento, se levanta, arroja su capa y va al encuentro de Cristo.
El
Evangelio nos dice que, después de su curación, Bartimeo seguía a Jesús por el camino hacia Jerusalén, hacia su Pasión,
Muerte y Gloriosa Resurrección. Seguramente habrá sido un fiel discípulo del
Señor a partir de aquel momento trascendental de su vida.
Acudamos a María, Maestra de fe, para
que nos ayude a seguir a Cristo muy de cerca mientras caminamos hacia la
Jerusalén Celestial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario