Mañana celebraremos el Tercer Domingo del Tiempo Ordinario. Durante
estas semanas, después de la Navidad y antes de la Cuaresma, la Iglesia nos
invita a detenernos en la contemplación de los comienzos de la Vida Pública del
Señor. Y también es una época especialmente propicia, al inicio del año
civil, para descubrir la grandeza de la
vida corriente.
Estas últimas palabras, que destacamos con negritas, son el título de
una homilía de san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.
Hace unos días, la Santa Sede comunicó oficialmente la fecha y el lugar
en el que se llevará a cabo la ceremonia de la beatificación de Don Álvaro del
Portillo, primer sucesor de San Josemaría. Será beatificado, en Madrid, el
próximo 27 de septiembre.
Don Álvaro, consagrado Obispo en los últimos años de su vida fue un hombre que supo descubrir la
grandeza de la vida corriente y ordinaria. Tenía un carácter lleno de
sencillez. Amaba las cosas pequeñas. Disfrutaba y daba gracias a Dios por todo.
Infundía paz, por el buen humor y la normalidad con que acogía todos los sucesos
de la vida; los buenos y los que parecerían “malos”, pero en los que él sabía
también ver la voluntad de Dios.
A los treinta años de edad, recibió la ordenación sacerdotal y fue siempre un sacerdote
ejemplar. La mayor parte de su vida la pasó, oculto, al lado de san Josemaría.
Por especial gracia de Dios, destacó en la virtud de la humildad. Sonreía y
callaba. Fue siempre muy dócil a la acción del Espíritu Santo en su alma. En definitiva, don Álvaro supo vivir la vida de Cristo en su propia
vida.
Mañana los textos de la liturgia de la Palabra nos hablan de Cristo, Luz que brilla en la tierra de sombras (cfr. Is 8, 23b – 9, 3
y Mt 4, 12-23). Y nos invitan a tratar de contemplar los primeros pasos de la
predicación del Señor en Galilea.
Galilea de los gentiles, camino del mar, tierra de Zabulón y Neftalí,
era una región de Israel muy paganizada. Había, en tiempos de Jesús, mucha
mezcla racial: griegos, romanos, sirios, fenicios…, y también judíos, pero con
una fuerte influencia multicultural. En esa tierra es donde Cristo quiso
comenzar su predicación del Reino de los Cielos.
También nuestro mundo actual está secularizado. También nosotros notamos muchas sombras y tinieblas a nuestro alrededor. Y Cristo —que vive, que es el mismo ayer hoy y siempre—, vuelve a
iluminar hoy toda la realidad humana, con la misma fuerza que hace dos mil
años.
Como a los que le escuchaban en la ciudad de Cafarnaúm, también a
nosotros nos llama a la conversión: “convertíos porque está cerca el reino de
los cielos” (Mt 4, 17).
Hoy, 25 de enero, termina el Octavario por la Unidad de los Cristianos y celebramos la fiesta de la Conversión de San Pablo, una ocasión espléndida para reflexionar sobre la conversión.
Y, lo primero que nos preguntamos es ¿qué significa eso de convertirse?, y ¿cómo podemos convertirnos?
Convertirse es cambiar, ir de las sombras a la luz, de la visión puramente humana a la fe. Es tener una disposición abierta para volvernos hacia
Dios. Lo se tiene que convertir es el corazón. De poco sirve cambiar algunas actitudes exteriores si no cambia nuestro interior. Y, para eso, es necesaria la penitencia y a contrición, es decir, el dolor sincero de nuestros
pecados. Convertirse es decir al Señor: “Jesús, perdóname. Reconozco mis
faltas, mis errores, mis negligencias, mis omisiones. Quiero cambiar. Detesto
todo lo que me aparta de ti. Me gustaría ya nunca ofenderte. Dame tu Luz y tu
Fuerza. Sin ti no puedo nada. Ayúdame a recomenzar mi vida cerca de ti. Lléname
de tu Amor”; o como solía repetir con frecuencia san Josemaría: “enciéndeme,
purifícame, enséñame a amar”.
Además de “iluminar” a los hombres con su Palabra, Jesús decidió, desde
el principio, reunir en torno a sí a un grupo de hombres sencillos, pero
fieles, que fueran como el fundamento de la Iglesia. Los apóstoles decidieron
seguir al Señor inmediatamente. Bastó una llamada clara del Maestro para que
dejaran todo: sus redes, sus barcas, a su padre…, todo.
Jesús quería dejar claro, en la práctica, la importancia de saber estar
unidos. La Iglesia es la Comunión de los hombres con Dios y entre sí, en Cristo
por el Espíritu Santo.
En la segunda lectura de la Misa, San Pablo se dirige a los Corintios
para pedirles que sepan ponerse de acuerdo, que tengan un mismo lenguaje, que
vivan unidos en un mismo pensar y sentir (cfr. 1 Co 1, 10-13.17). También eso es conversión: dejar atrás el egoísmo y la visión estrecha para abrazar a todos los hombres, en Cristo y unirnos con lazos de Amor verdadero.
¿De qué lenguaje habla el Señor? Del lenguaje de la caridad. En nuestro
mundo es importante conocer diversos lenguajes: los idiomas, el lenguaje de la ciencia, los lenguajes
cibernéticos, los lenguajes de la mercadotecnia, etc. Pero el lenguaje más
importante es el de la caridad. ¡Qué útil y trascendente es saber tratar bien a nuestros
hermanos! ¡Cuánto se consigue sabiendo manejar bien el lenguaje de la
comprensión, de la finura, de la buena educación, de la sensibilidad para
hacernos cargos de la situación de los demás!
Es verdad que los hombres somos muy diferentes. Hay una gran variedad en
la raza humana. Pero eso no debe producir divisiones entre nosotros. Al
contrario, lo hemos de ver como una gran riqueza. Lo que San Pablo pedía a los
de Corinto era que supieran convivir y no distanciarse unos de otros por
pequeñeces.
¿Qué es lo que más separa a los hombres entre sí? La soberbia, el
orgullo. En cambio, la humildad une, facilita todo, rompe barreras.
Nos dice San Pedro en su primera carta: «Todos, en
fin, inspiraos recíprocamente y ejercitad la humildad, porque Dios resiste a
los soberbios, pero a los humildes da su gracia. Humillaos pues bajo la mano
poderosa de Dios, para que os exalte al tiempo de su visita, descargando en su
seno todas vuestras solicitudes pues el tiene cuidado de vosotros» (1 Pe 5,
5-7).
Y el apóstol Santiago: «Dios resiste a los
soberbios y da su gracia a los humildes» (Sant 4, 6).
Jesús nos asegura que son «bienaventurados
los mansos (los humildes) porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,4).
Y San Pablo destaca la preferencia de Dios por los pequeños: «Eligió Dios la
necedad del mundo para confundir a los
sabios y eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo
plebeyo, el desecho del mundo, lo que no es nada, lo eligió Dios para destruir
lo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios» (1 Cor 1, 27-29).
Estas citas del
Nuevo Testamento nos pueden ayudar a valorar la humildad como fundamento de la
caridad y la unidad.
San Juan María Vianney comenta lo siguiente sobre la virtud de la
humildad: «Preguntaba un día Sta. Teresa al Señor porqué
en otro tiempo el Espíritu Santo se comunicaba con tanta facilidad a los
personajes del Antiguo Testamento, patriarcas o profetas, declarándoles sus secretos, cosa que
no hace al presente. El Señor le respondió que ello era porque aquellos eran
más sencillos y humildes, mientras que en la actualidad los hombres tienen el
corazón doble y están llenos de orgullo y vanidad» (Cura de Ars, Sermones escogidos, Neblí, p. 563).
Y en un sermón sobre la humildad decía: «Se refiere
en la Vida de San Antonio que Dios le hizo ver el mundo sembrado de lazos que el demonio tenía
preparados para hacer caer a los hombres en pecado. Quedó de ello tan
sorprendido, que su cuerpo temblaba como la hoja de un árbol y dirigiéndose a
Dios le dijo: “Señor ¿quién podrá escapar de tantos lazos?” Y oyó una voz que
le dijo: “Antonio, el que sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria para que puedan resistir a la tentaciones;
mientras que el demonio se divierte con los orgullosos que caerán en pecados en
cuanto sobrevenga la ocasión. Pero a las personas humildes el demonio no se
atreve a atacarlas”» (Sto. Cura de Ars, Sermón
sobre la humildad).
Terminamos considerando brevemente la humildad de Nuestra Señora. Ella, dice
un antiguo escritor, es como una gota de rocío: limpia y trasparente. Nosotros, como un charco de agua sucia. Ella es como un diamante puro. Nosotros, como un trozo
de carbón. María tiene nuestra misma naturaleza, pero en Ella no hay obstáculos
que la separen de Dios. Deja pasar toda la gracia. Porque Dios miró la humildad de su esclava, la llamarán
bienaventurada todas las generaciones. Por eso es capaz de aplastar la cabeza del Dragón infernal. El diablo es impotente ante la humildad de María.
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