En la víspera de la Fiesta del Bautismo de Jesús, nos disponemos a meditar este misterio que tiene grandes consecuencias para nuestra vida cristiana. Vemos a Jesús "en la cola de los pecadores" (son palabras de Benedicto XVI). Es impresionante su humildad. Jesús es paciente, sabe esperar. Pasa por la humillación de parecer un pecador más que se dispone a recibir el bautismo de penitencia de Juan.
Pintura de Juan Navarrete, el Mudo (1570) |
¿Y nosotros? ¿También le pedimos perdón al Señor por nuestros pecados reales? ¿Aprovechamos la meditación de este misterio para aumentar nuestro espíritu de penitencia?
El pecado está cada vez más presente en el mundo y la purificación está en camino (cfr. Jabez, 7 ene 2014). “Ya están cerca las tinieblas absolutas de la Humanidad” (..). El pecado ciega el alma y embota la mente”. Aún estamos a tiempo de rectificar nuestra vida. Acudamos a María, la Santa de las santas (cfr. Vidente de Jaén, 5 ene 14). ¡Qué importante es pedir perdón ahora, por nuestros pecados y por los pecados de todo el mundo!
Un gran bien que podemos hacer, actualmente, en la Iglesia es conservar el sentido del pecado, es decir, ayudar a todos a no perder de vista la maldad del pecado, que es la causa de todos los males de la humanidad. Si alguna vez, alguno en la Iglesia sostuviera que algunos pecados ya no lo son, entonces habría llegado el día del principio del fin. Hemos de estar atentos a la llegada de ese día. Será el día en que la Iglesia entrará en el tiempo de la oscuridad (cfr. MDM, 30 dic 2013).
En la Oración de Cruzada n° 131, la Virgen nos enseña a pedir misericordia por aquellos que están alejados de Dios, para se conviertan durante el Aviso y luego en el Día final (cfr. MDM, 28 dic 2103, 23:50).
El bautismo de Jesús es el inicio de su vida pública, y es la ocasión que ha destinado el Padre para proclamarlo Hijo suyo predilecto.
«Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: "Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto"».
En la vida de Cristo encontramos un Amor secreto, que ha sido el motivo inspirador de todo lo que ha hecho: su amor para con el Padre celestial. El Amor es lo que hace que permanezca la Luz de Dios en un mundo que está a oscuras (cfr. MDM, 26 dic 2103).
Verdaderamente, Él no decía «Padre», sino Abba, que significa papá, padre mío, padre querido. Era un modo nuevo e inaudito de dirigirse a Dios, al mismo tiempo lleno de infinito respeto e infinita confianza. Ahora bien, con ocasión del bautismo en el Jordán descubrimos que este amor es recíproco. El Padre proclama a Jesús su «Hijo predilecto» y manifiesta toda su complacencia enviando sobre él el Espíritu Santo, que es su amor mismo personificado.
En el fondo, todo el misterio de Cristo en el mundo se puede resumir con esta palabra: "bautismo", que en griego significa "inmersión". El Hijo de Dios, que desde la eternidad comparte con el Padre y con el Espíritu Santo la plenitud de la vida, se "sumergió" en nuestra realidad de pecadores para hacernos participar en su misma vida: se encarnó, nació como nosotros, creció como nosotros y, al llegar a la edad adulta, manifestó su misión iniciándola precisamente con el "bautismo de conversión", que recibió de Juan el Bautista. Su primer acto público fue bajar al Jordán, entre los pecadores penitentes, para recibir aquel bautismo. Naturalmente, Juan no quería, pero Jesús insistió, porque esa era la voluntad del Padre (cf. Mt 3, 13-15).
¿Por qué el Padre quiso eso? ¿Por qué mandó a su Hijo unigénito al mundo como Cordero para que tomara sobre sí el pecado del mundo? (cf. Jn 1, 29). El evangelista narra que, cuando Jesús salió del agua, se posó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma, mientras la voz del Padre desde el cielo lo proclamaba "Hijo predilecto" (Mt 3, 17). Por tanto, desde aquel momento Jesús fue revelado como aquel que venía para bautizar a la humanidad en el Espíritu Santo: venía a traer a los hombres la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10), la vida eterna, que resucita al ser humano y lo sana en su totalidad, cuerpo y espíritu, restituyéndolo al proyecto originario para el cual fue creado.
El fin de la existencia de Cristo fue precisamente dar a la humanidad la vida de Dios, su Espíritu de amor, para que todo hombre pueda acudir a este manantial inagotable de salvación. Por eso san Pablo escribe a los Romanos que hemos sido bautizados en la muerte de Cristo para tener su misma vida de resucitado (cf. Rm 6, 3-4). Y por eso mismo los padres cristianos tan pronto como les es posible, llevan a sus hijos a la pila bautismal, sabiendo que la vida que les han transmitido invoca una plenitud, una salvación que sólo Dios puede dar. De este modo los padres se convierten en colaboradores de Dios no sólo en la transmisión de la vida física sino también de la vida espiritual a sus hijos (cfr. Benedicto XVI, Homilía 13-I-2007).
El día del bautismo del Señor es uno de los momentos en los que se revela claramente el Misterio de la Santísima Trinidad. El Padre da testimonio del Hijo. Jesús es el Ungido por el Espíritu. Jesús es el Mesías (en hebrero), el Cristo (en griego), el Ungido (en castellano).
Jesús, con su Bautismo da la virtud al agua para ser capaz de transformarnos en hijos de Dios. En esta fiesta podemos agradecer nuestra filiación divina. Nunca hemos de pensar que no podemos acudir a Dios, pues es nuestro Padre (cfr. MDM, 28 dic 2103, 23:36).
Todos los santos nos invitan a no olvidar el significado de nuestro bautismo. Por ejemplo, San Josemaría Escrivá de Balaguer, que recibió el bautismo precisamente el día del Bautismo del Señor (porque era una costumbre hacerlo así en su tierra), no se cansaba de agradecer este gran don de Dios. Nosotros también, ahora, podemos agradecer nuestro bautismo y ser conscientes de las enormes gracias que hemos recibido y de las potencialidades, que no podemos ni imaginar, que tiene haber recibido este Sacramento.
San Francisco de Sales solía decir que entre Jesucristo y los buenos cristianos no existe más diferencia que la que se da entre una partitura y su interpretación por diversos músicos. La partitura es la misma, pero la interpretación suena con una modalidad distinta, personal; y es el Espíritu Santo quien la dirige contando con las distintas maneras de ser de esos instrumentos que somos nosotros. ¡Qué inmenso valor adquiere entonces todo lo que hacemos: el trabajo, las contrariedades diarias bien llevadas, los pequeños y grandes servicios, el dolor...! Sí, Dios se complace en nosotros, porque en cada uno ve la imagen de su Hijo preferido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario