sábado, 29 de abril de 2017

"Quédate con nosotros"

El fundamento del mensaje cristiano en su conjunto es la fe en la Resurrección de Jesucristo.

 Graham Gercken 1960 | Australian Impressionist Landscape painter

San Pablo lo resalta de manera tajante con estas palabras:

«Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo. Además, como testigos de Dios, resultamos unos embusteros, porque en nuestro testimonio le atribuimos falsamente haber resucitado a Cristo» (1Co 15, 14s).

Todo lo que Cristo hizo y enseño encuentra su justificación en su Resurrección, con la que da prueba definitiva de su autoridad divina, como lo había prometido (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 651).

Romano Guardini escribe en su libro “El Señor” que, después de la Resurrección, Jesús, indudablemente, ha cambiado:

«Ya no vive como antes. Su existencia... no es comprensible. Sin embargo, es corpórea, incluye... todo lo que vivió; el destino que atravesó, su pasión y su muerte. Todo es realidad. Aunque haya cambiado, sigue siendo una realidad tangible».

Por eso, Jesús, desde el primer día, da pruebas sensibles de que su resurrección es verdadera. Por ejemplo, muestra a sus discípulos sus manos y sus pies, con las llagas de la crucifixión, y su costado abierto. Y para convencerlos les pide algo de comer. Los apóstoles «le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos» (Lc 24, 42-43).

«Lucas dice Benedicto XVI— habla de tres elementos que caracterizan cómo está el Resucitado con los suyos: Él se «apareció», «habló» y «comió con ellos». Aparecer-hablar-comer juntos: éstas son las tres auto-manifestaciones del Resucitado, estrechamente relacionadas entre sí, con las cuales Él se revela como el Viviente» (Jesús de Nazaret, Tomo II).

Gracias a estos signos muy realistas, los discípulos superan la duda inicial y se abren al don de la fe. Recuperan su fe en Cristo, que ahora se hace más firme y profunda. Gracias a ella entienden de una nueva manera las Escrituras, pues Jesús les abre el entendimiento.

Esto sucede tanto a los discípulos de Emaús como a los apóstoles en el Cenáculo. Benedicto XVI, el 22 de abril de 2012, en el Ángelus, decía que «el Salvador nos asegura su presencia real entre nosotros a través de la Palabra y de la Eucaristía».

Nosotros, como los discípulos de Cristo hace dos mil años, también podemos creer que Jesús ha resucitado si acudimos a los medios que Él nos ha dejado para suscitar la fe y aumentarla: la Sagrada Escritura y los Sacramentos.

Y si notamos que nuestra fe es tibia, podemos recuperar su vigor si se pedimos al Señor, como los apóstoles: “¡auméntanos la fe!” (Lc 17, 5) y, además, ponemos los medios que están en nuestra mano.

Eso es lo que sucedió a los discípulos de Emaús mientras iban por el camino, desanimados y desesperanzados. Cfr. Evangelio del Tercer Domingo de Pascua, que celebraremos mañana.

«"Nosotros esperábamos..." (Lc 24, 21). Este verbo en pasado —comentaba Benedicto XVI el 6 de abril de 2008— lo dice todo: Hemos creído, hemos seguido, hemos esperado..., pero ahora todo ha terminado».

¿Por qué estaban tan tristes? Porque habían abandonado Jerusalén, que representa la Comunidad de los discípulos del Señor. Se habían aislado, habían abandonado la compañía de Nuestra Señora, las santas mujeres y los apóstoles.

«Este drama de los discípulos de Emaús es como un espejo de la situación de muchos cristianos de nuestro tiempo. Al parecer, la esperanza de la fe ha fracasado. La fe misma entra en crisis a causa de experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. Pero este camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino de una purificación y maduración de nuestra fe en Dios» (Benedicto XVI, Ángelus del 6 de abril de 2008).

Para conservar la fe en Cristo Resucitado es indispensable mantenernos unidos a la Iglesia. Los primeros cristianos “perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 42).

Jesús, mientras iban por el camino hacia Emaús, se acerca a los dos discípulos desalentados y entabla una conversación con ellos. Los escucha y luego “comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él”. Poco a poco, los corazones de Cleofás y de su compañero se encienden con el fuego de la esperanza y la alegría. Luego, piden al desconocido que se quede con ellos: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer”. Jesús entra en la casa a donde iban y “cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció” (cfr. Lc 24, 13-35). 

«También hoy —comenta Benedicto XVI— podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su palabra. También hoy, él parte el pan para nosotros y se entrega a sí mismo como nuestro pan. Así, el encuentro con Cristo resucitado, que es posible también hoy, nos da una fe más profunda y auténtica, templada, por decirlo así, por el fuego del acontecimiento pascual; una fe sólida, porque no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía» (Benedicto XVI, Ángelus del 6 de abril de 2008).

Dos textos de San Josemaría Escrivá de Balaguer, relacionados entre sí, resumen bien todos esto.

«Pan y Palabra, Hostia y Oración, si no, no tendrás vida sobrenatural» (Camino 87). «Si no tratas a Cristo en la oración y en el Pan, ¿cómo le vas a dar a conocer?» (Camino, 105).

La Santa Misa es el lugar privilegiado para avivar nuestra fe. Refiriéndose Benedicto XVI al pasaje de los discípulos de Emaús que estamos comentando decía:

«Este estupendo texto evangélico contiene ya la estructura de la santa misa: en la primera parte, la escucha de la Palabra a través de las sagradas Escrituras; en la segunda, la liturgia eucarística y la comunión con Cristo presente en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La Iglesia, alimentándose en esta doble mesa, se edifica incesantemente y se renueva día tras día en la fe, en la esperanza y en la caridad» (Benedicto XVI, Ángelus del 6 de abril de 2008).

Estamos a las puertas del mes de mayo, Mes de María, que en este año brilla de manera muy especial, por el 100° aniversario de las apariciones de la Virgen en Fátima. Este domingo, en las vísperas del mes mariano, es una magnífica ocasión para acudir a Nuestra Señora y pedirle que interceda por todo el mundo para que nunca desfallezcamos en nuestra fe a Cristo Resucitado.

«Por intercesión de María santísima, oremos para que todo cristiano y toda comunidad, reviviendo la experiencia de los discípulos de Emaús, redescubra la gracia del encuentro transformador con el Señor resucitado» (Benedicto XVI, Ángelus del 6 de abril de 2008).




sábado, 22 de abril de 2017

"Jesús, confío en ti"

Este próximo domingo, Segundo de Pascua, celebraremos, en toda la Iglesia, el Domingo de la Misericordia Divina. Así lo dispuso San Juan Pablo II con ocasión de la canonización de sor María Faustina Kowalska (1905-1938), el 30 de abril de 2000, para que todo seamos conscientes de las inmensas gracias que el Señor quiso derramar sobre la humanidad con motivo de las revelaciones recibidas por esta santa polaca.

Graham Gercken 1960 | Australian Impressionist Landscape painter

Durante nueve días, desde el Viernes Santo pasado, nos hemos preparado para esta gran fiesta del Amor de Dios por los hombres. Se puede decir que es una fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, porque de él surgen esos rayos rojos y blancos, representados en la imagen del Señor de la Divina Misericordia, que significan la sangre y el agua que brotaron del Costado abierto de Jesús en la Cruz.

Jesús reveló a Santa Faustina, sobre el día de la Fiesta de la Divina Misericordia que “quien se acerque ese día a la Fuente de Vida recibirá el perdón total de las culpas y de las penas” (Diario, n. 300). “Ese día —dijo el Señor— están abiertas las entrañas de Mi Misericordia. Derramo todo un mar de gracias sobre aquellas almas que se acercan al manantial de Mi Misericordia: (…) que ningún alma tenga miedo de acercarse a Mí, aunque sus pecados sean como escarlata” (Diario, n. 699).   

San Juan Pablo II, como sabemos, tenía mucho aprecio por esta devoción, y repetía continuamente la jaculatoria: “Jesús, confío en ti”.

En 2010, el Papa Benedicto XVI decía que Juan Pablo II nos ofreció uno de sus consejos más personales para afrontar las dificultades: la invocación "Jesús, en ti confío".

San Juan Pablo II comentaba que esta invocación "es un sencillo pero profundo acto de confianza y de abandono al amor de Dios. Constituye un punto de fuerza fundamental para el hombre, pues es capaz de transformar la vida". "En las inevitables pruebas y dificultades de la existencia, como en los momentos de alegría y entusiasmo, confiar al Señor infunde paz en el ánimo, induce a reconocer el primado de la iniciativa divina y abre el espíritu a la humildad y a la verdad".

“En el corazón de Cristo encuentra paz quien está angustiado por las penas de la existencia —siguió aclarando Benedicto XVI—; encuentra alivio quien se ve afligido por el sufrimiento y la enfermedad; siente alegría quien se ve oprimido por la incertidumbre y la angustia, porque el corazón de Cristo es abismo de consuelo y de amor para quien recurre a Él con confianza”.

Con motivo de la fiesta que celebramos mañana, nos pueden ayudar unas palabras escritas por Santa Faustina Kowalska: sobre la importancia de ser fieles a las inspiraciones que cada uno recibimos del Espíritu Santo: “¡Oh, Jesús mío, qué fácil es santificarse! ¡Solamente hace falta un poquito de buena voluntad! Y si Jesús descubre ese mínimo de buena voluntad en el alma, se apresura a darse a ella. Y nada le detiene, ni las faltas, ni las caídas, absolutamente nada. Jesús tiene prisa por ayudar a esta alma, y si el alma es fiel a esta gracia de Dios, en poco tiempo logrará llegar a la más alta santidad que una criatura pueda alcanzar aquí abajo. Dios es muy generoso y no niega a nadie su gracia. Incluso nos da más, de lo que pedimos. La vía más corta es la fidelidad a las inspiraciones del Espíritu Santo”.

También podemos recordar el texto enigmático revelado por Jesús a Santa Faustina sobre los últimos tiempos, en Vilna, el 2 de agosto de 1934: “Escribe esto: Antes de venir como Juez Justo, vengo como Rey de Misericordia. Antes de que llegue el día de la justicia, les será dado a los hombres este signo en el cielo. Se apagará toda luz en el cielo y habrá una gran oscuridad en toda la tierra. Entonces, en el cielo aparecerá el signo de la cruz y de los orificios donde fueron clavadas las manos y los pies del salvador, saldrán grandes luces que durante algún tiempo iluminarán la tierra. Es sucederá poco tiempo antes del último día” (Diario, n. 83).

Y, a continuación, Santa Faustina comenta (Diario, n. 84): “Oh Sangre y Agua que brotaste del Corazón de Jesús, como una Fuente de Misericordia para nosotros, en ti confío”.  

Terminamos con unas consideraciones que hacía Benedicto XVI en el año 2010: “Según una antigua tradición, este domingo se llama domingo "in Albis". En este día, los neófitos de la Vigilia pascual se ponían una vez más su vestido blanco, símbolo de la luz que el Señor les había dado en el bautismo. Después se quitaban el vestido blanco, pero debían introducir en su vida diaria la nueva luminosidad que se les había comunicado; debían proteger diligentemente la llama delicada de la verdad y del bien que el Señor había encendido en ellos, para llevar así a nuestro mundo algo de la luminosidad y de la bondad de Dios.

Hace cinco años [ahora ya son doce], después de las primeras Vísperas de esta festividad, Juan Pablo II terminó su existencia terrena. Al morir, entró en la luz de la Misericordia divina, desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios, ahora nos habla de un modo nuevo. Tened confianza —nos dice— en la Misericordia divina. Convertíos día a día en hombres y mujeres de la misericordia de Dios. La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva de Dios”.


  

sábado, 15 de abril de 2017

El lenguaje de los símbolos pascuales

En esta noche santa de la Resurrección de Cristo, podemos meditar algunos párrafos de un escrito antiguo del Cardenal Joseph Ratzinger, en el que comenta los tres símbolos que la liturgia de la Iglesia nos presenta hoy: la luz, el agua y el nuevo canto (cfr. J. Ratzinger, Palabra de Dios en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1976, pp. 247-252).


Mañana, 16 de abril, el Papa Benedicto XVI cumple 90 años de edad. ¡Cuánto le tenemos que agradecer! Es una buena ocasión para tenerlo muy presente en nuestra oración. Como él mismo lo ha contado, nació el sábado de gloria, en la madrugada, y ese mismo día recibió el agua del bautismo, recién bendecida.  

«En esta santa noche —dice el Papa emérito— la iglesia intenta decirnos en su lenguaje —el lenguaje de los símbolos— cuál es el significado de la noche pascual, el misterio de la resurrección del Señor. Tres grandes símbolos dominan la liturgia de esta celebración: la luz, el agua y el “cántico nuevo”, el aleluya» (p. 247).

1. La Luz

«La luz siempre ha sido para los hombres símbolo del misterioso poder divino que sustentaba sus vidas (…). La luz terrena es el reflejo inmediato de la realidad divina; es lo que mejor nos hace intuir quién es aquel que vive en una luz inaccesible (1 Tim 6,16)» (p. 247).

Tanto en la Navidad como en la Pascua, el simbolismo de la luz se mezcla con el de las tinieblas de la noche que tratan de impedir que la luz aparezca, aunque no lo pueden evitar.
«Ahora todavía es de noche, si bien es una noche en la que se ha encendido una luz; cuando él vuelva será de día para siempre» (p. 248).

«¿Quién no ha tenido que rezar, en medio de la noche, con el Cardenal Newman, “Oh Dios, tú, sólo tú, puedes iluminar la oscuridad”? (…). Dios sabe que estamos en la noche: y en medio de esa noche ya ha encendido su luz. Lumen Christi; Deo Gratias. La noche es quien nos hace tomar conciencia de lo que es la luz; es claridad que permite ver, que indica el camino y orienta, que nos ayuda a reconocer a los otros y a reconocernos a nosotros mismos; es calor que da fuerza y pone en movimiento, que consuela y alegra. Es, finalmente, vida, y esa pequeña llama es como una imagen de que ese maravilloso misterio al que llamamos “vida” y que de hecho depende en tan gran medida de la luz» (pp. 248-249.

La luz de las lámparas encendidas que acompañan al banquete nupcial es una visión anticipada de la luminosidad escatológica.

«El mundo está en tinieblas, sí; pero un cirio es suficiente para iluminar la más densa oscuridad» (p. 249). Cada uno tenemos el cirio encendido en nuestro bautismo.

2. El agua

En la liturgia pascual hay un momento culminante en el que se unen luz y agua, cuando se sumerge por tres veces el cirio pascual. Recuerda el sol reflejado en el agua brillante y clara de un arroyo de la montaña, y el cielo y la tierra se hacen una misma cosa en el misterio de la luz y el agua (símbolos uránico y telúrico, en la historia de las religiones).

El agua es lo más precioso de la tierra. Despierta el recuerdo del paraíso y de la fertilidad.

En la Sagrada Escritura aparece con frecuencia la fuerza vivificante de los ríos (Nilo, Jordán, Abana y Farfar…), el agua cristalina de la roca de Meribá, la fuente del Templo, las piscinas curativas de Betsaida y Siloe…

En la liturgia pascual la iglesia nos trata de hacer ver que hay una fuente mucho más preciosa que todas las de la tierra: la que manó del costado abierto del Señor. Esa corriente preciosa de la entrega pura, del amor de Dios que se derrochó a sí mismo. Ahí se concentra todo el valor del agua: el poder de purificación, la fertilidad, su fuerza refrescante, consoladora y vivificadora.

La luz divina transforma la pobre naturaleza del agua natural. La imagen del cirio sumergido en el agua nos deja intuir algo acerca de la divinización de la tierra, algo de la belleza del nuevo cielo y de la nueva tierra.

3. El nuevo canto: el aleluya

El canto y, sobre todo, el nuevo canto, es la forma de expresar la alegría. Los santos en el cielo, se dice que cantan, para significar que su ser entero está traspasado de alegría.

«El canto indica que el hombre abandona los límites de la sola razón y entra en una especie de éxtasis» (p. 251). La palabra aleluya (alabad a Yahvé) no se traduce, porque no hace falta. El aleluya es la alegría que se canta a sí misma, porque no tiene palabras para expresarse, porque está por encima de todas las palabras» (p. 251).

Bene cantate ei cum iubilatione (Sal 32, 3). San Agustín expresa muy bien en qué consiste este cantar con júbilo. Quiere decir no poder expresar con palabras lo que se siente en el corazón. Como sucede con los que recogen la cosecha en el campo o en la viña, cuando se sienten alegres y su cantar se convierte en Júbilo. Cantad con júbilo al Señor.

«Este tercer elemento de la liturgia pascual es el hombre mismo, en el que se encuentra esta posibilidad primigenia del canto y del júbilo. Es como un primer descubrimiento de lo que seremos una vez: todo nuestro ser será de una gran alegría» (p. 252).

Nuestra Señora no puede contener su alegría. ¿Cómo sería el gozo de la Virgen el día de la Resurrección de su Hijo? A Ella acudimos para que nos enseñe a estar siempre alegres, especialmente en estos próximos 50 días de la Pascua.



sábado, 8 de abril de 2017

Domingo de Ramos, "De la Pasión del Señor"

En dos días del Año litúrgico se lee el relato de la Sagrada Pasión: el Domingo de Ramos “De la Pasión del Señor” y el Viernes Santo. Mañana, conmemoramos la entrada de Jesús a Jerusalén, y leeremos la Pasión según San Mateo.


En Garabandal, la Virgen les dijo a las niñas, el 18 de junio de 1965, lo siguiente: “Yo, vuestra Madre, por intercesi6n del Ángel San Miguel, os quiero decir que os enmendéis. Ya estáis en los últimos avisos. Os quiero mucho y no quiero vuestra condenación. Pedidnos sinceramente y nosotros os lo daremos. Debéis sacrificaros más, pensad en la Pasión de Jesús»”.

Por lo tanto, tenemos mañana, y durante toda la Semana Santa, una oportunidad inmejorable para meditar despacio, en silencio, sobre la Pasión del Señor.

San Pablo escribe a los Colosenses: “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos [a la Pasión] de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). Es decir, el Señor quiere que le ayudemos a “completar” lo que falta a su Pasión. Los méritos de su Pasión son infinitos, pero Él quiere que nosotros participemos de sus sufrimientos y le ayudemos, como corredentores, en la salvación de los hombres.

Estos días son el centro del Año litúrgico y son días de una gracia especial, que Dios nos da para que conozcamos mejor la “ciencia de la Cruz”, descubramos el tesoro que tenemos en la Cruz de Cristo y nos llenemos de agradecimiento por este don que nos permite abrirnos su amor y participar de la nueva vida que nos ha ganado Cristo con su pasión, muerte y resurrección.

Las lecturas de Isaías (sobre el Siervo de Yahvé) y de la Carta de San Pablo a los Filipenses (sobre la kénosis o abajamiento de Cristo), que meditaremos mañana, nos ayudan a escuchar con más fruto la Pasión según San Mateo.

En el prefacio I de Pasión, que hemos leído durante esta semana pasada, la Iglesia nos enseña, brevemente, los frutos de la Pasión del Señor y la causa de esos frutos: “Porque mediante la pasión salvadora de tu Hijo diste a los hombres una nueva comprensión de tu majestad y una nueva manera de alabarla, al poner de manifiesto, por la eficacia inefable de la cruz, el poder del crucificado y el juicio que del mundo has hecho”.  

En estos próximos días, podemos meditar la Pasión utilizando los numerosos recursos de la piedad cristiana. Entre otros, podemos enumerar los siguientes: 

1. La meditación de los relatos de la Pasión que hacen los cuatro evangelistas (Mateo, Marcos, Lucas y Juan). Todos concuerdan en lo esencial, pero tienen sus matices propios.

2. La contemplación detenida de los cinco misterios dolorosos del Santo Rosario.

3. La consideración de las catorce estaciones del Via Crucis, que contienen una perspectiva muy rica, basada en la tradición de la Iglesia primitiva. Esta práctica de piedad siempre ha sido recomendada por la Iglesia y, por ejemplo, los últimos Papas la han practicado diariamente.

4. La recitación pausada de las invocaciones al Santísimo Redentor, que se suelen decir durante la acción de gracias después de la Misa:

Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti,
Para que con tus Santos te alabe,
Por los siglos de los siglos. Amén. 

5. La oración ante el crucifijo: “Miradme, ¡oh mi amado y buen Jesús!, postrado ante vuestra presencia; os ruego con el mayor fervor imprimáis en mi corazón vivos sentimientos de fe, esperanza y caridad, verdadero dolor de mis pecados y propósito de jamás ofenderos; mientras que yo, con el mayor afecto y compasión del que soy capaz, voy considerando vuestras cinco llagas, teniendo presente lo que de Vos dijo el santo profeta David: “Han taladrado mis manos y mis pies y se pueden contar todos mis huesos”  

6. La oración de San Andrés, apóstol, de camino al martirio, conservada por los presbíteros de Acaya (Grecia): «Oh buena Cruz, que serviste de decoro a los miembros de mi Salvador, tanto tiempo deseada, solícitamente amada y buscada sin descanso: recíbeme de entre los hombres y vuélveme a mi Maestro, para que por ti me reciba quien por ti me redimió».

Por ejemplo, san León Magno, Papa (siglo V) decía que “la Cruz es “fuerza para la debilidad, gloria para el oprobio, vida para la muerte”.

San Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975) decía que la mortificación es como la “sal” que condimenta todos los aspectos de nuestra vida. En una reunión, en Brasil, el 29 de junio de 1974, decía: «Entonces, los viernes ave crux, spes única! Y remuerde la conciencia de habernos quejado de tener un dolor, una pena. ¿Qué es eso junto a lo que padeció el Señor?  Ave Crux. Saludadle en la Cruz; dirigidle piropos de cariño: no te huiré, te abrazaré. Y en cuanto uno se abraza a la Cruz, y la quiere, ya no hay contradicción, ni deshonra, ni calumnia, ni murmuración, ni enfermedad, ni nada. Todo es suave, todo es agradable, todo deja de ser peso. Porque la Cruz es, no la tuya o la mía, sino la de Cristo (...), entonces la Cruz la lleva El, y a nosotros no nos pesa. ¡Buena cosa es recordar los viernes la Cruz de Cristo! (…). Querría adorar de verdad la Cruz. No sólo ésta: el madero, en el que fue cosido con hierros Cristo Jesús, Señor Nuestro; sino la de cada día, la pequeña contradicción, la que no espero, la que es real y objetivamente injusta o a mí, por mi soberbia, me lo parece».

El beato Álvaro del Portillo (1914-1994), en una ocasión (1 de abril de 1987) comentaba lo siguiente: «Me ha ayudado a hacer la oración la descripción de los sufrimientos de Nuestro Señor, que hace Santo Tomás de Aquino (cfr. S. Th., III, q. 46, a. 5 c.), con estilo literario escueto.  Explica el Doctor Angélico que Jesús padeció por parte de todo tipo de hombres, pues le ultrajaron gentiles y judíos, varones y mujeres, sacerdotes y populacho, desconocidos y amigos, como Judas que le entregó y Pedro que le negó. Padeció también en la fama, por las blasfemias que le dijeron; en la honra, al ser objeto de ludibrio por los soldados y con los insultos que le dirigieron; en las cosas exteriores, pues fue despojado de sus vestiduras y azotado y maltratado; y en el alma, por el miedo y la angustia. Sufrió el martirio en todos los miembros del cuerpo: en la cabeza, la corona de espinas; en las manos y pies, las heridas de los clavos; en la cara, bofetadas y salivazos; en el resto del cuerpo, la flagelación. Y los sufrimientos se extendieron a todos los sentidos: en el tacto, las heridas; en el gusto, la hiel y el vinagre; en el oído, las blasfemias e insultos; en el olfato, pues le crucificaron en un lugar hediondo; en la vista, al ver llorar a su Madre... y —añado yo— nuestra pobre colaboración, nuestra indiferencia».

Podemos terminar recordando la Secuencia de la Misa de la Virgen de los Dolores (15 de septiembre):

La Madre piadosa estaba
junto a la cruz y lloraba
mientras el Hijo pendía;
cuya alma, triste y llorosa,
traspasada y dolorosa,
fiero cuchillo tenía.

¡Oh cuán triste y cuán aflicta
se vio la Madre bendita,
de tantos tormentos llena!
Cuando triste contemplaba
y dolorosa miraba
del Hijo amado la pena.

Y ¿cuál hombre no llorara,
si a la Madre contemplara
de Cristo, en tanto dolor?
¿Y quién no se entristeciera,
Madre piadosa, si os viera
sujeta a tanto rigor?

Por los pecados del mundo,
vio a Jesús en tan profundo
tormento la dulce Madre.
Vio morir al Hijo amado,
que rindió desamparado
el espíritu a su Padre.

¡Oh dulce fuente de amor!,
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.
Y que, por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en él que conmigo. 

Y, porque a amarle me anime,
en mi corazón imprime
las llagas que tuvo en sí.
Y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí.

Hazme contigo llorar
y de veras lastimar
de sus penas mientras vivo;
porque acompañar deseo
en la cruz, donde le veo,
tu corazón compasivo.

¡Virgen de vírgenes santas!,
llore ya con ansias tantas,
que el llanto dulce me sea;
porque su pasión y muerte
tenga en mi alma, de suerte
que siempre sus penas vea.

Haz que su cruz me enamore
y que en ella viva y more
de mi fe y amor indicio;
porque me inflame y encienda,
y contigo me defienda
en el día del juicio.

Haz que me ampare la muerte
de Cristo, cuando en tan fuerte
trance vida y alma estén;
porque, cuando quede en calma
el cuerpo, vaya mi alma
a su eterna gloria. Amén.




sábado, 1 de abril de 2017

"Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25)


En estos domingos de Cuaresma, a través de los pasajes del evangelio de san Juan, la liturgia nos hace recorrer un verdadero itinerario bautismal.



El domingo tercero de Cuaresma, Jesús prometió a la samaritana el don del “agua viva”; el domingo pasado, curando al ciego de nacimiento, se revela como la “luz del mundo”; mañana, resucitando a su amigo Lázaro, se presentará como “la resurrección y la vida”. Agua, luz y vida, son símbolos del bautismo, sacramento que “sumerge” a los creyentes en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, liberándolos de la esclavitud del pecado y dándoles la vida eterna (cfr. Benedicto XVI, Ángelus del 2 de marzo de 2008).

Mañana, domingo quinto de Cuaresma, se caracteriza por el evangelio de la resurrección de Lázaro, que es el último gran “signo” realizado por Jesús. Después de que Jesús realizó este milagro, los sumos sacerdotes reunieron al sanedrín y decidieron matar a Jesús e incluso a Lázaro.

San Juan insiste en que Jesús amaba a los tres hermanos de Betania (cfr. Jn 11, 5), y por eso decide intervenir en la muerte de Lázaro. A sus discípulos, mientras estaban en el desierto de Efrén, les dice que despertará a Lázaro. Para Jesús, la muerte física es como un sueño del cual se puede despertar. Jesús tiene un poder absoluto sobre la muerte. Durante su vida pública resucita al hijo de la viuda de Naím (cfr. Lc 7, 11-17), a una niña de doce años (cfr. Mc 5, 39) y a su amigo Lázaro.

Jesús no queda insensible ante la muerte. Se conmueve y compadece profundamente, como cualquiera de nosotros, ante ese misterio de la vida humana que es causa de dolor. Jesús llora porque tiene un corazón divino y humano, lleno de ternura y misericordia (cr. Jn 11, 33.35).

El Señor dice a Marta: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre". Y luego le pregunta: “¿Creer esto?” (Jn 11, 25-26). Jesús nos vuelve a preguntar lo mismo a cada uno de nosotros. En este sentido, la respuesta de Marta es un estímulo para nuestra fe: "Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo" (Jn 11, 27).

Tenemos dudas y oscuridades, pero queremos abandonarnos en el Señor y creer en sus palabras de vida eterna.

La primera lectura de la Misa, tomada del profeta Ezequiel, llena de esperanza nuestro corazón: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestros sepulcros y os saque de ellos, pueblo mío, comprenderéis que soy el Señor. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestra tierra y comprenderéis que yo, el Señor, lo digo y lo hago -oráculo del Señor-» (Ez 37, 12-14).

Y también el Salmo 130: “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora”.

¿Cuál es el secreto para mantener la esperanza en la vida eterna y vivir alegres y con gozo en este mundo que muchas veces aparece lleno de tinieblas y oscuridad? La vida en el Espíritu, que Cristo nos ha conseguido a través del Bautismo y que podemos mantener si vivimos en gracia: “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8, 10-11; texto de la segunda lectura de la Misa).

Efectivamente, hay dos muertes: la física y la espiritual. La segunda costó a Cristo la lucha más dura, incluso el precio de la cruz. El pecado amenaza con arruinar la existencia del hombre. Jesús murió para abrirnos las puertas de la “nueva vida”, una nueva realidad que se expresa como una “nueva tierra” unida de nuevo con el cielo de Dios.

Todos los días, en el Padrenuestro, pedimos que venga el Reino de Dios, es decir, la plenitud de esa "nueva vida" que Cristo nos ha conseguido con su Resurrección. El Papa Benedicto dice: "Rezar por el Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos, Señor! Empápanos, vive en nosotros; reúne en tu cuerpo a la humanidad dispersa para que en ti todo quede sometido a Dios y Tú puedas entregar el universo al Padre, para que "Dios sea todo para todos" (1Co 15, 28)".

Nuestra Señora ya está con su cuerpo y con su alma en esa “nueva tierra” y en esos “nuevos cielos”, con su Hijo. Ella tiene la naturaleza humana, como nosotros, y, con Jesús, nos ha abierto el camino. Ya sólo faltan dos semanas para la Pascua y nos encomendamos a Ella para que nos ayude a terminar este itinerario cuaresmal con la luz viva de la esperanza en nuestros corazones.