sábado, 25 de marzo de 2017

María, a la escucha de la Palabra

El sábado pasado meditábamos en dos temas de reflexión: el Agua Viva que Jesús promete a la samaritana y la figura de San José. Ahora, en este post, también consideraremos dos misterios de nuestra fe cristiana.

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En primer lugar dedicaremos un espacio a meditar en un aspecto de la Solemnidad de la Anunciación del Señor, que celebramos hoy: la escucha de la Palabra por parte de María. Después trataremos de sacar algún provecho espiritual de las Lecturas de la Misa de mañana, Cuarto Domingo de Cuaresma, en el que la Iglesia nos presenta el problema de la ceguera espiritual.

La Anunciación del Señor es el primer misterio gozoso del Santo Rosario. En él contemplamos el comienzo de nuestra redención. El ángel llega donde está María. Con este evento se da inicio a la plenitud de los tiempos. Es un kairos o tiempo de gracia.

Todo ocurre en silencio, en un clima de oración. Dios revela el misterio escondido desde todos los siglos. En el Antiguo Testamento se había anunciado en imágenes este momento a los profetas, pero ni el entendimiento más agudo pudo imaginar cómo sucedería todo, en realidad. Los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos (cfr. Is 55, 8).

Hoy podemos fijarnos en la humilde doncella de Nazaret que estaba recogida en oración, a la escucha de la Palabra.

“Esta es la actitud típica de María santísima, tal y como lo muestra de manera emblemática la imagen de la anunciación: la Virgen acoge al mensajero celestial mientras medita en las sagradas Escrituras, representadas generalmente con un libro que María tiene en sus manos, o en el seno, o encima de un atril” (Benedicto XVI, Ángelus, 6 de noviembre de 2005).

Benedicto XVI, con motivo del 40° aniversario de la publicación de la Constitución apostólica Dei Verbum (18 de noviembre de 1965), recordaba que esta es la imagen de la Iglesia que ofrecía el Concilio Vaticano II: «En escucha religiosa de la Palabra de Dios…» (n. 1).

En la Solemnidad de la Anunciación, María nos señala el camino que hemos de recorrer, siguiendo su ejemplo: vivir de la Palabra de Dios, meditarla diariamente, profundizar en ella y aplicarla a nuestra vida en todo momento.

Una manera de imitar a María es practicar la “lectio divina o «lectura espiritual» de la sagrada Escritura.

“Consiste en meditar ampliamente sobre un texto bíblico, leyéndolo y volviéndolo a leer, «rumiándolo» en cierto sentido como escriben los padres, y exprimiendo todo su «jugo» para que alimente la meditación y la contemplación y llegue a irrigar como la sabia la vida concreta. Como condición, la «lectio divina» requiere que la mente y el corazón estén iluminados por el Espíritu Santo, es decir, por el mismo inspirador de las Escrituras, y ponerse, por tanto, en actitud de «religiosa escucha»” (Ibidem).

El año 2010, en la Exhortación apostólica Verbum Domini (30-IX-2010, n. 87), Benedicto XVI también hacía alusión a este modo de hacer oración, que ha traído tantos frutos a la Iglesia. A continuación transcribimos una cita larga en la que el Papa explica los cinco pasos de la “lectio divina”.

“Quisiera recordar aquí brevemente cuáles son los pasos fundamentales: se comienza con la lectura (lectio) del texto, que suscita la cuestión sobre el conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué dice el texto bíblico en sí mismo? Sin este momento, se corre el riesgo de que el texto se convierta sólo en un pretexto para no salir nunca de nuestros pensamientos. Sigue después la meditación (meditatio) en la que la cuestión es: ¿Qué nos dice el texto bíblico a nosotros? Aquí, cada uno personalmente, pero también comunitariamente, debe dejarse interpelar y examinar, pues no se trata ya de considerar palabras pronunciadas en el pasado, sino en el presente. Se llega sucesivamente al momento de la oración (oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como respuesta a su Palabra? La oración como petición, intercesión, agradecimiento y alabanza, es el primer modo con el que la Palabra nos cambia. Por último, la lectio divina concluye con la contemplación (contemplatio), durante la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? San Pablo, en la Carta a los Romanos, dice: "No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto" (Rm 12, 2). En efecto, la contemplación tiende a crear en nosotros una visión sapiencial, según Dios, de la realidad y a formar en nosotros "la mente de Cristo" (1Co 2, 16). La Palabra de Dios se presenta aquí como criterio de discernimiento, "es viva y eficaz, más tajante que la espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón" (Hb 4, 12). Conviene recordar, además, que la lectio divina no termina su proceso hasta que no se llega a la acción (actio), que mueve la vida del creyente a convertirse en don para los demás por la caridad.
   
Mañana meditaremos la escena de la curación del ciego de nacimiento, que relata san Juan en el capítulo 9° de su Evangelio. En la Primera Lectura de la Misa escucharemos la historia de la elección de David para ser rey de Israel. Samuel pensaba que el elegido sería el mayor de los hermanos, por su buen aspecto y gran estatura. Sin embargo el Señor no juzga “como juzga el hombre. El hombre se fija en las apariencias, pero el Señor se fija en los corazones” (cfr. Sam 16, 1.6-7.10-13).

La conclusión es clara: hay una ceguera peor que la física: la espiritual. En el fondo, todos estamos bastante ciegos para lo sobrenatural. Por eso, a mitad de la Cuaresma, le podemos pedir al Señor, como el ciego Bartimeo a la orilla del camino de Jericó a Jerusalén: “Domine, ut videam!”; “¡Señor, que vea!”. ¡Que vea tu voluntad en tu Palabra, como Nuestra Señor la vio en la Anunciación, y supo responder que sí: ecce ancilla Domini!

“Recemos para que, como María, la Iglesia sea dócil esclava de la Palabra divina y la proclame siempre con confianza firme para que «todo el mundo, oyendo, crea el anuncio de la salvación; creyendo, espere, y esperando, ame»” (Benedicto XVI, Ángelus, 6 de noviembre de 2005).   



sábado, 18 de marzo de 2017

El Agua Viva

Hay dos temas que sobre los cuales nos gustaría reflexionar en este post: 1°) el que nos sugieren las lecturas del Tercer Domingo de Cuaresma y 2°) la figura de San José, que celebraremos este año el día 20 de marzo.

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En el Tercer Domingo de Cuaresma ocupa un lugar central la acción del Espíritu Santo en nuestras almas. La Iglesia, después de habernos señalado la necesidad de la lucha (Primer Domingo de Cuaresma: Jesús lucha contra las tentaciones del demonio) y de la oración en nuestro camino hacia la santidad (Segundo Domingo de Cuaresma: la Transfiguración, acontecimiento de oración), nos presenta la necesidad ineludible del Don de Dios, el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida.  

“La petición de Jesús a la samaritana: "Dame de beber" (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del "agua que brota para vida eterna" (Jn 4, 14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos "adoradores verdaderos" capaces de orar al Padre "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, "hasta que descanse en Dios", según las célebres palabras de san Agustín” (Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma de 2011).

Mañana leeremos en la Misa la historia de la Samaritana, esa mujer pecadora que va a buscar agua al pozo de Sicar, como lo hacía habitualmente, y se encuentra con Cristo que le pide de beber: “Dame de beber”. El Papa califica esa expresión del Señor como “pasión de Dios por todo hombre”. A cada uno, Jesús, nos pide de beber. Tiene “sed” de nosotros, de nuestro amor. Nos espera en el Sagrario con “ansias”, con un gran deseo de que acudamos a Él y le manifestemos nuestro amor.

¿Por qué nos busca Dios? Porque quiere suscitar en nosotros el deseo del don del "agua que brota para vida eterna" (Jn 4, 14). Dar de beber al Señor es abrirle nuestro corazón, escucharle, ponernos a su disposición, ser humildes. Con nuestra humildad y apertura Él hará maravillas. Pero necesita que cada uno correspondamos libremente a su amor.

Jesús envía a sus discípulos al pueblo para que busquen alimentos. Pero Él se queda en el pozo “esperando” a la mujer samaritana. Él espera todo lo que sea necesario. Se hace el encontradizo y es el primero en entablar una conversación con la mujer que llega al pozo: “Dame de beber”.

La Samaritana se abre al diálogo y, poco a poco, paso por paso, deja que el Espíritu Santo entre en su alma. Ha ido a buscar agua al pozo y se encuentra con un Agua que salta hasta la vida eterna. “¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, "hasta que descanse en Dios"” (Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma de 2011).

En la primera lectura de la Misa de mañana (cfr. Ex 17, 3-7), la Iglesia nos recuerda el peregrinaje de los hebreos por el desierto, y cómo, a pesar de su dureza de corazón, Dios hace surgir agua de la roca de Meribá, en Masá. Lo hace para que los israelitas se conviertan de corazón y se abran al Don de Dios. Nosotros también peregrinamos por el Desierto de la Cuaresma y necesitamos el Agua del Espíritu Santo para proseguir nuestro camino a la Tierra prometida, al Nuevo Paraíso.

Así como los israelitas iban todos juntos —formando un solo pueblo y alimentados por el maná, figura de la Eucaristía—, también nosotros vamos unidos en la Iglesia, Nuevo Pueblo de Dios y Familia nuestra, hacia la Jerusalén celestial.

En otro de sus mensajes de Cuaresma, Benedicto XVI nos anima a vivir la práctica cuaresmal de la limosna que, en definitiva, es vivir ocupándonos de los demás.

“Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican. "Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros" (1Co 12, 25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna –una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno–, radica en esta pertenencia común” (Benedicto XVI, Mensaje de Cuaresma de 2012).

Todo esto nos recuerda que San José, a quien celebraremos pasado mañana, es Patrono de la Iglesia, que siempre se ha acogido a su intercesión, pues es quien hace cabeza en la Familia de Nazaret.

“Fecit me Dominus quasi patrem regis et dominum universe domus eius: nolite pavere”, se lee en una antigua lectura del Breviario Romano. El Señor lo ha hecho como padre del rey y señor de toda su casa. Por lo tanto no hay nada que temer. Son palabras que se refieren a José, hijo de Jacob, a quien el Faraón había puesto al frente de su casa.

Ahora, nosotros acudimos al Espíritu Santo “unientem Ecclesiam” (Santo Tomás de Aquino), que une a la Iglesia; y a San José, para elevar nuestras plegarias por el Papa y por la unidad de la Iglesia.

Ya hemos hecho alusión en posts anteriores sobre los mensajes que ha recibido Marga de Jesús y de la Virgen, que hablan de la proximidad de un posible cisma en la Iglesia. Como sabemos, esto es algo que está anunciado por hombres y mujeres santos desde hace mucho. Sin embargo, lo central de esos mensajes no es anunciar el futuro. Han de ser recibidos y estudiados en conjunto, en un clima de oración y teniendo presente que lo importante es que, a través de ellos, el Espíritu Santo derrama sobre nosotros para que conozcamos el gran Amor que Dios nos tiene.  

Confiemos pues en que “el Señor anula los planes de las naciones, vuelve vanos los proyectos de los pueblos. Pero el Designio del Señor se mantiene eternamente, los proyectos de su corazón, de generación en generación” (Salmo 33, 10-11).


sábado, 11 de marzo de 2017

"Este es mi Hijo amado..., escúchenlo"

En el domingo pasado meditábamos el comienzo de la vida pública de Cristo, que es llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el demonio.

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Jesús dedica los 40 primeros días de su misión evangelizadora a la oración y al ayuno. Antes, había sido bautizado por Juan en el Jordán, y se había escuchado la voz del Padre que daba testimonio de Él: “Este es mi hijo en quien tengo mi complacencia” (Mt 3, 16-17).

Mañana, en el Evangelio del Segundo Domingo de Cuaresma, escucharemos nuevamente las mismas palabras del Padre, pero esta vez su testimonio del Hijo es al final de la vida pública, cuando faltan sólo seis meses para su pasión y muerte en Jerusalén.

Jesús había estados unos días antes con sus discípulos en Cesarea de Filipo. Ahí les había anunciado claramente que tendría que padecer, morir y resucitar al tercer día.

“Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas, y ser llevado a muerte” (Marcos 8,31; Cf. Mateo 16, 21-28; Lucas 9, 22-27).

Pedro había intentado disuadirlo, pero el Señor lo reprende duramente porque no sus pensamientos no eran los de Dios.

“Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle. Pero él se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro y le dijo: - «¡Apártate de mí Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres” (Mc 8, 32-33).

La dificultad que tiene Pedro para aceptar el anuncio del Señor, también la tienen los otros apóstoles, según lo narra el Evangelio un poco más adelante: cuando el Señor predice —por segunda vez— su pasión tampoco ellos lo comprenden. Mateo nos dice en su Evangelio que “se pusieron muy tristes” (17,23), y Lucas afirma que “ellos no entendían este lenguaje, y les resultaba tan oscuro, que no lo comprendían; y temían preguntarle sobre este asunto” (9,45). (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 554).

Jesús, en la última etapa de su vida, quiere fortalecer la fe de los apóstoles porque, como dice san Pablo, «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14,22) (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 556).

Por eso, al comenzar Jesús su “subida” a Jerusalén, se propone pasar por el Monte Tabor, para que sus discípulos sean testigos de su gloria.

“Los padecimientos del tiempo presente no son nada comparados con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros” (Rm 8,18).

Ahí, Jesús se transfigura en presencia de Pedro, Juan y Santiago, y también de Moisés y Elías. Lo cubre una nube y se oye la voz del Padre, como en el Jordán. Pero en esta ocasión Dios Padre añade algo más: “escúchenle”. Las palabras de Cristo son luz que ilumina nuestros senderos. Él mismo es la Luz.

Juan Pablo II, en su Carta sobre el Rosario, propone la Transfiguración del Señor como uno de los misterios de Luz, para que nos dispongamos a vivir con Jesucristo el momento doloroso de la Pasión: “Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que según la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para que lo «escuchen» (cfr. Lc 9, 35) y se dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo”.

Juan Pablo II, comienza su Carta sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano (Salvifici Doloris, 11 febrero 1984) con unas palabras de San Pablo, a las que califica como un “descubrimiento definitivo que va acompañado de alegría”: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros».

Los discípulos experimentan la alegría del Evangelio en el Monte Tabor, porque escuchan a Jesús y ahora ven su Rostro resplandeciente. La Transfiguración es un acontecimiento de oración. La oración, la escucha atenta de la Palabra de Dios, es la que da sentido al sufrimiento, que se convierte en un gran gozo.   

Terminamos con unas consideraciones del Catecismo de la Iglesia Católica y de san Josemaría Escrivá de Balaguer sobre el sufrimiento y el dolor.

“La fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba.  El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación. A veces Dios puede aparecer ausente e incapaz de impedir el mal. La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud” (CCE 164; 272; 1500).

“Ahora bien, Dios Padre ha revelado su omnipotencia de la manera más misteriosa en el anonadamiento voluntario y en la Resurrección de su Hijo, por los cuales ha vencido el mal. Así, Cristo crucificado es «poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres» (1 Co 2, 24-25). En la Resurrección y en la exaltación de Cristo es donde el Padre «desplegó el vigor de su fuerza» y manifestó «la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes» (Ef 1, 19-22)” (CCE 272).

“El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. En esta tensión de suplicio y de aceptación de la voluntad del Padre, Jesús va a la muerte serenamente, perdonando a los que le crucifican. Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria. En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar —lucha de paz— contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres” (Es Cristo que pasa, 68).




sábado, 4 de marzo de 2017

La lucha cristiana

Los cuarenta días del tiempo litúrgico en que nos encontramos se cuentan desde el Miércoles de Ceniza hasta el Sábado Santo, sin incluir los seis domingos de Cuaresma (en ellos se celebra el Día del Señor y, por lo tanto, son penitenciales pero también festivos: especialmente el 4° domingo, “Laetare”, y el Domingo de Ramos).


En uno de sus mensajes de Cuaresma (año 2011) Benedicto XVI explica cómo la Iglesia nos va a preparando durante este tiempo del año para celebrar el Misterio Pascual (Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión del Señor a los Cielos). Y lo hace mediante un “itinerario cuaresmal” que podemos seguir en la liturgia, especialmente los domingos.

Al comenzar la Cuaresma, puede ser muy provechoso para nuestras almas proponernos seguir de cerca este “itinerario” que, paulatinamente —como por un plano inclinado— nos va llevando hacia la Pascua, que es la Solemnidad más importante del Año litúrgico.

En los siguientes “posts” iremos reflexionando sobre el “itinerario” que propone el Papa.

Primer domingo de Cuaresma

“El primer domingo del itinerario cuaresmal subraya nuestra condición de hombre en esta tierra. La batalla victoriosa contra las tentaciones, que da inicio a la misión de Jesús, es una invitación a tomar conciencia de la propia fragilidad para acoger la Gracia que libera del pecado e infunde nueva fuerza en Cristo, camino, verdad y vida (cf. Ordo Initiationis Christianae Adultorum, n. 25). Es una llamada decidida a recordar que la fe cristiana implica, siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una lucha "contra los Dominadores de este mundo tenebroso" (Ef 6, 12), en el cual el diablo actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor: Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del mal” (Benedicto XVI, Mensaje de Cuaresma para el año 2011).

El primer punto de meditación que nos propone el Papa es la necesidad de la lucha en la vida cristiana. Todos somos pecadores. En este tiempo vale la pena cuidar especialmente el examen de conciencia diario y el que hacemos antes de recibir el Sacramento de la Penitencia. Si somos constantes en el ejercicio de buscar conocernos mejor, con valentía y sinceridad, tendremos una gran ventaja para luchar cada día contra lo que nos puede apartar de Dios.

En la estrategia militar lo primero que se busca es conocer bien el terreno de la batalla. Sólo así se podrá vencer al enemigo. Es difícil conocerse, porque todos tendemos a buscar una excusa para nuestros malos hábitos y pecados. En este sentido, también la dirección espiritual es una ayuda necesaria para saber concretamente en qué puntos tenemos que luchar.

Jesús, en el desierto, lucha contra las tentaciones del demonio. Él es el Hijo de Dios y es imposible que el demonio le gane, pero desea enseñarnos cómo hay que luchar. Lo primero que hace es desbaratar las argucias de Satanás. El examen de conciencia consiste en utilizar nuestro entendimiento para buscar las raíces de nuestros descaminos. Se trata de pedir la luz de Dios para iluminar nuestra alma y poder ver con claridad qué es lo que no agrada a Dios.

Es muy recomendable fomentar, en este tiempo de Cuaresma, el espíritu de examen, de modo que nos podamos preguntar en cada momento si estamos cumpliendo la voluntad de Dios o no. Si tenemos espíritu de examen podremos rectificar fácilmente, pedir perdón si nos hemos desviado, y volver a recomenzar muchas veces al día.

San Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975) solía recomendar que hiciéramos muchas veces al día de hijo pródigo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti…” (cfr. Lc 15).

Ese es el fundamento sólido de la lucha cristiana: un examen hecho a conciencia. Se trata de un examen que tiene por objeto conocernos para poder luchar contra nuestros defectos y así cumplir la voluntad de Dios. En definitiva el examen bien hecho debe tener una característica fundamental: hacerlo por amor a Dios. Podemos preguntarnos cada día (y muchas veces al día): ¿en qué te he amado menos hoy, Señor?

Otra característica de la lucha cristiana es que se centra en las cosas pequeñas de cada día. Dios nos pide que seamos realistas y concretos. No nos pide luchar con leones que aparezcan en los pasillos de nuestra casa, como Tartarín de Tarascón, que buscaba cazar leones por los pasillos. Lo que el Señor desea es que luchemos cada día en el cumplimiento fiel de nuestros deberes, en el aprovechamiento del tiempo, en el esfuerzo por moderar nuestro carácter, en el espíritu de servicio que es signo claro de amor a nuestros hermanos, en la lucha por mantenernos en la presencia de Dios.

Esa lucha por hacer lo que debemos y “estar” en lo que hacemos es camino de santidad (cfr. Camino, 815). El santo se forja en la lucha diaria y constante. La Cuaresma puede ser un tiempo precioso para ir adquiriendo hábitos firmes, a base de repetir actos virtuosos cada día. Al final de estos cuarenta días veremos que las virtudes cristianas se habrán hecho más firmes en nuestra vida.

Cuando experimentamos nuestra fragilidad, el camino no es lamentarse de lo débiles que somos y hundirse en la inactividad, sino detectar el mal y poner remedio mediante un tratamiento adecuado. Por ejemplo, si nos torcemos un tobillo, lo que tenemos que hacer es seguir los consejos del traumatólogo, que nos recomendará tomar medicamentos y, en cuanto se pueda, hacer unos ejercicios, todos los días, con constancia, para recuperar la movilidad del tobillo afectado. Si somos dóciles, a las pocas semanas podremos hacer nuestra vida con toda normalidad.

En la vida espiritual es imprescindible la “gimnasia” diaria, para no “engordar” y mantenernos en forma.

En esta primera etapa del “itinerario cuaresmal” la Liturgia dominical nos recomiendo poner los medios humanos (la lucha) para avanzar por el camino de la santidad.

Ya desde el principio nos damos cuenta de que solos no podemos. Por eso es necesario invocar al Espíritu Santo y a otros aliados sobrenaturales, como Nuestra Madre la Virgen, San José, el Ángel de la guarda y otros santos de nuestra devoción, para que son su ayuda podamos conocer el amor de Dios y vencer en esta batalla que durará mientras vivamos.