viernes, 24 de abril de 2015

Jesús, el Buen Pastor

El Domingo IV de Pascua es el Domingo del Buen Pastor y la Jornada mundial de oración por las vocaciones. Ese día, el Papa suele ordenar presbíteros de la diócesis de Roma.


La Liturgia de la Palabra se centra en la figura de Jesucristo, Buen Pastor. En la Primera Lectura (Hch 4, 8-12), escuchamos nuevamente a san Pedro (como en domingos anteriores) hablando con gran confianza a los judíos sobre el Misterio Pascual. No tiene miedo en decir la verdad: que ellos, en colaboración con la autoridad romana, llevaron a la muerte a Jesús y cometieron un gran pecado, pues desecharon la Piedra Angular de la construcción de Dios. Y no duda en afirmar que “ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos”.

Sólo Jesús es la Verdad, el Camino y la Vida. Es conveniente recordar la Declaración Dominus Iesus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe (6 de agosto de 2000). En ese documento, el Cardenal Ratzinger, entonces Prefecto de esa Congregación, afirmaba, en el n. 5 (las negritas son nuestras):

“Para poner remedio a esta mentalidad relativista, cada vez más difundida, es necesario reiterar, ante todo, el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo. Debe ser, en efecto, firmemente creída la afirmación de que en el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el cual es «el camino, la verdad y la vida» (cf. Jn 14,6), se da la revelación de la plenitud de la verdad divina: «Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). «A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado» (Jn 1,18); «porque en él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2,9-10)”.

Esta verdad es compatible con esta otra:

“Sin embargo, queriendo llamar a sí a todas las gentes en Cristo y comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor, Dios no deja de hacerse presente en muchos modos «no sólo en cada individuo, sino también en los pueblos mediante sus riquezas espirituales, cuya expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan “lagunas, insuficiencias y errores”» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; cf. también 56. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 53). Por lo tanto, los libros sagrados de otras religiones, que de hecho alimentan y guían la existencia de sus seguidores, reciben del misterio de Cristo aquellos elementos de bondad y gracia que están en ellos presentes” (Declaración Dominus Iesus, n. 8).

Por eso, al final del Evangelio de la Misa (Jn 10, 11-18), Jesús dice: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor”.

Es importante tener en cuenta que

“Existe, por lo tanto, una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él” (Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, n. 1: AAS 65 (1973) 396-408) (Declaración Dominus Iesus, n. 17).

«Por lo tanto, los fieles no pueden imaginarse la Iglesia de Cristo como la suma —diferenciada y de alguna manera unitaria al mismo tiempo— de las Iglesias y Comunidades eclesiales; ni tienen la facultad de pensar que la Iglesia de Cristo hoy no existe en ningún lugar y que, por lo tanto, deba ser objeto de búsqueda por parte de todas las Iglesias y Comunidades» (Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, 1). En efecto, «los elementos de esta Iglesia ya dada existen juntos y en plenitud en la Iglesia católica, y sin esta plenitud en las otras Comunidades» (Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 14). «Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y Comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 3)” (Declaración Dominus Iesus, n. 17).

Al final de la Declaración (n. 20) se resume lo anterior de la siguiente manera:

“Ante todo, debe ser firmemente creído que la «Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo (cf. Mt 16,16; Jn 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14. Cf. Decr. Ad gentes, 7; Decr. Unitatis redintegratio, 3). Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios (cf. 1 Tm 2,4); por lo tanto, «es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 9. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 846‑847)”.

El 7 de mayo de 2006, Benedicto XVI, al hablar de la vocación en la Iglesia, decía lo siguiente:

“La vocación cristiana es siempre la renovación de esta amistad personal con Jesucristo, que da pleno sentido a la propia existencia y la hace disponible para el reino de Dios. La Iglesia vive de esta amistad, alimentada por la Palabra y los sacramentos” (Ángelus).

Y, el 29 de abril de 2012, decía:

“El Señor llama siempre, pero muchas veces no lo escuchamos. Estamos distraídos por muchas cosas, por otras voces más superficiales; y luego tenemos miedo de escuchar la voz del Señor, porque pensamos que puede quitarnos nuestra libertad. En realidad, cada uno de nosotros es fruto del amor: ciertamente, del amor de los padres, pero, más profundamente, del amor de Dios. La Biblia dice: aunque tu madre no te quisiera, yo te quiero, porque te conozco y te amo (cf. Is 49, 15). En el momento que me doy cuenta de este amor, mi vida cambia: se convierte en una respuesta a este amor, más grande que cualquier otro, y así se realiza plenamente mi libertad” (Ángelus).

Estos textos del magisterio de la Iglesia nos pueden ayudar a centrar cada vez más nuestra vida en Cristo, porque sólo en Él encontraremos la salvación. Al mismo tiempo, crecerá nuestro amor a la Esposa de Cristo, la Iglesia, que subsiste solamente en la Iglesia Católica. Y pediremos al Señor, Buen Pastor, que conceda su gracia (como de hecho lo hace) a todos los hombres, para que todos los elegidos lleguemos a formar parte de su rebaño. Lo hacemos con la Oración Colecta de la Misa del Domingo Cuarto de Pascua:

“Omnipotens sempiterne Deus, deduc nos ad societatem caelestium gaudiorum, ut eo perveniat humilitas gregis, quo processit fortitudo pastoris”. “Dios todopoderoso y eterno, que has dado a tu Iglesia el gozo inmenso de la resurrección de Jesucristo, concédenos también la alegría eterna del reino de tus elegidos, para que así el débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de Pastor. Él, que vive y reina contigo”.

sábado, 18 de abril de 2015

Misericordia de Dios y arrepentimiento de nuestros pecados

Los textos de la Liturgia de la Palabra del Domingo III de Pascua son los siguientes: Hch 3,13-15. 17-19; 1 Jn 2,1-5; Lc 24,35-48. Todos presentan un rasgo común: señalar claramente que para unirnos a Cristo Resucitado, recibir la Misericordia de Dios y participar en la Vida Nueva que ha inaugurado con su Resurrección, es necesaria nuestra respuesta personal: la fe y la conversión.

Virgen de la Misericordia. Se veneró en el templo
del Convento de San Felipe de Jesús,
de religiosas capuchinas de la Ciudad de México.

Es decir, no basta confiar en el Amor Misericordioso de Dios, que se ha manifestado en el Misterio Pascual (Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión de Cristo a los Cielos); sino que cada hombre, libre y responsablemente, ha de aceptar la Redención obrada por Cristo.

Esto se lleva a cabo por medio de la Fe y el Bautismo. Así nos conformamos con Cristo y participamos de su filiación divina, siendo también nosotros hijos de Dios y herederos de la Gloria. Pero, además, para mantener la amistad con Dios, hemos de no poner obstáculos a la acción santificadora del Espíritu Santo, que infunde en nosotros el Amor de Dios.

Sólo el pecado es el verdadero obstáculo para impedir que la gracia del Espíritu Santo nos santifique más y más.

Por eso es necesaria la conversión y el arrepentimiento. En las tres lecturas lo vemos claro.

En la Primera Lectura, Pedro toma la palabra, en uno de sus discursos que nos narra San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: después de hablarles a los judíos del gran pecado que han cometido llevando a Jesús a la muerte, les dice: “Por lo tanto, arrepiéntanse y conviértanse para que se les perdonen sus pecados”.

Sólo así podrán recibir el Bautismo y recibir todo el Amor y la Misericordia de Dios.

De la misma manera, en la Segunda Lectura de la Misa, Juan comienza por decir a sus interlocutores: “Les escribo esto para que no pequen”; y les explica cómo Jesús se ofreció a sí mismo como víctima de expiación por nuestros pecados. Pero les hace ver que sólo podremos decir que conocemos verdaderamente a Dios si cumplimos sus mandamientos (es decir, si luchamos seriamente por evitar el pecado en nuestras vidas). Porque si no, somos unos mentirosos. No basta con decir “Señor, Señor”. Hay que cumplir los mandamientos de Dios. Si vivimos en la verdad, entonces el amor de Dios llegará a su plenitud en nosotros, “y precisamente en esto conocemos que estamos unidos a él”.

Por último, en el Evangelio de la Misa, Lucas nos relata la aparición de Jesús a sus discípulos, en el Cenáculo, el día de su Resurrección, justo después de los dos discípulos de Emaús han vuelto a Jerusalén, al atardecer, y han contado a los apóstoles que han visto al Señor.

Jesús “se presentó Jesús en medio de ellos” y, de diferentes modos, busca convencerles de que no es un fantasma, sino él mismo. Les enseña sus llagas, les pide que lo toquen, les pide de comer, y come delante de ellos.

Benedicto XVI comenta así este texto: “En este y en otros relatos se capta una invitación repetida a vencer la incredulidad y a creer en la resurrección de Cristo, porque sus discípulos están llamados a ser testigos precisamente de este acontecimiento extraordinario. La resurrección de Cristo es el dato central del cristianismo, verdad fundamental que es preciso reafirmar con vigor en todos los tiempos, puesto que negarla, como de diversos modos se ha intentado hacer y se sigue haciendo, o transformarla en un acontecimiento puramente espiritual, significa desvirtuar nuestra misma fe. "Si no resucitó Cristo -afirma san Pablo-, es vana nuestra predicación, es vana también vuestra fe" (1Co 15, 14)” (Ángelus, 23 de abril de 2006).   

Pero vale la pena fijarse en lo que dice, al final, Jesús a sus discípulos: “Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras y les dijo: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto””.

Jesús insiste, el mismo día de su Resurrección, en la importancia de que sus discípulos prediquen, a todas las naciones, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados.

Si queremos participar de la Vida Eterna, que el Señor nos ofrece, por designio misericordioso del Padre, a todos los hombres, es necesario que nos arrepintamos de nuestros pecados y nos volvamos a Dios.

Eso es lo que sucederá el día del Aviso, según anunció la Virgen a las niñas de Garabandal: todos tendremos la gracia de ver muy claro que Cristo es nuestro Redentor y, si queremos, podremos hacer un acto de fe y un acto de penitencia, arrepintiéndonos de todos nuestros pecados, que veremos de manera muy clara en estos momentos.

El Papa Francisco ha promulgado la Bula "Misericordiae Vultus" que abre el Año Santo de la Misericordia. ¿Será un presagio de que el Aviso ya está muy cerca de nosotros? Vale la pena prepararse a recibir esa Gracia Extraordinaria de Dios, ejercitándonos todos los días en la conversión personal y en la penitencia, para así estar mejor preparados para recibir todo el Amor de Dios que el Espíritu santo desea derramar en nuestros corazones.

Terminamos con la Antífona de la Comunión del Domingo III de Pascua:

“Era necesario que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y que, en su nombre, se exhortara a todos los pueblos el arrepentimiento para el perdón de los pecados. Aleluya”.

> Se pueden ver los siguientes artículos, de Luis Fernando Pérez Bustamante, en InfoCatólica (que se relacionan con lo que hemos expuesto en este post):




sábado, 11 de abril de 2015

Lavados por el Agua, redimidos por la Sangre y regenerados por el Espíritu

Mañana celebramos la Fiesta de la Divina Misericordia, instituida por San Juan Pablo II, que tenía una gran devoción a la Imagen de Jesús de la Misericordia, entregada por el mismo Señor a Santa Faustina Kowalska. Muchas veces, del Papa repetía la jaculatoria: “Jesús, en Ti confío”.


En la Liturgia Tradicional (Tridentina: Rito Extraordinario) este domingo se llamaba “Domingo Quasimodo”, por las primera palabras del Introito: “Quasimodo geniti infantes, rationabiles, sine dolo lac concupiscite”, tomadas de la Primera Carta de San Pedro.

Los bautizados en Pascua eran acogidos con la exhortación de Pedro: "Quasimodo geniti infantes, rationabile sine dolo lac concupiscite, ut in eo crescatis in salutem" – “Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual (en griego: 'logikós', del 'lógos', el Espíritu Santo, que en latín se tradujo por 'rationabilis') pura, a fin de que, por ella, crezcáis para la salvación” (1 Pe 2, 2).

Los bautizados se presentaban revestidos del alba que habían recibido el domingo precedente. Por esta razón, se llamaba también a este domingo "in albis", "en blanco".

Quasimodo se convirtió en nombre de pila, el más célebre de cuyos portadores ha sido el personaje de Victor Hugo, ya que se daba a menudo a los niños el nombre del santo del día o uno de los santos próximos a su día de nacimiento, o el nombre de su domingo de bautismo.

Pero también es digna de mención la Colecta de la Misa: “Deus misericordiae sempiternae, qui in ipso paschalis festi recursu fidem sacratae tibi plebis accendis, auge gratiam quam dedisti, ut digna omnes intellegentia comprehendant, quo lavacro abluti, quo spiritu regenerati, quo sanguine sunt redempti”. “Dios de misericordia infinita, que reafirmas la fe de tu pueblo con el retorno de las fiestas pascuales, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia, para que comprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido. Por nuestro Señor Jesucristo”.

“Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son uno. Y tres son los que dan testimonio en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre; y estos tres concuerdan." (1 Juan 5, 7-8).

En esta oración, le pedimos al Señor que nos haga comprender la grandeza de las acciones salvíficas de Jesucristo, en su Misterio Pascual, que nos ha lavado de nuestros pecados, nos ha comprado a precio de sangre y nos ha regenerado para una Vida Nueva.

Benedicto XVI, en una de sus homilías pascuales, explica muy bien en qué consiste esta Vida Nueva, que hemos recibido por el Bautismo.

“Está claro que este acontecimiento [la Resurrección del Señor] no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la "evolución" y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí. Pero, ¿cómo ocurre esto? ¿Cómo puede llegar efectivamente este acontecimiento hasta mí y atraer mi vida hacia Él y hacia lo alto? La respuesta, en un primer momento quizás sorprendente pero completamente real, es la siguiente: dicho acontecimiento me llega mediante la fe y el bautismo. Por eso el Bautismo es parte de la Vigilia pascual, como se subraya también en esta celebración con la administración de los sacramentos de la iniciación cristiana a algunos adultos de diversos países. El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy diverso de un acto de socialización eclesial, de un ritual un poco fuera de moda y complicado para acoger a las personas en la Iglesia. También es más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida” (Benedicto XVI, Homilía, 15-IV-2006; las negritas son nuestras).

Cada uno de nosotros, por el Bautismo, podemos incorporarnos a esta Vidas Nueva que Cristo a inaugurado con su Resurrección. El Papa lo comenta de este modo: “"Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20) (…). Esta frase es la expresión de lo que ha ocurrido en el Bautismo. Se me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así, pues, está de nuevo mi yo, pero precisamente transformado, bruñido, abierto por la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia” (ibídem).

Y continúa el Papa Benedicto aclarando los conceptos: “Pero, ¿qué sucede entonces con nosotros? Vosotros habéis llegado a ser uno en Cristo, responde Pablo (cf. Ga 3, 28). No sólo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo. Esta liberación de nuestro yo de su aislamiento, este encontrarse en un nuevo sujeto es un encontrarse en la inmensidad de Dios y ser trasladados a una vida que ha salido ahora ya del contexto del "morir y devenir". El gran estallido de la resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo para atraernos. Quedamos así asociados a una nueva dimensión de la vida en la que, en medio de las tribulaciones de nuestro tiempo, estamos ya de algún modo inmersos. Vivir la propia vida como un continuo entrar en este espacio abierto: éste es el sentido del ser bautizado, del ser cristiano. Ésta es la alegría de la Vigilia pascual. La resurrección no ha pasado, la resurrección nos ha alcanzado e impregnado” (ibídem).

> Se pueden leer también otras homilías pascuales de Benedico XVI en una selección que hace Sandro Magister: Homilías Pascuales I y Homilías Pascuales II.

> Leer también lo que escribe Benedicto XVI en Jesús de Nazaret III, sobre la Resurrección del Señor (para descargar).



sábado, 4 de abril de 2015

Resurrección, Parusía y revelaciones privadas

La Resurrección del Señor, que celebraremos esta noche en la Vigilia Pascual, nos recuerda que Cristo es el primero de los resucitados, y que nosotros también resucitaremos, porque Él nos ha abierto las puertas de la Vida Nueva.


Nuestra resurrección tendrá lugar cuando vuelva el Señor ─afirma el Catecismo de la Iglesia Católica─: “¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39  - 40. 44. 54; Jn 11, 24); "al fin del mundo" (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: "El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar" (1Ts 4, 16)” (CEC, n. 1001).

A propósito de la Resurrección del Señor y de su Segunda Venida, nos parece oportuno recordar algunos principios fundamentales sobre el valor de las revelaciones privadas, como las que recibieron las videntes de Garabandal entre los años 1961 y 1965.

En primer lugar, hay que tener presente lo que afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos” (CEC, n. 66). En este sentido, la función de las revelaciones privadas “no es la de "mejorar" o "completar" la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia” (CEC, n. 67).

San Juan de la Cruz expresa admirablemente esta verdad: "Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra... Porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado a Él todo, dándonos el todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad" (Subida del Monte Carmelo, 2, 22).

Es una llamada para evitar la curiosidad o el afán de novedades que fácilmente se nos puede meter, si no estamos vigilantes.  

También es interesante tener en cuenta lo que dice Benedicto XVI en la Exhortación Apostólica Verbum Domini (30-IX-2010) acerca de las revelaciones privadas las negritas son nuestras): “El valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe; en ella, en efecto, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viva de la Iglesia, Dios mismo nos habla. El criterio de verdad de una revelación privada es su orientación con respecto a Cristo. Cuando nos aleja de Él, entonces no procede ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el Evangelio y no hacia fuera. La revelación privada es una ayuda para esta fe, y se manifiesta como creíble precisamente cuando remite a la única revelación pública. Por eso, la aprobación eclesiástica de una revelación privada indica esencialmente que su mensaje no contiene nada contrario a la fe y a las buenas costumbres; es lícito hacerlo público, y los fieles pueden dar su asentimiento de forma prudente. Una revelación privada puede introducir nuevos acentos, dar lugar a nuevas formas de piedad o profundizar las antiguas. Puede tener un cierto carácter profético (cf. 1Ts 5, 19-21) y prestar una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el presente; de ahí que no se pueda descartar. Es una ayuda que se ofrece pero que no es obligatorio usarla. En cualquier caso, ha de ser un alimento de la fe, esperanza y caridad, que son para todos la vía permanente de la salvación” (VD, n. 14).

Específicamente, respecto al discurso escatológico que Jesús pronunció durante su última semana de vida, en Jerusalén, en el que anuncia el fin del mundo, el retorno del Hijo del Hombre y el Juicio universal, el papa Benedicto XVI dice lo siguiente, relacionándolo con las revelaciones privadas (la cita es larga y densa, pero vale la pena leerla despacio; las negritas son nuestras):

“Llama la atención que este texto esté en gran parte entretejido con palabras del Antiguo Testamento, en particular del Libro de Daniel, pero también de Ezequiel, de Isaías y de otros pasajes de la Escritura. Estos textos están a su vez relacionados entre sí: en situaciones difíciles, las imágenes antiguas son reinterpretadas y desarrolladas ulteriormente; dentro del mismo Libro de Daniel puede observarse un proceso de este estilo, de re-lectura de las mismas palabras en la progresión de la historia. Jesús se adentra en esta forma de «relecture» y, basándose en ello, se puede entender también que la comunidad de los fieles –como hemos ya señalado brevemente– leyera a su vez las palabras de Jesús actualizándolas según las propias situaciones nuevas, conservando naturalmente el mensaje de fondo. Sin embargo, el hecho de que Jesús no hable de las cosas futuras con palabras propias, sino que se refiera a ellas de manera nueva con antiguas palabras proféticas, tiene un sentido más profundo.

Pero primero debemos prestar atención a lo que hay de novedad: el futuro Hijo del hombre, del que había hablado Daniel sin poderle dar un perfil personal (cf. Dn 7, 13s), se identifica ahora con el Hijo del hombre que está hablándoles en el presente a los discípulos. Las palabras apocalípticas de antaño adquieren un carácter personalista: en su centro entra la persona misma de Jesús, que une íntimamente el presente vivido con el futuro misterioso. El verdadero «acontecimiento» es la persona que, a pesar del transcurso del tiempo, sigue estando realmente presente. En esta persona el porvenir está ahora aquí. El futuro, a fin de cuentas, no nos pondrá en una situación distinta de la que ya se ha creado en el encuentro con Jesús.

Así, al centrar las imágenes cósmicas en una persona, en una persona actualmente presente y conocida, el contexto cósmico se convierte en algo secundario, y también la cuestión cronológica pierde importancia: en el desarrollo de las cosas físicamente mensurables, la persona «es», tiene su «tiempo» propio, «permanece».

Esta relativización de lo cósmico, o mejor, su concentración en lo personal, se muestra con especial claridad en la palabra final de la parte apocalíptica: «El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán» (Mc 13, 31). La palabra, casi nada en comparación con el enorme poder del inmenso cosmos material, un soplo del momento en la magnitud silenciosa del universo, es más real y más duradera que todo el mundo material. Es la realidad verdadera y fiable, el terreno sólido sobre el que podemos apoyarnos y que resiste incluso al oscurecerse del sol y al derrumbe del firmamento. Los elementos cósmicos pasan; la palabra de Jesús es el verdadero «firmamento» bajo el cual el hombre puede estar y permanecer.

Esta concentración personalista, más aún, esta transformación de las visiones apocalípticas, que se corresponde sin embargo con la orientación interior de las imágenes veterotestamentarias, es la verdadera especificidad en las palabras de Jesús sobre el fin del mundo: esto es lo que cuenta en este asunto.

Con esto podemos comprender también por qué Jesús no describe el fin del mundo, sino que lo anuncia con palabras ya existentes del Antiguo Testamento. El hablar del futuro con palabras del pasado pone este discurso a resguardo de cualquier vinculación cronológica. No se trata de una nueva formulación de la descripción del porvenir, como sería de esperar de los adivinos, sino de insertar la visión del futuro en la Palabra de Dios, que ya se nos ha dado, y cuya estabilidad por un lado, y sus potencialidades abiertas por otro, resultan de este modo evidentes. Queda claro que la Palabra de Dios de entonces ilumina el futuro en su significado esencial. No ofrece, sin embargo, una descripción del futuro, sino que nos muestra solamente el camino recto para ahora y para el mañana.

Las palabras apocalípticas de Jesús nada tienen que ver con la adivinación. Quieren precisamente apartarnos de la curiosidad superficial por las cosas visibles (cf. Lc 17, 20) y llevarnos a lo esencial: a la vida que tiene su fundamento en la Palabra de Dios que Jesús nos ha dado; al encuentro con Él, la Palabra viva; a la responsabilidad ante el Juez de vivos y muertos” (Jesús de Nazaret II, 3, 2).

Todo esto que afirma el papa Benedicto XVI, nos parece que no descalifica a quienes, tomando pie de la Sagrada Escritura, las revelaciones privadas e incluso de la ciencia de la astronomía sagrada (como hace por ejemplo, con mucha seriedad, Antonio Yagüe en sus escritos y videos; ver su canal deYouTube), procuran desvelar los tiempos y circunstancias de los sucesos relacionados con la Parusía del Señor.

Sin embargo, las palabras del papa sí nos ponen en guardia para evitar la curiosidad superficial, y nos animan a vivir “muy en presente” buscando siempre lo primero: seguir a Jesús muy de cerca con nuestra oración y nuestro sacrificio, nuestra vida de fe, y nuestra participación en su Vida a través de los Sacramentos, especialmente de la Sagrada Eucaristía. Y todo esto, con la imprescindible ayuda de Nuestra Señora, que es nuestra Madre y está cerca de cada uno para protegernos con solicitud maternal.