sábado, 17 de mayo de 2014

"Yo soy el Camino"

El V Domingo de Pascua, en el Ciclo A, nos presenta tres lecturas llenas de contenido para meditar. Todas están centradas en Jesucristo Resucitado. Los apóstoles desean dedicarse a la oración y al ministerio de la Palabra (cfr. Primera Lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles), para poner en el centro del mundo la Piedra Angular que desecharon los constructores, es decir, Jesucristo (cfr. Segunda Lectura, tomada de la Primera Carta de San Pedro), convencidos de que Cristo es el Camino para llegar al Padre (Evangelio, tomado del Evangelio de San Juan). 

Los discípulos de Emaús (Caravaggio, 1606)

En el capítulo 14 de su Evangelio, San Juan nos relata una conversación del Señor con sus apóstoles, en el clima de la Última Cena. Jesús les anuncia su próxima partida al Padre. Tomás, con gran franqueza y confianza, le dice que no saben dónde va y, por lo tanto, tampoco pueden conocer el camino hacia el Padre. Por su parte, Felipe le pregunta al Señor cuál es su relación con el Padre. 

Jesús revela su íntima unión con el Padre: “el Padre y yo somos uno”. Y les deja claro que Él es el Camino para llegar al Padre. 

A partir de esta revelación, profundizada cada vez más por la Iglesia naciente, los primeros cristianos ponen en el centro de su vida a Jesucristo, como Único Camino para llegar al Padre, a Dios. El Señor es el Camino, la Verdad y la Vida. Lo es Todo. En Jesús están todos los ideales. Como dice San Juan de la Cruz: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en El, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad» (Súbida al Monte Carmelo, 2, 22). 

Los apóstoles quieren dedicarse al “ministerio de la Palabra”, a predicar a Jesucristo, y a éste Crucificado, como dice San Pablo

En uno de sus sermones, San Agustín alentaba a los que le escuchaban a seguir por el buen Camino: Jesucristo. «Hízose hombre para sernos camino. Siguiendo el camino de su humanidad, llegarás a la divinidad. Él te conduce a El mismo. No andes buscando por dónde ir a él fuera de él... Hízose, pues, camino por dónde ir. No te diré por ende: busca el camino. El camino mismo es quien viene a ti. ¡Levántate y anda! Anda con la conducta, no con los pies. Muchos andan bien con los pies y mal con la conducta. Y aún hay los hay que andan bien, pero fuera del camino... Corren bien, más no por el Camino, y cuanto más andan, más se extravían, pues se alejan más del Camino... Preferible, sin duda, es ir por el camino, aun cojeando, a ir bravamente fuera del camino» (San Agustín, Sermón 141). 

Blas Pascal, el gran matemático, escribió que «en Jesucristo se resuelven todas las contradicciones» (Pensamientos, n. 684). Y también: «La Escritura dice que Dios es un Dios escondido y que, después de la corrupción de la naturaleza, dejó a los hombres en una oscuridad de la que no pueden salir más que por obra de Jesucristo, fuera del cual se ha suprimido toda comunicación con Dios» (Pensamientos, n. 242). «No solamente conocemos a Dios más que por Jesucristo, sino que ni siquiera nos conocemos a nosotros mismos más que mediante Jesucristo. Sin Jesucristo no sabemos ni qué es nuestra muerte, ni qué es nuestra vida, ni Dios ni nosotros mismos» (Pensamientos, n. 548). 

San Juan Pablo II resumía así la herencia que nos dejó el Jubileo del Año 2000: “Si quisiéramos individuar el núcleo esencial de la gran herencia que nos deja, no dudaría en concretarlo en la contemplación del rostro de Cristo: contemplado en sus coordenadas históricas y en su misterio, acogido en su múltiple presencia en la Iglesia y en el mundo, confesado como sentido de la historia y luz de nuestro camino” (Novo Millenio Ineunte, n. 15). 

"Yo ya no vivo, sino que Cristo vive en mi" (Gal 2,20). «Desde hace más de mil novecientos años conocen los bautizados estas diez palabras, que constituyen un programa y una garantía para la felicidad en el Cielo (...). "Cristo vive en mi" significa: Cristo vive en mi lugar y yo no vivo sólo como El sino en Su lugar. La gracia divina y mi respuesta libre son necesarias para que vivamos: Él y yo, consummati in unum» (Peter Berglar). 

Pero ¿cómo podemos vivir en Cristo, ahora, dos mil años después de su Encarnación? La respuesta es: por la gracia del Espíritu Santo, que se da en abundancia, a través de los Sacramentos…, y mi respuesta libre

Antes de Pentecostés Cristo se hallaba con los suyos “ante” los hombres. Entre unos y otros si abría un abismo. Los hombres no habían comprendido a Cristo, no le habían hecho “suyo” aún. El hecho de Pentecostés modifica totalmente esta relación. Cristo, su persona, su vida y su acción redentora se le hacen al hombre “cosa suya” y le son “abiertas”. Los hombres son ahora por primera vez “cristianos”. Pentecostés es la hora del nacimiento de la fe cristiana, entendida como “ser en Cristo”; no por simple “vivencia religiosa”, sino como obra del Espíritu Santo. El concepto del “en” cristiano es la categoría pneumática fundamental. Sólo al Espíritu de Dios le compete escudriñar “hasta las profundidades de Dios” (1 Cor 2,10). El Padre y el Hijo son uno en el Espíritu, como en un amor personal, y por el Espíritu recibe también Cristo el carácter gracias al cual Él puede ser de los hombres y los hombres de Él (...) (cfr. Romano Guardini, La esencia del cristianismo, Madrid 1964, pp. 72-77). 

Terminamos con unas palabras de nuestro querido Benedicto XVI, en una de sus catequesis sobre San Pablo (del 3 de septiembre de 2008): “Sólo somos cristianos si nos encontramos con Cristo. Ciertamente no se nos muestra de esa forma irresistible, luminosa, como hizo con san Pablo para convertirlo en Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros podemos encontrarnos con Cristo en la lectura de la sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos. Así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad. Por tanto oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia y para que así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de renovar el mundo”. 

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