Continuamos con la exposición que hace Santo Tomás de Aquino de los dones del Espíritu Santo. Después de haber tratado sobre el don de entendimiento y del don de ciencia, aborda el don que suele colocarse al final de la lista: el don de temor.
EL DON DE TEMOR
(S. Th. II-II. q. 19)
Pasamos ahora a tratar el tema del don de
temor. Sobre ese tema se plantean doce problemas:
- ¿Debe temerse a Dios?
- División del temor en filial, inicial, servil y mundano.
- ¿El temor mundano, ¿es siempre malo?
- ¿El temor servil, ¿es bueno?
- ¿El temor servil, ¿se identifica sustancialmente con el filial?
- ¿Al sobrevenir la caridad, ¿queda excluido el temor servil?
- ¿El temor, ¿es principio de la sabiduría?
- ¿El temor inicial, ¿es sustancialmente lo mismo que el filial?
- ¿El temor, ¿es don del Espíritu Santo?
- ¿Disminuye al crecer la caridad?
- ¿Permanece en la patria?
- ¿Qué le corresponde entre las bienaventuranzas y los frutos?
ARTÍCULO 1
¿Puede ser temido Dios?
Contra esto [es decir, contra las
objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el testimonio del
profeta: ¿Quién no te temerá, rey de las naciones? (Jr 10, 7), y este otro: Si
yo soy el Señor, ¿dónde está mi temor? (Ml 1, 6).
Respondo: Así como la esperanza tiene doble
objeto: el bien futuro, cuya consecución se espera, y el auxilio de alguien por
el que se espera conseguir ese bien, el temor puede tener doble objeto: el mal
mismo del que huye el hombre, y aquello de lo que puede provenir el mal. Pues
bien, Dios, que es la bondad misma, no puede ser objeto de temor del primer
modo. Del segundo, en cambio, puede serlo, en cuanto que de Él o con respecto a
Él nos puede amenazar algún mal. De Dios, en verdad, nos puede sobrevenir el
mal de pena, que no es mal absoluto, sino mal relativo y bien absoluto.
Efectivamente, dado que el bien dice orden al fin y el mal conlleva la
privación de ese orden, es mal absoluto lo que excluye totalmente el orden al
fin último, cual es el mal de culpa. El mal de pena, en cambio, es ciertamente
un mal, en cuanto priva de un bien particular; pero en absoluto es bien, en
cuanto que está dentro del orden al fin último. Mas con relación a Dios nos
puede sobrevenir el mal de culpa si nos separamos de Él. Bajo este aspecto,
Dios puede y debe ser temido.
ARTÍCULO 2
¿Es adecuada la división del temor en
filial, inicial, servil y mundano?
Contra esto [es decir, contra las
objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está la autoridad del
Maestro.
Respondo: Aquí tratamos del temor en cuanto
que de algún modo nos conduce a convertirnos a Dios o nos apartamos de El. Dado
que, efectivamente, el objeto del temor es el mal, el hombre se aparta a veces
de Dios por los males que teme, y este temor recibe el nombre de
"humano" o "mundano". Otras, en cambio, el hombre se convierte
a Dios y se une a Él por el mal que teme. Y este tipo de mal es doble, a saber:
el mal de pena y el de culpa. Por lo tanto, si se convierte a Dios y se une a
El por el temor de pena, tenemos el temor servil; pero si lo hace por el temor
de culpa, será el temor filial, pues es propio de los hijos temer la ofensa del
padre. Pero si se teme por los dos, es el temor inicial, el cual está entre los
dos. Si se puede temer el mal de culpa, es tema que se estudió en su lugar (1-2
q.42 a.3) al tratar de la pasión del temor.
ARTÍCULO 3
¿Es siempre malo el temor mundano?
Contra esto [es decir, contra las
objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está lo que dice el Señor:
No temáis a quienes matan el cuerpo (Mt 10, 28), y con esas palabras se proscribe
el temor mundano. Pues bien, nada que no sea malo está divinamente prohibido.
Luego el temor mundano es malo.
Respondo: Como ya hemos probado (1-2 q.18
a.2; q.54 a.2), los actos morales y los hábitos se especifican y reciben el
nombre por los objetos. Ahora bien, el objeto propio del movimiento apetitivo
es el bien final; por eso, todo movimiento del apetito sensitivo recibe del
propio fin su especie y su nombre. En efecto, si alguien llamara a la codicia
amor al trabajo, porque los hombres trabajan por codicia, no le daría el nombre
adecuado, pues los codiciosos no buscan el trabajo como fin, sino como medio,
ya que como fin buscan las riquezas. Por eso la codicia se denomina rectamente
deseo o amor de las riquezas, lo cual es un mal. En el mismo sentido se llama
propiamente amor mundano aquel por el que uno se apega al mundo como fin
último; y así, el amor mundano siempre es malo. Pero el temor nace del amor, ya
que el hombre teme perder lo que ama, como demuestra San Agustín en el libro
Octog. trium quaest. Y por eso el temor mundano procede del amor mundano como
de una raíz mala, y por eso es siempre malo.
ARTÍCULO 4
¿Es bueno el temor servil?
Contra esto [es decir, contra las
objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el hecho de que ningún
mal proviene del Espíritu Santo, porque comentando la Glosa el texto no habéis
recibido el espíritu de servidumbre (Rm 8, 15), escribe: Un mismo Espíritu es
quien engendra dos temores, el servil y el casto. Luego el temor servil no es
malo.
Respondo: El temor servil es malo por su
servilismo, ya que la servidumbre se opone a la libertad. Por eso, siendo libre
el que es causa de sí mismo, como se escribe en el comienzo de los Metafísicas,
es siervo quien actúa no por sí mismo, sino como movido desde fuera por otro.
Ahora bien, todo el que actúa por amor, lo hace como por sí mismo, ya que se
mueve a ello por propia inclinación. Por eso, el obrar por amor va contra el
servilismo. En consecuencia, el temor servil, en cuanto servil, se opone a la
caridad.
Por tanto, si el servilismo fuera esencial
al temor, el temor servil sería absolutamente malo, como es absolutamente malo
el adulterio, porque entraña en su esencia oponerse a la caridad. Mas el temor
servil no entraña esencialmente el servilismo, como tampoco la fe informe
entraña en su esencia la informidad. Y esto es así porque el hábito o el acto
moral se especifica por el objeto. Ahora bien, el objeto del temor servil es la
pena, a la cual es accidental que el bien contrario a ella sea amado como último
fin, y por lo mismo pasa a ser temida como el mal principal, hecho que se da en
quien no tiene caridad. Puede, asimismo, suceder que el bien vaya ordenado a
Dios como fin y que, por consiguiente, la pena no sea temida como mal
principal, fenómeno que acontece en quien tiene caridad. En realidad, la
especie del hábito no se pierde por la orientación del objeto o del fin a otro
fin superior. Por eso el temor servil es sustancialmente bueno; el servilismo,
en cambio, malo.
ARTÍCULO 5
¿Se identifican sustancialmente el temor
servil y el filial?
Contra esto [es decir, contra las
objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está lo que escribe San
Agustín en Super prim. Canonic. Ioann. Hay dos temores, uno servil y otro
filial o casto.
Respondo: El objeto propio del temor es el
mal. Y dado que, como se ha demostrado (1-2 q.18 a.5; q.54 a.2), los hábitos se
distinguen por los objetos, es preciso que por la diversidad de males se
diferencien específicamente los temores. Pues bien, específicamente se
diferencian el mal de pena que rehúye el temor servil, y el de culpa del cual
se aleja el filial, como hemos visto (1 q.48 a.5). Es, pues, evidente que el
temor filial y el servil no son sustancialmente idénticos, sino específicamente
diferentes.
ARTÍCULO 6
¿Permanece el temor servil con la
caridad?
Contra esto [es decir, contra las
objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el hecho de que, como
ya hemos dicho (a.4), el temor servil es un don del Espíritu Santo. Pero los
dones del Espíritu Santo no desaparecen cuando sobreviene la caridad por la
cual habita el Espíritu Santo en nosotros. El temor servil, pues, no desaparece
al llegar la caridad.
Respondo: El temor servil tiene por causa
el amor de sí mismo, porque es el temor de pena, detrimento del propio bien.
Por eso, en la misma medida en que el temor de pena puede coexistir con la
caridad, en esa misma coexiste el amor de sí mismo, pues por el mismo motivo
desea el hombre su propio bien y teme su privación. Ahora bien, el amor de sí
mismo se puede relacionar con la caridad de tres maneras: La primera, se opone
a ella al poner el fin en el amor del bien propio. Otra: el amor de sí mismo va
incluido en la caridad, hecho que sucede cuando el hombre se ama a sí mismo por
Dios y en Dios. Por último, el amor se distingue ciertamente de la caridad,
pero sin contrariarla; por ejemplo, cuando uno se ama a sí mismo en razón de su
propio bien, pero sin poner en él su fin. Asimismo, respecto del prójimo puede
darse un amor especial, además del amor de caridad, que se apoya en Dios,
cuando el prójimo es amado, bien por motivos de consanguinidad, bien por alguna
otra cualidad humana susceptible de ser ordenada a la caridad.
Por lo tanto, el temor de pena puede
relacionarse también con la caridad de tres maneras. Primera: separarse de
Dios; es una pena que rehuye grandemente la caridad. Y esto pertenece al amor
casto. Segunda: contrariando a la caridad. En este caso se rehúye la pena
contraria al bien propio natural como principal mal, contrario al bien que se
ama como fin. En este sentido, el temor de pena no es compatible con la
caridad. Tercera: el temor de pena se distingue sustancialmente del temor
casto. Es decir, el hombre tiene el temor de pena no por razón de la separación
de Dios, sino por ser nocivo para el bien propio. Sin embargo, tampoco pone en
ese bien su fin, y, por lo mismo, tampoco lo teme como mal principal. Este
temor de pena puede coexistir con la caridad, como hemos demostrado (a.2 ad 4;
a.4). Por eso, en cuanto servil, no permanece con la caridad, pero la sustancia
del temor servil puede coexistir con ella, lo mismo que el amor propio.
ARTÍCULO 7
¿Es el temor principio de la sabiduría?
Contra esto [es decir, contra las
objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el testimonio del salmo
110, 10: El principio de la sabiduría es el temor de Dios.
Respondo: Del principio de la sabiduría se
puede hablar de dos maneras. Una: por ser principio de la sabiduría en su
esencia; la otra, en cuanto a su efecto. Como el principio del arte, en cuanto
a su esencia, son los principios de que procede, y en cuanto a su efecto es el
punto de partida de la realización del trabajo artístico. Así decimos que el
principio del arte de edificar son los cimientos, porque en ellos comienza el
albañil a trabajar.
Siendo la sabiduría, como luego diremos
(q.45, a.1), conocimiento de las cosas divinas, nosotros --los teólogos-y los
filósofos la consideramos de manera diferente. Ya que, efectivamente, nuestra
vida está ordenada y se dirige a la fruición de Dios por cierta participación
de la naturaleza divina que nos confiere la gracia, los teólogos consideramos
esa sabiduría no sólo como mero conocimiento de Dios, como lo hacen los
filósofos, sino también como orientadora de la vida humana, que se dirige no
sólo por razones humanas, sino también por razones divinas, como enseña San
Agustín en XII De Trin. Por lo tanto, el principio de la sabiduría, en su
esencia, lo constituyen los primeros principios de la sabiduría, que son los
artículos de la fe. Bajo este aspecto se dice que el principio de la sabiduría
es la fe. Pero, en cuanto a su efecto, el principio de la sabiduría es el punto
de partida del que arranca su operación. En este sentido, el principio de la
sabiduría es el temor, aunque lo son de manera diferente el temor servil y el
filial. El temor servil lo es como principio que dispone para la sabiduría
desde fuera: por el temor de la pena se retrae uno del pecado, y esto le
habilita para el efecto de la sabiduría, según se lee en la Escritura: El temor
del Señor aleja el pecado (Si 1, 27). El temor casto o filial, en cambio, es
principio de la sabiduría como primer efecto suyo. En efecto, dado que
corresponde a la sabiduría regular la vida humana por razones divinas, se habrá
de tomar el principio de aquello que lleve al hombre a reverenciar a Dios y
someterse a El; así, como consecuencia de ese temor, se regulará en todo según
Dios.
ARTÍCULO 8
¿Difiere sustancialmente el temor
inicial del temor filial?
Contra esto [es decir, contra las
objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el hecho de que lo
perfecto y lo imperfecto no se diversifican sustancialmente. Ahora bien, el
temor inicial y el filial se diferencian por la perfección o imperfección de la
caridad, como se ve por San Agustín en Super. prim. Canonic. Ioan. Luego el
temor inicial no es sustancialmente distinto del filial.
Respondo: El temor inicial se llama así por
ser el principio. Pero dado que tanto el temor servil como el inicial son de
alguna manera principio de la sabiduría, a los dos se les puede llamar en
cierto modo inicial. No es, sin embargo, ésta la acepción del concepto inicial
por el que se distingue el temor servil del filial. La acepción está tomada en
el sentido de lo que atañe al estado de principiantes, en quienes, con el
comienzo de la caridad, se introduce cierto temor filial, pero sin que haya en
ellos un temor filial perfecto, porque no han llegado aún a la perfección de la
caridad. Por eso el temor filial inicial se relaciona con el filial como la
caridad imperfecta con la perfecta. Pero la caridad imperfecta y la perfecta no
difieren esencialmente, sino sólo según el estado. Por eso hay que decir
también que el temor inicial, en el sentido en que está tomado aquí, no se
diferencia esencialmente del filial.
ARTÍCULO 9
¿Es don del Espíritu Santo el temor?
Contra esto [es decir, contra las
objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el hecho de que en la
Escritura el temor está enumerado entre los siete dones del Espíritu Santo (Is
11, 3).
Respondo: Como ya hemos expuesto (a.2), el
temor es múltiple. Pero, según escribe San Agustín en el libro De gratia et
lib. arb., el temor humano no es don de Dios, pues con ese temor negó San Pedro
a Cristo, sino el temor del que se ha escrito: Temed a quien puede echar en el
infierno alma y cuerpo (Mt 10, 28). De la misma manera, tampoco se ha de contar
el temor servil entre los siete dones del Espíritu Santo, aunque provenga de
él. En realidad, como afirma San Agustín en el libro De nat. et gratia, puede
llevar aneja voluntad de pecar, mientras que los dones del Espíritu Santo no
pueden coexistir con voluntad de pecar, ya que, como hemos expuesto (1-2 q.68
a.5), no se dan sin caridad. De aquí se sigue, por lo tanto, que el temor de
Dios enumerado entre los siete dones del Espíritu Santo es el temor filial o el
casto. Efectivamente, dijimos en otra ocasión (1-2 q.68 a.1 y 3) que los dones
del Espíritu Santo son ciertas perfecciones habituales de las potencias del
alma por las que éstas se tornan dóciles a su moción, como las potencias
apetitivas, por la razón, se tornan dóciles para las virtudes morales. Ahora
bien, para que un ser esté en buenas condiciones de movilidad con relación a su
motor, se requiere, lo primero, que le esté sometido y sin resistencia, pues la
resistencia ofrece obstáculos al movimiento. Y esto hace en realidad el temor
filial o casto, ya que por el mismo reverenciamos a Dios y huimos no someternos
a Él. Por eso precisamente el temor filial tiene como el primer lugar, en escala
ascendente, entre los dones del Espíritu Santo, y el último en la escala
descendente, como expone San Agustín en el libro De serm. Dom. in monte.
ARTÍCULO 10
¿Disminuye el temor al crecer la
caridad?
Contra esto [es decir, contra las
objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está lo que dice San Agustín
en el libro Octog. trium quaest.: El temor de Dios no ya incoa, sino
perfecciona la sabiduría, es decir, la que ama intensamente a Dios y al prójimo
como a sí mismo .
Respondo: Como ya hemos expuesto (a.2), el
temor de Dios es doble: el filial, con que se teme su ofensa o su separación, y
el servil, con que se teme la pena. Ahora bien, el temor filial debe crecer al
aumentar la caridad, como aumenta el efecto al aumentar la causa. En realidad,
cuanto más se ama a otro, tanto más se teme ofenderle y apartarse de él. El
temor servil, por su parte, pierde del todo su servilismo cuando llega la
caridad, pero permanece sustancialmente el temor de la pena, como ya hemos
expuesto (a.6). Y este temor disminuye al crecer la caridad, sobre todo en
cuanto a su acto, pues cuanto más se ama a Dios, menos se teme la pena. En
primer lugar, porque se presta menos atención al propio bien, al cual se opone
la pena. En segundo lugar, porque cuanto más firme es la unión, tanto mayor es
la confianza en el premio, y por lo tanto, menos se teme la pena.
ARTÍCULO 11
¿Permanece en la patria el temor?
Contra esto [es decir, contra las
objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el testimonio del
salmo: El temor santo de Dios permanece por los siglos (Sal 19, 10).
Respondo: En la patria no habrá de ningún
modo temor servil, que es el temor de pena. Este temor queda, en verdad,
excluido por la seguridad de la bienaventuranza eterna, seguridad que, como
hemos dicho (q.18 a.3; 1-2 q.5 a.4), es de su misma esencia. Mas el temor
filial, como aumenta al aumentar la caridad, se perfeccionará también con la
caridad perfecta. Por eso no tendrá en la patria exactamente el mismo acto que
ahora.
Para evidenciar esto es de saber que el
objeto del temor es el mal posible, como el de la esperanza lo es el bien
posible. Mas siendo el movimiento del temor una como huida, el temor implica la
huida de un mal arduo posible, pues los males pequeños no infunden temor. Por
otra parte, como el bien de cada cosa radica en permanecer en su orden, así su
mal radica en abandonarlo. Pues bien, el orden de la criatura racional consiste
en someterse a Dios y dominar sobre las demás criaturas. De ahí que, como el
mal de la criatura racional está en someterse a otra inferior por amor, su mal
consiste también en no someterse a Dios sublevándose con presunción contra El o
despreciándole. Este mal es posible en la criatura racional considerada en su
esencia, dada la volubilidad de su libre albedrío; pero en los bienaventurados
es imposible por la perfección de la gloria. En consecuencia, la huida del mal,
que consiste en no someterse a Dios, existirá en la patria como posible a la
naturaleza, pero imposible a la bienaventuranza. En la tierra, en cambio, la
huida de este mal es totalmente posible.
Por eso, comentando San Gregorio en XVII
Moral, las palabras de Jb 26, 11: Las columnas del cielo se tambalean y se
estremecen a una amenaza tuya, escribe: Las virtudes mismas del cielo, que le
miran sin cesar, se abaten en esa contemplación. Pero ese temblor, para que no
les sea penal, no es de temor, sino de admiración, es decir, admiran a Dios,
que existe sobre ellas y les es incomprensible. San Agustín, por su parte, en
este mismo sentido, pone en XIV De civ. Dei el temor en la patria, aunque con
cierta duda: Ese temor casto, que permanece por los siglos de los siglos, si es
que ha de existir en el siglo advenidero, no será el temor que hace temblar
ante el mal que puede sobrevenir, sino el que se afirma en el bien que no se
puede perder. Pues donde está el amor inmutable del bien conseguido, sin duda,
si cabe hablar así, está seguro el temor del mal que se ha de evitar. Pues con
el nombre de temor casto se significa la voluntad con la que por necesidad no
pecamos, y esto no con la preocupación de la flaquera de si acaso pecaremos,
sino con la tranquilidad de la caridad para evitar el pecado. O si allí no
puede haber temor de ningún género, tal vez se ha llamado temor que permanece
por los siglos de los siglos, porque permanecerá aquello a lo que el mismo
temor conduce.
ARTÍCULO 12
¿Es la pobreza de espíritu la
bienaventuranza que corresponde al don de temor?
Contra esto [es decir, contra las
objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el testimonio de las
palabras de San Agustín en el libro De serm. Dom.: El temor del Señor conviene
a los humildes, de quienes se dice: Bienaventurados los pobres de espíritu.
Respondo: Al temor corresponde con
propiedad la pobreza de espíritu. Pues dado que incumbe al temor filial
reverenciar a Dios y estarle sometido, corresponde al don de temor lo que es
consecuencia de esa sumisión. Mas por el hecho de someterse a Dios deja el
hombre de buscar la grandeza en sí mismo o en otra cosa que no sea Dios, porque
estaría en pugna con la sumisión perfecta (a Él debida). Por eso se dice en el
salmo 19, 8: Estos en carros, aquellos en corceles; mas nosotros en el nombre
de nuestro Dios seremos fuertes. De ahí que, por el hecho de temer
perfectamente a Dios, el hombre deja de engreírse en sí mismo por soberbia y de
engrandecerse con bienes exteriores, es decir, con honores y riquezas. Lo uno y
lo otro atañe a la pobreza de espíritu, que puede entenderse como el
aniquilamiento del espíritu hinchado y soberbio, en expresión de San Agustín en
De serm. Dom. Puede entenderse también como el desprecio de lo temporal, que se
hace en espíritu, o sea, por propia voluntad bajo la moción del Espíritu Santo,
como exponen San Ambrosio y San Jerónimo.
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