sábado, 6 de junio de 2015

El don de temor de Dios

Continuamos con la exposición que hace Santo Tomás de Aquino de los dones del Espíritu Santo. Después de haber tratado sobre el don de entendimiento y del don de ciencia, aborda el don que suele colocarse al final de la lista: el don de temor.


EL DON DE TEMOR
(S. Th. II-II. q. 19)

 Pasamos ahora a tratar el tema del don de temor. Sobre ese tema se plantean doce problemas:
  1. ¿Debe temerse a Dios?
  2. División del temor en filial, inicial, servil y mundano.
  3. ¿El temor mundano, ¿es siempre malo?
  4. ¿El temor servil, ¿es bueno?
  5. ¿El temor servil, ¿se identifica sustancialmente con el filial?
  6. ¿Al sobrevenir la caridad, ¿queda excluido el temor servil?
  7. ¿El temor, ¿es principio de la sabiduría?
  8. ¿El temor inicial, ¿es sustancialmente lo mismo que el filial?
  9. ¿El temor, ¿es don del Espíritu Santo?
  10. ¿Disminuye al crecer la caridad?
  11. ¿Permanece en la patria?
  12. ¿Qué le corresponde entre las bienaventuranzas y los frutos?
 ARTÍCULO 1

¿Puede ser temido Dios?

Contra esto [es decir, contra las objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el testimonio del profeta: ¿Quién no te temerá, rey de las naciones? (Jr 10, 7), y este otro: Si yo soy el Señor, ¿dónde está mi temor? (Ml 1, 6).

Respondo: Así como la esperanza tiene doble objeto: el bien futuro, cuya consecución se espera, y el auxilio de alguien por el que se espera conseguir ese bien, el temor puede tener doble objeto: el mal mismo del que huye el hombre, y aquello de lo que puede provenir el mal. Pues bien, Dios, que es la bondad misma, no puede ser objeto de temor del primer modo. Del segundo, en cambio, puede serlo, en cuanto que de Él o con respecto a Él nos puede amenazar algún mal. De Dios, en verdad, nos puede sobrevenir el mal de pena, que no es mal absoluto, sino mal relativo y bien absoluto. Efectivamente, dado que el bien dice orden al fin y el mal conlleva la privación de ese orden, es mal absoluto lo que excluye totalmente el orden al fin último, cual es el mal de culpa. El mal de pena, en cambio, es ciertamente un mal, en cuanto priva de un bien particular; pero en absoluto es bien, en cuanto que está dentro del orden al fin último. Mas con relación a Dios nos puede sobrevenir el mal de culpa si nos separamos de Él. Bajo este aspecto, Dios puede y debe ser temido.

ARTÍCULO 2

¿Es adecuada la división del temor en filial, inicial, servil y mundano?

Contra esto [es decir, contra las objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está la autoridad del Maestro.

Respondo: Aquí tratamos del temor en cuanto que de algún modo nos conduce a convertirnos a Dios o nos apartamos de El. Dado que, efectivamente, el objeto del temor es el mal, el hombre se aparta a veces de Dios por los males que teme, y este temor recibe el nombre de "humano" o "mundano". Otras, en cambio, el hombre se convierte a Dios y se une a Él por el mal que teme. Y este tipo de mal es doble, a saber: el mal de pena y el de culpa. Por lo tanto, si se convierte a Dios y se une a El por el temor de pena, tenemos el temor servil; pero si lo hace por el temor de culpa, será el temor filial, pues es propio de los hijos temer la ofensa del padre. Pero si se teme por los dos, es el temor inicial, el cual está entre los dos. Si se puede temer el mal de culpa, es tema que se estudió en su lugar (1-2 q.42 a.3) al tratar de la pasión del temor.

ARTÍCULO 3

¿Es siempre malo el temor mundano?

Contra esto [es decir, contra las objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está lo que dice el Señor: No temáis a quienes matan el cuerpo (Mt 10, 28), y con esas palabras se proscribe el temor mundano. Pues bien, nada que no sea malo está divinamente prohibido. Luego el temor mundano es malo.

Respondo: Como ya hemos probado (1-2 q.18 a.2; q.54 a.2), los actos morales y los hábitos se especifican y reciben el nombre por los objetos. Ahora bien, el objeto propio del movimiento apetitivo es el bien final; por eso, todo movimiento del apetito sensitivo recibe del propio fin su especie y su nombre. En efecto, si alguien llamara a la codicia amor al trabajo, porque los hombres trabajan por codicia, no le daría el nombre adecuado, pues los codiciosos no buscan el trabajo como fin, sino como medio, ya que como fin buscan las riquezas. Por eso la codicia se denomina rectamente deseo o amor de las riquezas, lo cual es un mal. En el mismo sentido se llama propiamente amor mundano aquel por el que uno se apega al mundo como fin último; y así, el amor mundano siempre es malo. Pero el temor nace del amor, ya que el hombre teme perder lo que ama, como demuestra San Agustín en el libro Octog. trium quaest. Y por eso el temor mundano procede del amor mundano como de una raíz mala, y por eso es siempre malo.

ARTÍCULO 4

¿Es bueno el temor servil?

Contra esto [es decir, contra las objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el hecho de que ningún mal proviene del Espíritu Santo, porque comentando la Glosa el texto no habéis recibido el espíritu de servidumbre (Rm 8, 15), escribe: Un mismo Espíritu es quien engendra dos temores, el servil y el casto. Luego el temor servil no es malo.

Respondo: El temor servil es malo por su servilismo, ya que la servidumbre se opone a la libertad. Por eso, siendo libre el que es causa de sí mismo, como se escribe en el comienzo de los Metafísicas, es siervo quien actúa no por sí mismo, sino como movido desde fuera por otro. Ahora bien, todo el que actúa por amor, lo hace como por sí mismo, ya que se mueve a ello por propia inclinación. Por eso, el obrar por amor va contra el servilismo. En consecuencia, el temor servil, en cuanto servil, se opone a la caridad.
Por tanto, si el servilismo fuera esencial al temor, el temor servil sería absolutamente malo, como es absolutamente malo el adulterio, porque entraña en su esencia oponerse a la caridad. Mas el temor servil no entraña esencialmente el servilismo, como tampoco la fe informe entraña en su esencia la informidad. Y esto es así porque el hábito o el acto moral se especifica por el objeto. Ahora bien, el objeto del temor servil es la pena, a la cual es accidental que el bien contrario a ella sea amado como último fin, y por lo mismo pasa a ser temida como el mal principal, hecho que se da en quien no tiene caridad. Puede, asimismo, suceder que el bien vaya ordenado a Dios como fin y que, por consiguiente, la pena no sea temida como mal principal, fenómeno que acontece en quien tiene caridad. En realidad, la especie del hábito no se pierde por la orientación del objeto o del fin a otro fin superior. Por eso el temor servil es sustancialmente bueno; el servilismo, en cambio, malo.

ARTÍCULO 5

¿Se identifican sustancialmente el temor servil y el filial?

Contra esto [es decir, contra las objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está lo que escribe San Agustín en Super prim. Canonic. Ioann. Hay dos temores, uno servil y otro filial o casto.

Respondo: El objeto propio del temor es el mal. Y dado que, como se ha demostrado (1-2 q.18 a.5; q.54 a.2), los hábitos se distinguen por los objetos, es preciso que por la diversidad de males se diferencien específicamente los temores. Pues bien, específicamente se diferencian el mal de pena que rehúye el temor servil, y el de culpa del cual se aleja el filial, como hemos visto (1 q.48 a.5). Es, pues, evidente que el temor filial y el servil no son sustancialmente idénticos, sino específicamente diferentes.

ARTÍCULO 6

¿Permanece el temor servil con la caridad?

Contra esto [es decir, contra las objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el hecho de que, como ya hemos dicho (a.4), el temor servil es un don del Espíritu Santo. Pero los dones del Espíritu Santo no desaparecen cuando sobreviene la caridad por la cual habita el Espíritu Santo en nosotros. El temor servil, pues, no desaparece al llegar la caridad.

Respondo: El temor servil tiene por causa el amor de sí mismo, porque es el temor de pena, detrimento del propio bien. Por eso, en la misma medida en que el temor de pena puede coexistir con la caridad, en esa misma coexiste el amor de sí mismo, pues por el mismo motivo desea el hombre su propio bien y teme su privación. Ahora bien, el amor de sí mismo se puede relacionar con la caridad de tres maneras: La primera, se opone a ella al poner el fin en el amor del bien propio. Otra: el amor de sí mismo va incluido en la caridad, hecho que sucede cuando el hombre se ama a sí mismo por Dios y en Dios. Por último, el amor se distingue ciertamente de la caridad, pero sin contrariarla; por ejemplo, cuando uno se ama a sí mismo en razón de su propio bien, pero sin poner en él su fin. Asimismo, respecto del prójimo puede darse un amor especial, además del amor de caridad, que se apoya en Dios, cuando el prójimo es amado, bien por motivos de consanguinidad, bien por alguna otra cualidad humana susceptible de ser ordenada a la caridad.
Por lo tanto, el temor de pena puede relacionarse también con la caridad de tres maneras. Primera: separarse de Dios; es una pena que rehuye grandemente la caridad. Y esto pertenece al amor casto. Segunda: contrariando a la caridad. En este caso se rehúye la pena contraria al bien propio natural como principal mal, contrario al bien que se ama como fin. En este sentido, el temor de pena no es compatible con la caridad. Tercera: el temor de pena se distingue sustancialmente del temor casto. Es decir, el hombre tiene el temor de pena no por razón de la separación de Dios, sino por ser nocivo para el bien propio. Sin embargo, tampoco pone en ese bien su fin, y, por lo mismo, tampoco lo teme como mal principal. Este temor de pena puede coexistir con la caridad, como hemos demostrado (a.2 ad 4; a.4). Por eso, en cuanto servil, no permanece con la caridad, pero la sustancia del temor servil puede coexistir con ella, lo mismo que el amor propio.

ARTÍCULO 7

¿Es el temor principio de la sabiduría?

Contra esto [es decir, contra las objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el testimonio del salmo 110, 10: El principio de la sabiduría es el temor de Dios.

Respondo: Del principio de la sabiduría se puede hablar de dos maneras. Una: por ser principio de la sabiduría en su esencia; la otra, en cuanto a su efecto. Como el principio del arte, en cuanto a su esencia, son los principios de que procede, y en cuanto a su efecto es el punto de partida de la realización del trabajo artístico. Así decimos que el principio del arte de edificar son los cimientos, porque en ellos comienza el albañil a trabajar.
Siendo la sabiduría, como luego diremos (q.45, a.1), conocimiento de las cosas divinas, nosotros --los teólogos-y los filósofos la consideramos de manera diferente. Ya que, efectivamente, nuestra vida está ordenada y se dirige a la fruición de Dios por cierta participación de la naturaleza divina que nos confiere la gracia, los teólogos consideramos esa sabiduría no sólo como mero conocimiento de Dios, como lo hacen los filósofos, sino también como orientadora de la vida humana, que se dirige no sólo por razones humanas, sino también por razones divinas, como enseña San Agustín en XII De Trin. Por lo tanto, el principio de la sabiduría, en su esencia, lo constituyen los primeros principios de la sabiduría, que son los artículos de la fe. Bajo este aspecto se dice que el principio de la sabiduría es la fe. Pero, en cuanto a su efecto, el principio de la sabiduría es el punto de partida del que arranca su operación. En este sentido, el principio de la sabiduría es el temor, aunque lo son de manera diferente el temor servil y el filial. El temor servil lo es como principio que dispone para la sabiduría desde fuera: por el temor de la pena se retrae uno del pecado, y esto le habilita para el efecto de la sabiduría, según se lee en la Escritura: El temor del Señor aleja el pecado (Si 1, 27). El temor casto o filial, en cambio, es principio de la sabiduría como primer efecto suyo. En efecto, dado que corresponde a la sabiduría regular la vida humana por razones divinas, se habrá de tomar el principio de aquello que lleve al hombre a reverenciar a Dios y someterse a El; así, como consecuencia de ese temor, se regulará en todo según Dios.

ARTÍCULO 8

¿Difiere sustancialmente el temor inicial del temor filial?

Contra esto [es decir, contra las objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el hecho de que lo perfecto y lo imperfecto no se diversifican sustancialmente. Ahora bien, el temor inicial y el filial se diferencian por la perfección o imperfección de la caridad, como se ve por San Agustín en Super. prim. Canonic. Ioan. Luego el temor inicial no es sustancialmente distinto del filial.

Respondo: El temor inicial se llama así por ser el principio. Pero dado que tanto el temor servil como el inicial son de alguna manera principio de la sabiduría, a los dos se les puede llamar en cierto modo inicial. No es, sin embargo, ésta la acepción del concepto inicial por el que se distingue el temor servil del filial. La acepción está tomada en el sentido de lo que atañe al estado de principiantes, en quienes, con el comienzo de la caridad, se introduce cierto temor filial, pero sin que haya en ellos un temor filial perfecto, porque no han llegado aún a la perfección de la caridad. Por eso el temor filial inicial se relaciona con el filial como la caridad imperfecta con la perfecta. Pero la caridad imperfecta y la perfecta no difieren esencialmente, sino sólo según el estado. Por eso hay que decir también que el temor inicial, en el sentido en que está tomado aquí, no se diferencia esencialmente del filial.

ARTÍCULO 9

¿Es don del Espíritu Santo el temor?

Contra esto [es decir, contra las objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el hecho de que en la Escritura el temor está enumerado entre los siete dones del Espíritu Santo (Is 11, 3).

Respondo: Como ya hemos expuesto (a.2), el temor es múltiple. Pero, según escribe San Agustín en el libro De gratia et lib. arb., el temor humano no es don de Dios, pues con ese temor negó San Pedro a Cristo, sino el temor del que se ha escrito: Temed a quien puede echar en el infierno alma y cuerpo (Mt 10, 28). De la misma manera, tampoco se ha de contar el temor servil entre los siete dones del Espíritu Santo, aunque provenga de él. En realidad, como afirma San Agustín en el libro De nat. et gratia, puede llevar aneja voluntad de pecar, mientras que los dones del Espíritu Santo no pueden coexistir con voluntad de pecar, ya que, como hemos expuesto (1-2 q.68 a.5), no se dan sin caridad. De aquí se sigue, por lo tanto, que el temor de Dios enumerado entre los siete dones del Espíritu Santo es el temor filial o el casto. Efectivamente, dijimos en otra ocasión (1-2 q.68 a.1 y 3) que los dones del Espíritu Santo son ciertas perfecciones habituales de las potencias del alma por las que éstas se tornan dóciles a su moción, como las potencias apetitivas, por la razón, se tornan dóciles para las virtudes morales. Ahora bien, para que un ser esté en buenas condiciones de movilidad con relación a su motor, se requiere, lo primero, que le esté sometido y sin resistencia, pues la resistencia ofrece obstáculos al movimiento. Y esto hace en realidad el temor filial o casto, ya que por el mismo reverenciamos a Dios y huimos no someternos a Él. Por eso precisamente el temor filial tiene como el primer lugar, en escala ascendente, entre los dones del Espíritu Santo, y el último en la escala descendente, como expone San Agustín en el libro De serm. Dom. in monte.

ARTÍCULO 10

¿Disminuye el temor al crecer la caridad?

Contra esto [es decir, contra las objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está lo que dice San Agustín en el libro Octog. trium quaest.: El temor de Dios no ya incoa, sino perfecciona la sabiduría, es decir, la que ama intensamente a Dios y al prójimo como a sí mismo .

Respondo: Como ya hemos expuesto (a.2), el temor de Dios es doble: el filial, con que se teme su ofensa o su separación, y el servil, con que se teme la pena. Ahora bien, el temor filial debe crecer al aumentar la caridad, como aumenta el efecto al aumentar la causa. En realidad, cuanto más se ama a otro, tanto más se teme ofenderle y apartarse de él. El temor servil, por su parte, pierde del todo su servilismo cuando llega la caridad, pero permanece sustancialmente el temor de la pena, como ya hemos expuesto (a.6). Y este temor disminuye al crecer la caridad, sobre todo en cuanto a su acto, pues cuanto más se ama a Dios, menos se teme la pena. En primer lugar, porque se presta menos atención al propio bien, al cual se opone la pena. En segundo lugar, porque cuanto más firme es la unión, tanto mayor es la confianza en el premio, y por lo tanto, menos se teme la pena.

ARTÍCULO 11

¿Permanece en la patria el temor?

Contra esto [es decir, contra las objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el testimonio del salmo: El temor santo de Dios permanece por los siglos (Sal 19, 10).

Respondo: En la patria no habrá de ningún modo temor servil, que es el temor de pena. Este temor queda, en verdad, excluido por la seguridad de la bienaventuranza eterna, seguridad que, como hemos dicho (q.18 a.3; 1-2 q.5 a.4), es de su misma esencia. Mas el temor filial, como aumenta al aumentar la caridad, se perfeccionará también con la caridad perfecta. Por eso no tendrá en la patria exactamente el mismo acto que ahora.
Para evidenciar esto es de saber que el objeto del temor es el mal posible, como el de la esperanza lo es el bien posible. Mas siendo el movimiento del temor una como huida, el temor implica la huida de un mal arduo posible, pues los males pequeños no infunden temor. Por otra parte, como el bien de cada cosa radica en permanecer en su orden, así su mal radica en abandonarlo. Pues bien, el orden de la criatura racional consiste en someterse a Dios y dominar sobre las demás criaturas. De ahí que, como el mal de la criatura racional está en someterse a otra inferior por amor, su mal consiste también en no someterse a Dios sublevándose con presunción contra El o despreciándole. Este mal es posible en la criatura racional considerada en su esencia, dada la volubilidad de su libre albedrío; pero en los bienaventurados es imposible por la perfección de la gloria. En consecuencia, la huida del mal, que consiste en no someterse a Dios, existirá en la patria como posible a la naturaleza, pero imposible a la bienaventuranza. En la tierra, en cambio, la huida de este mal es totalmente posible.
Por eso, comentando San Gregorio en XVII Moral, las palabras de Jb 26, 11: Las columnas del cielo se tambalean y se estremecen a una amenaza tuya, escribe: Las virtudes mismas del cielo, que le miran sin cesar, se abaten en esa contemplación. Pero ese temblor, para que no les sea penal, no es de temor, sino de admiración, es decir, admiran a Dios, que existe sobre ellas y les es incomprensible. San Agustín, por su parte, en este mismo sentido, pone en XIV De civ. Dei el temor en la patria, aunque con cierta duda: Ese temor casto, que permanece por los siglos de los siglos, si es que ha de existir en el siglo advenidero, no será el temor que hace temblar ante el mal que puede sobrevenir, sino el que se afirma en el bien que no se puede perder. Pues donde está el amor inmutable del bien conseguido, sin duda, si cabe hablar así, está seguro el temor del mal que se ha de evitar. Pues con el nombre de temor casto se significa la voluntad con la que por necesidad no pecamos, y esto no con la preocupación de la flaquera de si acaso pecaremos, sino con la tranquilidad de la caridad para evitar el pecado. O si allí no puede haber temor de ningún género, tal vez se ha llamado temor que permanece por los siglos de los siglos, porque permanecerá aquello a lo que el mismo temor conduce.

ARTÍCULO 12

¿Es la pobreza de espíritu la bienaventuranza que corresponde al don de temor?

Contra esto [es decir, contra las objeciones que se oponen a la tesis del artículo]: está el testimonio de las palabras de San Agustín en el libro De serm. Dom.: El temor del Señor conviene a los humildes, de quienes se dice: Bienaventurados los pobres de espíritu.

Respondo: Al temor corresponde con propiedad la pobreza de espíritu. Pues dado que incumbe al temor filial reverenciar a Dios y estarle sometido, corresponde al don de temor lo que es consecuencia de esa sumisión. Mas por el hecho de someterse a Dios deja el hombre de buscar la grandeza en sí mismo o en otra cosa que no sea Dios, porque estaría en pugna con la sumisión perfecta (a Él debida). Por eso se dice en el salmo 19, 8: Estos en carros, aquellos en corceles; mas nosotros en el nombre de nuestro Dios seremos fuertes. De ahí que, por el hecho de temer perfectamente a Dios, el hombre deja de engreírse en sí mismo por soberbia y de engrandecerse con bienes exteriores, es decir, con honores y riquezas. Lo uno y lo otro atañe a la pobreza de espíritu, que puede entenderse como el aniquilamiento del espíritu hinchado y soberbio, en expresión de San Agustín en De serm. Dom. Puede entenderse también como el desprecio de lo temporal, que se hace en espíritu, o sea, por propia voluntad bajo la moción del Espíritu Santo, como exponen San Ambrosio y San Jerónimo. 

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