Comienza un nuevo año:
el 2015. Al parecer, cada vez están más próximos los eventos anunciados por
Nuestra Madre en las apariciones de Garabandal: el Aviso, el Milagro y el
Castigo.
Los que han estudiado más esas
apariciones y otras intervenciones de la Virgen en los últimos siglos hacen
hipótesis sobre la cercanía de los sucesos profetizados en La Sallete,
Lourdes, Fátima, Akita, etc.
Nosotros, queremos
prepararnos para lo que ha de venir, siguiendo los consejos de Nuestra
Señora en Garabandal: procurar “ser buenos”, hacer penitencia, aumentar nuestra
devoción a la Eucaristía, y ser cada vez más marianos, a través de las muchas
devociones a la Virgen que hay en la Iglesia, especialmente, por medio del rezo
pausado y lleno de amor del Santo Rosario.
María nos llevará a su Hijo,
que es el Centro de nuestra Fe: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero
Hombre. Conocer a Cristo y amarle cada vez más, para unirnos estrechamente a
Él: esa es nuestra meta en esta vida; y darle a conocer a nuestros
hermanos, lo más posible, cada día.
En los próximos meses, de este
año 2015, iremos reflexionando sobre las principales verdades de nuestra fe,
al hilo de las fiestas del Señor, de su Madre y de los santos que la
Liturgia nos va proponiendo.
Hoy meditaremos sobre la Fiesta
de la Fe: la Epifanía, que celebraremos mañana.
A. La Luz de Dios
La Epifanía es misterio de luz, simbólicamente indicada por la
estrella que guio a los Magos en su viaje. Pero el verdadero manantial
luminoso, el "sol que nace de lo alto" (Lc 1, 78), es Cristo (cfr.
Benedicto XVI, Homilía, 6-I-2008).
En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo se irradia sobre la
tierra, difundiéndose como en círculos concéntricos: la Sagrada Familia,
los pastores, los magos (pero no Herodes y Jerusalén).
Pero, ¿qué es esta luz? ¿Es sólo una metáfora
sugestiva, o a la imagen corresponde una realidad? El apóstol san Juan escribe
en su primera carta: "Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna"
(1Jn 1, 5); y, más adelante, añade: "Dios es amor".
Estas dos afirmaciones, juntas, nos ayudan a comprender mejor: la luz que
apareció en Navidad y hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios,
revelado en la Persona del Verbo encarnado. Atraídos por esta luz, llegan los Magos de Oriente.
Sin embargo, aunque Dios es Luz, al revelarse a los hombres en Cristo, en cierta
manera lo hace “ocultándose”. Quiere darse a conocer pero no de manera
patente, sino por la fe, que es de las cosas que no se ven.
Este ocultamiento (Dios se revela en un niño recién nacido) constituye la
"manifestación" más elocuente de Dios: la humildad, la pobreza,
la misma ignominia de la Pasión nos permiten conocer cómo es Dios
verdaderamente. El rostro del Hijo revela fielmente el del Padre. Por ello,
todo el misterio de la Navidad es, por decirlo así, una "epifanía".
B. Epifanía: fiesta de la Fe
Los Magos ven una estrella, que les llama la atención.
Pero la ven gracias a su fe. Buscan a Dios en el cielo, que narran la
gloria de Dios, y encuentran señales suyas que los llevan al Niño de Belén.
Y en Belén encuentran a Jesús, despojado de toda la
grandeza de los reyes de la tierra. Los Magos, sin embargo, ven la
manifestación de Dios en aquel Niño. Y lo adoran ofreciéndole sus dones: oro,
incienso y mirra.
Descubren el misterio escondido desde todos los siglos,
gracias a la fe, que es un don de Dios para poder conocer y amar ese misterio.
Su fe se centra en la Persona de Jesucristo. El
cristianismo no es un conjunto de dogmas que hay que creer. La “esencia” del
cristianismo es creer en una Persona: Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
Nosotros hemos recibido esa misma fe de los Magos
a través del Sacramento del Bautismo. Es la fe recibida en la Iglesia. La misma
fe de nuestros padres y abuelos.
“Cuando el Hijo del hombre venga, ¿hallará fe en la
tierra?” (Lc 18, 8). Estas palabras del Señor las dijo al terminar una
parábola (la del juez inicuo) por la cual Jesús quería enseñar a sus discípulos
que debían orar en todo tiempo y no desfallecer.
La fe se alimenta con la oración, la meditación de
la Palabra de Dios, la recepción de los Sacramentos y la formación cristiana.
Esos son los medios que siempre se han utilizado para cuidar y defender nuestra
fe, a lo largo de los siglos.
Ahora, con los apóstoles, le pedimos a Jesús: ¡Auméntanos
la fe!
C. La adoración
Los Magos, cuando llegaron a Belén, ofrecieron a Jesús
sus dones: oro incienso y mirra, y le adoraron. María se uniría a esa
adoración: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de gozo en
Dios mi salvador”.
“La adoración —afirma Mons. Guido Marini— es alabanza
y glorificación de Dios. Es el reconocimiento lleno de asombro, también
podríamos decir extático —porque nos hace salir de nosotros mismos y de
nuestro pequeño mundo—, de la grandeza infinita de Dios, de su majestad
inalcanzable, de su amor sin fin que se dona a nosotros en absoluta gratuidad,
de su señorío omnipotente y providente. La adoración conduce, en
consecuencia, a la reunificación del hombre y de la creación con Dios, a
salir del estado de separación, de aparente autonomía, a la pérdida de uno
mismo que es la única manera de encontrarse”.
Todo, en la acción litúrgica, debe conducir a la
adoración, a la unión con Dios. Pero, podemos decir que toda nuestra vida es
liturgia y adoración de Dios.
En nuestra época, en la que se adora tanto a los
ídolos del éxito, el dinero, el placer y el poder; en la que se exalta
tanto al “yo” falso que hay en cada uno de nosotros, es más necesaria que
nunca la verdadera adoración a Dios: principalmente en la Eucaristía,
porque ahí está su presencia de modo verdadero, real y sustancia. Pero también
en la vida diaria: en la familia, en el trabajo, en el descanso….
De esta manera, nosotros podemos ofrecerle también al
Niño de Belén, el oro fino de nuestro desprendimiento de las cosas
terrena; el incienso de nuestros deseos de llevar una vida noble, entre
nuestros hermanos, de modo que perciban el “buen olor de Cristo” que hay en
nuestras palabras y acciones; y también la mirra de nuestros sacrificios
en las cosas pequeñas de cada día (cfr. José María Escrivá de Balaguer, Es
Cristo que pasa, n. 35).
El espíritu de adoración a Dios lo podemos y debemos
manifestar, por ejemplo, en los gestos de piedad eucarística: una
genuflexión pausada al pasar delante del Sagrario, la Comunión de rodillas y en
la boca, el silencio y recogimiento cuando estamos en una iglesia, etc.
Finalmente, tengamos muy presente las siguiente palabras
de Jesús a Marga (cfr. La Verdadera devoción al Corazón de Jesús.
Dictados de Jesús a Marga, Mensaje de Jesús, del 28 de junio de 2008, p.
626):
“Yo vendré. Bajaré del Cielo, y conmigo la Jerusalén Celeste (cfr. Ap 3, 12; 21, 2).
Y vendré a establecer mi Morada entre vosotros, los que habéis permanecido fieles. Con ellos construiré la Nueva Jerusalén.
Y no habrá ya más llanto y corrupción (cfr. Ap 21, 4).
Volveré a establecerme en el Centro del Santuario. Y habrá Adoración Perpetua en todos los Templos.
La vida de los que en Mí creen será eminentemente eucarística. En Ella, ya no sólo creeréis por la fe, sino por los sentidos exteriores e interiores. Me comunicaré a todos en Efusión de Amor. Y me haré visible a muchos”.
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