El sábado pasado meditábamos en dos
temas de reflexión: el Agua Viva que Jesús promete a la samaritana y la figura
de San José. Ahora, en este post, también
consideraremos dos misterios de nuestra fe cristiana.
En primer lugar dedicaremos un
espacio a meditar en un aspecto de la Solemnidad
de la Anunciación del Señor, que celebramos hoy: la escucha de la Palabra
por parte de María. Después trataremos de sacar algún provecho espiritual de las
Lecturas de la Misa de mañana, Cuarto
Domingo de Cuaresma, en el que la Iglesia nos presenta el problema de la
ceguera espiritual.
La Anunciación del Señor es el primer misterio gozoso del Santo
Rosario. En él contemplamos el comienzo
de nuestra redención. El ángel llega donde está María. Con este evento se da
inicio a la plenitud de los tiempos. Es un kairos o tiempo de gracia.
Todo ocurre en silencio, en un clima de oración. Dios revela el
misterio escondido desde todos los siglos. En el Antiguo Testamento se había anunciado en imágenes este momento a
los profetas, pero ni el entendimiento más agudo pudo imaginar cómo sucedería
todo, en realidad. Los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos (cfr.
Is 55, 8).
Hoy podemos fijarnos en la humilde
doncella de Nazaret que estaba recogida en oración, a la escucha de la Palabra.
“Esta es la actitud
típica de María santísima, tal y como lo muestra de manera emblemática la
imagen de la anunciación: la Virgen acoge al mensajero celestial mientras medita en las sagradas Escrituras,
representadas generalmente con un libro que María tiene en sus manos, o en el
seno, o encima de un atril” (Benedicto XVI, Ángelus, 6 de noviembre de 2005).
Benedicto XVI, con motivo del 40° aniversario de la publicación de la
Constitución apostólica Dei Verbum
(18 de noviembre de 1965), recordaba que esta
es la imagen de la Iglesia que ofrecía el Concilio Vaticano II: «En escucha
religiosa de la Palabra de Dios…» (n. 1).
En la Solemnidad de la Anunciación, María
nos señala el camino que hemos de recorrer, siguiendo su ejemplo: vivir de
la Palabra de Dios, meditarla diariamente, profundizar en ella y aplicarla a
nuestra vida en todo momento.
Una manera de imitar a María es practicar
la “lectio divina” o «lectura
espiritual» de la sagrada Escritura.
“Consiste en meditar
ampliamente sobre un texto bíblico, leyéndolo y volviéndolo a leer,
«rumiándolo» en cierto sentido como escriben los padres, y exprimiendo todo su
«jugo» para que alimente la meditación y la contemplación y llegue a irrigar
como la sabia la vida concreta. Como condición, la «lectio divina» requiere que la mente y el corazón estén
iluminados por el Espíritu Santo, es decir, por el mismo inspirador de las
Escrituras, y ponerse, por tanto, en actitud de «religiosa escucha»” (Ibidem).
El año 2010, en la Exhortación apostólica Verbum Domini (30-IX-2010, n. 87), Benedicto XVI también hacía alusión
a este modo de hacer oración, que ha
traído tantos frutos a la Iglesia. A continuación transcribimos una cita larga
en la que el Papa explica los cinco
pasos de la “lectio divina”.
“Quisiera recordar aquí brevemente cuáles son los pasos fundamentales: se comienza con la
lectura (lectio) del texto, que suscita la cuestión sobre el
conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué
dice el texto bíblico en sí mismo? Sin este momento, se corre el riesgo de
que el texto se convierta sólo en un pretexto para no salir nunca de nuestros
pensamientos. Sigue después la meditación (meditatio) en la que la cuestión es:
¿Qué nos dice el texto bíblico a nosotros?
Aquí, cada uno personalmente, pero también comunitariamente, debe dejarse
interpelar y examinar, pues no se trata ya de considerar palabras pronunciadas
en el pasado, sino en el presente. Se llega sucesivamente al momento de la
oración (oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como respuesta a su Palabra? La
oración como petición, intercesión, agradecimiento y alabanza, es el primer
modo con el que la Palabra nos cambia. Por último, la lectio divina concluye con la contemplación (contemplatio), durante la
cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la realidad, y nos
preguntamos: ¿Qué conversión de la mente,
del corazón y de la vida nos pide el Señor? San Pablo, en la Carta a los
Romanos, dice: "No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la
renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de
Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto" (Rm 12, 2). En efecto, la
contemplación tiende a crear en nosotros una visión sapiencial, según Dios, de
la realidad y a formar en nosotros "la mente de Cristo" (1Co 2, 16).
La Palabra de Dios se presenta aquí como criterio de discernimiento, "es
viva y eficaz, más tajante que la espada de doble filo, penetrante hasta el
punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos
e intenciones del corazón" (Hb 4, 12). Conviene recordar, además, que la lectio divina no termina su proceso
hasta que no se llega a la acción (actio), que mueve la vida del
creyente a convertirse en don para los demás por la caridad.
Mañana meditaremos la escena de la
curación del ciego de nacimiento, que relata san Juan en el capítulo 9° de
su Evangelio. En la Primera Lectura de la Misa escucharemos la historia de la elección de David para ser
rey de Israel. Samuel pensaba que el elegido sería el mayor de los
hermanos, por su buen aspecto y gran estatura. Sin embargo el Señor no juzga “como juzga el hombre. El hombre se fija en las
apariencias, pero el Señor se fija en los corazones” (cfr. Sam 16, 1.6-7.10-13).
La conclusión es clara: hay una
ceguera peor que la física: la espiritual. En el fondo, todos estamos
bastante ciegos para lo sobrenatural. Por eso, a mitad de la Cuaresma, le
podemos pedir al Señor, como el ciego Bartimeo a la orilla del camino de Jericó
a Jerusalén: “Domine, ut videam!”; “¡Señor,
que vea!”. ¡Que vea tu voluntad en tu Palabra, como Nuestra Señor la vio en
la Anunciación, y supo responder que sí: ecce
ancilla Domini!
“Recemos para que, como María, la Iglesia sea dócil esclava de la Palabra
divina y la proclame siempre con confianza firme para que «todo el mundo,
oyendo, crea el anuncio de la salvación; creyendo, espere, y esperando, ame»” (Benedicto
XVI, Ángelus, 6 de noviembre de 2005).
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