En 1980, el año del sínodo que daría lugar a la Exhortación
apostólica Familiaris Consortio (tan
citada en el último sínodo de obispos), san Juan Pablo II publicó su segunda
encíclica: la “Dives in misericordia”.
Al comienzo de este documento, el Papa nos da a conocer que
lo escribe, como ya lo había hecho con la Redemptor
Hominis, siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y “en
correspondencia con las necesidades particulares de los tiempos en que vivimos”,
“tiempos críticos y nada fáciles”.
Han pasado 35 años y podemos afirmar que nuestros tiempos
son aún más críticos y difíciles; y
más necesitados de la Misericordia de Dios.
San Juan Pablo II quería que contempláramos, en Cristo, el
rostro del Padre, que es “misericordioso
y Dios de todo consuelo” (2 Co 1, 3). El que ha visto a Cristo, ha visto al
Padre (cfr. Jn 14, 8 s).
Si queremos ser misericordiosos con nuestros hermanos,
antes, tenemos que contemplar la Misericordia de Dios, en Cristo.
San Juan Pablo II nos recuerda que “cuanto más se centre en
el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea, por decirlo
así, antropocéntrica, tanto más debe
corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas
corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen
siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el
antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo
a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y
profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más
importante, del Magisterio del último Concilio” (Dives in Misericordia, 1).
“Es necesario constatar —continúa el Papa— que Cristo, al
revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los hombres que
a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta
exigencia forma parte del núcleo mismo
del mensaje mesiánico y constituye la esencia del ethos evangélico. El Maestro lo expresa bien sea a través del mandamiento
definido por él como "el más grande", (Mt 22, 38) bien en forma de
bendición, cuando en el discurso de la montaña proclama: "Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt 5, 7) (Dives in misericordia, 3).
Durante el Año Santo que está a punto de comenzar, la
Iglesia abrirá nuevamente sus compuertas
para hacernos llegar a todos la infinita Misericordia de Dios. Pero, ¿cómo lo
hace? Leamos lo que nos dice, al respecto, el Papa san Juan Pablo II en su
encíclica sobre la Misericordia:
“La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y
proclama la misericordia-el atributo más estupendo del Creador y del Redentor-y
cuando acerca a los hombres a las
fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y
dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la meditación constante de la palabra de Dios, y sobre todo la participación consciente y madura en la Eucaristía y en
el sacramento de la penitencia o reconciliación. La Eucaristía nos acerca
siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte: en efecto, "cada vez
que comemos de este pan o bebemos de este cáliz", no sólo anunciamos la
muerte del Redentor, sino que además proclamamos su resurrección, mientras esperamos
su venida en la gloria (Cfr. 1 Co 11, 26; aclamación en el "Misal
Romano"). El mismo rito eucarístico, celebrado en memoria de quien en su
misión mesiánica nos ha revelado al
Padre, por medio de la palabra y de la cruz, atestigua el amor inagotable,
en virtud del cual desea siempre El unirse e identificarse con nosotros,
saliendo al encuentro de todos los corazones humanos. Es el sacramento de la
penitencia o reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso cuando
se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la
misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado”.
Por lo tanto, la mejor manera de comprender la Misericordia
de Dios, en Cristo, es participar
frecuentemente en la Eucaristía y
prepararnos, previamente, al encuentro con Cristo, mediante el Sacramento de la
Penitencia; uniendo a esto la
escucha asidua de la Palabra de Dios.
Terminamos con unas palabras de san Juan Pablo II en las que
nos señala claramente el Camino para contemplar la Misericordia divina: el Corazón de Jesús:
«La Iglesia profesa de manera particular la Misericordia de
Dios dirigiéndose al Corazón de Cristo. El acercarnos
a Cristo en el misterio de su Corazón nos permite detenernos en este punto
de la revelación del Amor misericordioso del Padre, que ha constituido el
núcleo central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre».
No hay comentarios:
Publicar un comentario