Estamos
terminando el Tiempo Pascual. Mañana
celebraremos el Sexto Domingo de
Pascua. En la Colecta de la Misa le pediremos a Dios que nos conceda “continuar
celebrando con incansable amor estos
días de tanta alegría en honor del Señor resucitado”.
Los
primeros cristianos daban razón de su esperanza “con incansable amor”. No se cansaban
(en el espíritu) porque amaban mucho. Eso es lo que ahora necesitamos nosotros:
amar. Así daremos razón de nuestra Gran
esperanza a todo el que nos la pida (explícita o implícitamente).
La Primera Lectura (Hch 8, 5-8.14-17),
relata la misión de Felipe en Samaria,
y como después llegan Pedro y Juan para completar, con la imposición de las
manos sobre los recién bautizados, la labor que había hecho el diácono. Reciben
el Espíritu Santo: los confirman en
la fe y les administran un nuevo sacramento para fortalecerlos contra las
adversidades.
No hay página
de los Hechos de los Apóstoles en la que no aparezca, de una u otra manera, la acción del Espíritu Santo (Espíritu de
Verdad y de Amor).
En la Segunda Lectura (1Pe 3, 15-18), Pedro nos
pide (también a nosotros, aunque vivamos 2 mil año después de él) que veneremos al Señor en nuestros corazones
(es decir, que escuchemos su voz atentamente y sigamos sus consejos), y que
siempre estemos dispuestos a dar razón
de nuestra esperanza, al que nos la pidiere. Las dos cosas van siempre
unidas: rezar (escuchar al Señor) y amar (comunicar el gozo de nuestra esperanza
a los demás).
También
nos dice que lo hagamos “con sencillez y
respeto” y “teniendo limpia la conciencia”, aunque nos critiquen, porque es mejor padecer por hacer el bien que
por hacer el mal.
Padecimientos,
de cualquier manera los tendremos en este mundo. Pero ¡cuánto mejor es hacer el
bien, con sencillez y rectitud! Es inevitable que nos critiquen. Es inevitable encontrarnos con la Cruz.
No podemos pretender quedar bien con todos. Con quien tenemos que “quedar bien”
es con el Señor. Por eso es fundamental hacer
todo con verdad.
El
Cardenal Robert Sarah, en su último
libro “La fuerza del silencio”
(Ediciones Palabra, Madrid 2017, p. 182) escribe estas preciosas palabras:
“La llave del tesoro no es el tesoro. Pero, si entregamos la
llave, entregamos el tesoro. La Cruz es
una llave especialmente valiosa, aun cuando parezca una locura, un motivo
de burla, un escándalo: repugna a nuestra mentalidad y a nuestra búsqueda de soluciones fáciles. Nos
gustaría ser felices y vivir en un mundo de paz sin pagar ningún precio a
cambio. La Cruz es un misterio asombroso. Es un signo de amor infinito de
Cristo por nosotros”.
Y citando
un sermón de San León Magno sobre la
Pasión dice:
“Al ser levantado, amadísimos, Cristo en la Cruz, no os
limitéis a ver en Él lo único que veían los impíos (…). Nuestra alma, iluminada por el Espíritu de verdad,
recibe con libertad y pureza de corazón
la gloria que la Cruz irradia en el Cielo y en la tierra”.
“Dar razón de nuestra esperanza” no es
algo sencillo en el mundo en que vivimos. Hace falta rectitud, sencillez,
pureza interior y amor a la verdad
para vivir coherentemente y también para dar testimonio de la verdad con
nuestras palabras.
En el
Evangelio que meditaremos mañana en la Misa dominical (cfr. Jn 14, 15-21),
Jesús pide a sus discípulos que le amen,
por tanto, que cumplan sus mandamientos.
Si lo procuramos hacer todos los días, desde el primer pensamiento, recibiremos
el Espíritu de Verdad, que el mundo
no puede tener, porque no lo ve ni lo conoce.
Es decir,
lo que Jesús quiere —y nos ha dado ejemplo constante de ello— es que seamos plenamente sinceros. La
primera condición para que un amor sea auténtico es que sea sincero. En cuanto
falta la verdad, se empaña todo lo demás.
No podemos fiarnos de quien no es sincero.
Para ser
sinceros es necesario evitar la superficialidad, hacer examen, ser personas
reflexivas que buscan actuar según una
conciencia bien formada en los mandamientos del Señor (en la Ley de Dios).
Una de
las mayores carencias de nuestra
época es la falta de una formación seria
de la conciencia de los cristianos. San Josemaría Escrivá de Balaguer solía
distinguir entre la “libertad de
conciencia” (que no es buena, porque es exaltar la libertad por encima de
la verdad) y la “libertad de las
conciencias” (que es necesaria, porque las acciones de quien no actúa
libremente, no son humanas).
“Dar
razón de nuestra esperanza” significa vivir a fondo nuestra fe y comunicar a
todos la alegría de la esperanza cristiana, de la Gran Esperanza.
Benedicto
XVI utiliza 12 veces, en la Encíclica Spe Salvi, la expresión “gran esperanza”. Por ejemplo:
“Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en
el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la
vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre
que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que
nos ha amado y que nos sigue amando « hasta el extremo », « hasta el total
cumplimiento » (cf. Jn 13,1; 19,30)” (Spe Salvi, 27).
Y, más
adelante, escribe lo siguiente:
“Así, la
esperanza bíblica del reino de Dios
ha sido reemplazada por la esperanza del reino
del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero «
reino de Dios ». Esta esperanza parecía ser finalmente la esperanza grande
y realista, la que el hombre necesita. Ésta sería capaz de movilizar –por algún
tiempo– todas las energías del hombre; este gran objetivo parecía merecer todo
tipo de esfuerzos. Pero a lo largo del tiempo se vio claramente que esta esperanza se va alejando cada vez más.
Ante todo se tomó conciencia de que ésta era quizás una esperanza para los
hombres del mañana, pero no una esperanza para mí” (Spe Salvi, 30).
La única
esperanza fiable es la del reino de Dios, que tiene su plenitud en Cristo. La gran esperanza que todos tenemos
está en su glorioso advenimiento al final de los tiempos. El Catecismo de la
Iglesia Católica (n. 673) dice lo siguiente:
“Desde la Ascensión, el
advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (cf Ap 22, 20) aun cuando
a nosotros no nos “toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre
con su autoridad” (Hch 1, 7; cf. Mc 13, 32). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento
(cf. Mt 24, 44: 1 Te 5, 2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le
ha de preceder estén “retenidos” en las manos de Dios (cf. 2 Te 2, 3-12)”.
Y en el número
siguiente (n. 674) leemos:
“La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinad o de
la historia se vincula al re-conocimiento del Mesías por “todo Israel” (Rm 11,
26; Mt 23, 39) del que “una parte está endurecida” (Rm 11, 25) en “la incredulidad” respecto a Jesús (Rm
11, 20)”.
Mientras
llega ese momento, a nosotros nos compete empeñarnos en dar razón de esa Gran Esperanza que ya está incoada en la Vida de
la Gracia que Cristo obtuvo en su Resurrección para todos los que quieran creer
en Él.
En este mes de mayo, y siempre, lo hacemos por mediación de María Santísima, "vida, dulzura y esperanza nuestra".
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