Llegamos a la Navidad
de este año 2016, tan importante para la historia de la humanidad por
muchos motivos. No es muy alentador el ambiente en el mundo y en la Iglesia.
Sin embargo, para un hombre o mujer de fe, todo, incluido el mal, siempre es un
motivo de oración y de agradecimiento.
¡Cuán inescrutables son los caminos de Dios e
indescifrables sus designios! Mientras vamos hacia nuestro destino eterno, caminamos (somos “viatores”) “in umbra
et imaginibus”, entre las sombras y las
figuras, hacia la verdad (“in veritatem”).
La Navidad, con su sencillez y normalidad, con su alegría
e inocencia, nos brinda una nueva
oportunidad para hacernos niños delante de Dios y aprender las grandes
lecciones que Jesús en el pesebre quiere darnos, si contemplamos el Misterio
con atención.
Hoy, en las vísperas de la Navidad, podemos prepararnos
para comprender mejor las grandes lecciones que nos da la contemplación del Misterio del Nacimiento del Hijo de Dios.
Son lecciones de sencillez, humildad, naturalidad, normalidad y, sobre todo,
Amor.
“La humildad es la morada de la caridad”, decía san Agustín. En el Tiempo de Navidad miraremos con atención el Amor Encarnado,
y nos sorprendemos, una vez más, de su “ocultamiento”. Un ocultamiento que
encierra en sí mismo la Gran Amor de Dios.
Jesús nace en un pesebre, en una cueva a las afueras de
una población insignificante, de un pueblo ignorado. Todo respira pequeñez en las apariencias, aunque se está delante de
la Grandeza de Dios que se revela en la historia humana.
“La humildad es la verdad”, decía santa Teresa. Dios se empeña en mostrarnos el camino que debemos
seguir si queremos vivir en la verdad: la humildad.
Uno de los santos que ha apreciado mejor el valor de la humildad en la vida
cristiana es san Josemaría Escrivá de Balaguer. Cuando llegaba la época de
la Navidad, su corazón se henchía, se transformaba. A todos los que le
escuchaban les recomendaba hacerse “niños” y meterse en las escenas como un
personaje más, por ejemplo, uno de los pastores que llegan a adorar al Niño en
Belén.
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Transcribimos una selección
de ideas y textos de san Josemaría, y de otros autores, que nos pueden
ayudar a hacer oración delante del portal de Belén.
«Una vez más,
la Navidad nos invita a considerar con
profundidad, con ternura, con alegría el misterio de la Encarnación de
Nuestro Señor Jesucristo».
«Cuando
empiezas esa meditación, frecuentemente —depende de muchas circunstancias— te
representas la escena o el misterio que deseas contemplar; después aplicas el
entendimiento, y buscas en seguida un diálogo lleno de afectos de amor y de
dolor, de acciones de gracias y deseos de mejora. Por este camino debes llegar a una oración de quietud, en la que es
el Señor quien habla, y tú has de escuchar lo que Dios te diga».
«Con mayor
ilusión que en nuestros años de infancia,
habremos preparado el portal de Belén en la intimidad de nuestra alma».
«Es preciso
mirar al Niño..., amor nuestro, en la cuna, envuelto en pañales, sobre la paja
de un pesebre... llorando y temblando de frío... Dios en un establo. Dios en un
pesebre… Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio».
Con fe, con humildad «sabremos comprender y amar, y el misterio será
para nosotros una enseñanza espléndida, más convincente que cualquier
razonamiento humano».
Y María: «considera la alegría, la
devoción, las lágrimas y la diligencia de esta Señora. Con cuanta solicitud
sirve a su Niño: lo toma en sus brazos, lo envuelve, lo desenvuelve, lo
aprieta, lo abraza, lo adora, lo besa...».
Y José: «testigo silencioso del Misterio»
(san Juan Pablo II). En silencio, contempla la escena en aquella noche
estrellada. Su fe atraviesa las apariencias y penetra hasta lo divino. Era un
hombre justo y bueno al que Dios ha ido preparando. Es el primero en admirar a
Dios hecho hombre. Mientras coge en sus brazos al Niño se le saltan las
lágrimas de emoción. José nos enseña a tener una fe firme, llena de Amor.
Y los ángeles y los pastores lo adoran.
Contemplarlo: llorando y temblando de frío en un establo (se
alegraba interiormente por nuestro remedio como verdadero Redentor). Dios en un
establo, Dios en un pesebre, Dios llorando y temblando de frío, y envuelto en
pañales.
Contemplar la suavidad y misericordia del Salvador que resplandece en esta edad, en la
ternura de sus miembros: extiende sus pies y manos por aquella estrecha cama;
sonríe como niño a su Madre y vuelve sus alegres ojos a mirarla.
José contempla la escena: «El Niño acaba de nacer; su Madre, a falta de
otra cosa le había recostado sobre la paja de un pesebre y, de rodillas, con
las manos juntas y los ojos bajos ante la cuna improvisada, parecía sumida en
un éxtasis de adoración. Cerca también del niño, rumiaban dos animales como
queriendo templar con su aliento el rigor de aquella noche invernal...
María, al oír llegar a José, se volvió hacia él y le sonrió. Luego, tomando el
cuerpo minúsculo del niño del fondo del estrecho pesebre, se lo entregó...
Tomando pues
al niño en sus brazos le apretó contra su pecho mientras se le saltaban las
lágrimas de emoción. Luego, temiendo hacerle dañó, sintiéndose indigno de tanto
honor se lo devolvió a María, y se entregaron ambos a una dulce vigilia de
oración y contemplación» (Gasnier, M., Los
silencios de José, p. 92).
“Estaba el glorioso Infante desnudo en la tierra, tan
hermoso, limpio, y blanco como los copos de la nieve sobre las alturas de los
montes, o las cándidas azucenas en los cogollos de sus verdes hojas. Luego que
le vio la Virgen, juntó sus manos, inclinó su cabeza, y con grande honestidad,
y reverencia le adoró, y dijo: BIEN SEAIS VENIDO, DIOS MIO, SEÑOR MIO E HIJO
MIO. El Niño entonces llorando, y como estremeciéndose por el rigor del frío, y
la dureza del suelo, extendía los pies, y las manos, buscando algún refrigerio,
y el favor, y amparo de su Madre, que tomándole entonces en sus brazos, le
llegó a su pecho, y poniendo su rostro con el suyo, le calentó, y abrigó con
indecible alegría, y compasión materna. Púsole después de esto en su Virginal
regazo, y comenzole a envolver con alegre diligencia, primero en los dos paños
de lino, después en los dos de lana, y con una faja le ligó dulcemente el
pequeñito cuerpo, cogiéndole con ella los brazos, poderosos a redimir el mundo.
Atóle también la soberana cabeza por más abrigo, y hechas tan piadosas muestras
de su amor materno, entró el venerable José, y arrojándose por tierra,
humildemente le adoró, bañando su honesto rostro de alegres lágrimas. Entonces
la Virgen, y José, levantándose pudieron con grande reverencia el Niño
benditísimo sobre las pajas del pesebre, entre aquellos dos animales, y de
rodillas comenzaron a contemplarle, hablarle, y darle mil amorosos parabienes
de su venida al mundo” (Lope de Vega, Pastores
de Belén, ed. Rialp. pp. 16 a 18).
“Es un texto escrito con una audacia sorprendente; tres son quizá las características que
destacan en él: la piedad, la ternura, y la fortaleza. Con un lenguaje rico y
matizado, se adentra en el suceso histórico dejándose conducir por la
imaginación de un alma enamorada de Dios. Es oración donde el corazón se explaya,
ocultando pudorosamente sus sentimientos en el tono narrativo. Esa piedad está
basada en una teología segura, cuyas verdades sabe engarzar con maestría”
(Introduc. de Federico Delclaux, p. 5).
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